› Por Raúl Alzogaray
El inglés Peter Reyn-Bardt y Malika María de Fernández se casaron en Londres en marzo de 1959. Fue un casamiento de mutuo acuerdo y por conveniencia. Peter trabajaba en una aerolínea y quería disimular que se sentía atraído por los hombres, orientación sexual que las leyes inglesas de aquel entonces consideraban un delito. A Malika le encantaba viajar y sabía que gracias al empleo de su esposo podría conseguir pasajes de avión a bajo precio. Pero las cosas resultaron mal y la pareja se separó ese mismo año.
Unos meses después de la separación, Malika intentó chantajear a Peter. Le dijo que si no le daba cierta cantidad de dinero, revelaría que era homosexual. Discutieron. Ella intentó arañarle la cara. Peter la agarró de los hombros y la sacudió con tanta fuerza que la mató. “Estaba aterrorizado y no podía pensar con claridad –declaró años más tarde–. Lo único que me vino a la mente fue que tenía que esconder el cuerpo.” Se le ocurrió que la cercana turbera de Lindow era el lugar indicado para ese fin (las turberas son pantanos de aguas ácidas, donde la acumulación de plantas muertas forma turba, un material que cuando está seco arde como carbón; durante siglos, los habitantes del norte europeo han usado la turba para cocinar la comida y calentar sus hogares).
Peter cortó a Malika en varios pedazos y arrojó todo en la turbera de Lindow. La policía investigó la desaparición de la mujer y Peter se convirtió en el principal sospechoso, pero él negó todo y como Malika nunca apareció, no hubo acusación formal ni juicio.
Veintidós años más tarde, unos hombres que trabajaban en la turbera encontraron una cabeza que aún conservaba gran parte de la piel y el cabello. Los médicos forenses dijeron que se trataba de una mujer que al morir tenía entre treinta y cincuenta años. En ese momento, Peter estaba preso por otro delito. Cuando se enteró del hallazgo, confesó de inmediato lo que le había hecho a su ex esposa. En diciembre de 1983 lo condenaron a cadena perpetua.
El de Peter terminó siendo uno de esos raros casos en que un sospechoso de asesinato es sentenciado sin que se haya encontrado el cuerpo de su víctima. Y esto fue así porque unas semanas antes de que se dictara la sentencia, científicos de la Universidad de Oxford determinaron que la cabeza descubierta en la turbera tenía mil setecientos años. Pero Peter ya había confesado y eso bastó para condenarlo. La cabeza fue depositada en el Museo Británico, en Londres, y desde entonces se la conoce como la Mujer de Lindow.
Al año siguiente, en la misma turbera y a menos de trescientos metros del lugar donde se realizó el primer descubrimiento, uno de los trabajadores que encontraron a la Mujer de Lindow agarró un fragmento de turba y, en tono de broma, se lo arrojó a un compañero. El objeto golpeó el suelo y la materia pantanosa que tenía adherida se desprendió, revelando la inconfundible forma de un pie humano.
El Hombre de Lindow vivió hace dos mil años, cuando la actual Gran Bretaña estaba poblada por tribus celtas que se encontraban en la Edad de Hierro y un ejército romano enviado por el emperador Claudio intentaba conquistar la región.
Usaba barba y bigotes prolijamente recortados. Al examinarlos con un microscopio electrónico, se observó que los extremos de los pelos de su rostro estaban escalonados como si los hubieran cortado con tijeras (instrumentos que los romanos introdujeron en las islas). Tenía las uñas bien cuidadas y la dentadura sana. Todo esto hace pensar que no realizaba trabajos pesados y que su posición social era alta.
La máquina usada para extraer turba le destrozó el intestino grueso, pero el intestino delgado y el estómago quedaron intactos. En su interior había huevos de parásitos intestinales y una mezcla de granos de trigo y cebada finamente molidos y cocidos (posiblemente algún tipo de pan). En las últimas horas no comió frutas ni verduras, así que no se pudo establecer en qué estación del año murió.
Tuvo una muerte violenta. Un objeto estrecho y afilado le produjo dos heridas profundas en la parte superior de la cabeza; un fuerte golpe en la espalda le rompió una costilla; una cuerda fabricada con tendones animales estaba profundamente hundida en la piel de su cuello y tenía un corte de arma blanca a la altura de la vena yugular. Estas evidencias sugieren un sacrificio ritual. Sin embargo, hay otras explicaciones. Pudo haber sido atacado por ladrones o quizá fue un prisionero ejecutado por sus captores.
Ahora está en el Museo Británico de Londres, dentro de una cámara con la temperatura y la humedad controladas para evitar que se descomponga. De vez en cuando lo sacan para exhibirlo en otros museos ingleses.
En el norte de Europa, en el territorio que se extiende desde las islas británicas hasta el oeste de Rusia, existen numerosas turberas que ocupan quinientos mil kilómetros cuadrados. En ellas crecen unos musgos que liberan al agua átomos de hidrógeno con cargas positivas. Estos átomos hacen que las turberas sean tan ácidas como el vinagre.
Los mares y los ríos incorporan oxígeno de la atmósfera cuando sus superficies se agitan (la función de los aireadores en las peceras no es llevar aire al interior del agua, sino generar burbujas para agitar la superficie). Como las aguas de las turberas permanecen estancadas, incorporan muy poco oxígeno.
Estas dos características, gran acidez y ausencia de oxígeno, contribuyen a preservar las plantas y los animales muertos, porque las bacterias responsables de la descomposición no pueden vivir en estas condiciones. Por eso, algunos cuerpos de las turberas están increíblemente conservados a pesar de haber permanecido allí miles de años. El rostro del Hombre de Tollund, descubierto en Dinamarca en 1950, lucía tan fresco que la gente que lo sacó de la turbera pensó que había muerto hacía poco (pero llevaba en ese lugar dos mil cuatrocientos años).
Los cuerpos de las turberas suelen estar aplanados, a causa del peso de la turba que se acumula sobre ellos. Además, presentan la piel oscura y los cabellos rojizos. El primero de estos rasgos se debe a sustancias fabricadas por los musgos, similares a las que se usan para curtir el cuero, que se meten en la piel y la oscurecen. Los cabellos humanos contienen una mezcla de pigmentos negros, marrones y rojos. Los dos primeros son destruidos por la acidez del agua, pero los rojos no resultan afectados.
Los huesos son las partes que más sufren el paso del tiempo, porque las sales de calcio que los forman se disuelven en las aguas ácidas (cosa que se puede comprobar fácilmente sumergiendo un hueso de pollo en vinagre durante dos o tres semanas).
DESTRUCCION Y ERRORES DE INTERPRETACION
A veces, lo que las turberas preservaron a través de los siglos es destruido en cuestión de segundos por una máquina o un curioso contemporáneo. El Hombre de Clonycavan se conservó muy bien desde el siglo III antes de Cristo hasta que una cortadora de turba lo partió en dos y le arrancó los brazos. Los huesos del Hombre de Grauballe, fracturados por los dos metros y medio de turba acumulada sobre él durante veinte siglos, se estropearon aún más cuando un niño que se acercó a curiosear cómo lo sacaban le pisó la cabeza.
La gente que visita el museo de Silkeborg, en Dinamarca, puede ver el cuerpo completo del Hombre de Tollund. Sin embargo, solo la cabeza es original. Los científicos que lo examinaron a mediados del siglo pasado no tenían los medios para conservarlo entero, así que decidieron preservar nada más que la cabeza, los pies y uno de los pulgares. Lo demás se descompuso, excepto los huesos, que fueron usados para construir la réplica del cuerpo. En la década de 1970, la policía danesa analizó las huellas digitales del pulgar y encontró que siguen un patrón que se repite en el dos por ciento de las huellas registradas en la base de datos de ese país.
La Mujer de Haraldskær fue descubierta en 1835 en una turbera de Dinamarca. Según el informe forense, era corpulenta, de mediana edad, cabello largo y fino, dentadura bien conservada y pechos grandes. Al principio se creyó que podía ser Gunhild, una reina noruega del siglo X que, según la tradición, viajó a Dinamarca para casarse con el rey de ese país. Pero el rey tenía otros planes y mandó ahogarla. Ni bien se difundió la noticia del descubrimiento, Federico VI de Dinamarca ordenó realizar un funeral real en la iglesia de San Nicolás, en el pueblo de Vejle. En 1977 se demostró que los restos pertenecían a una mujer que vivió mil quinientos años antes que la reina Gunhild. Aún está en la iglesia de San Nicolás, dentro de un sarcófago con tapa de vidrio para que todos la vean.
En su libro Germania, escrito alrededor del año 98, el historiador romano Cornelio Tácito cuenta que entre los antiguos habitantes de Alemania, “una esposa culpable [de adulterio] es castigada sumariamente por su esposo. Le corta el cabello, la desnuda y en presencia de sus familiares la echa de su casa”. En 1952, en una turbera del norte de Alemania, aparecieron los restos de una joven de catorce años que tenía los ojos vendados, la mitad de la cabeza rapada y una banda de cuero alrededor del cuello. Al parecer influenciados por el relato de Tácito, los primeros científicos que la examinaron creyeron que se trataba de una esposa adúltera. Y afirmaron que otro cuerpo, encontrado en las cercanías, era el de su amante. Estudios posteriores demostraron que “la joven” era en realidad un muchacho, y que su “amante” había muerto trescientos años antes que él.
No existe un registro confiable de la cantidad de restos humanos extraídos de las turberas europeas (en 1989, el arqueólogo alemán Alfred Dieck calculó que en los cincuenta años previos se habían extraído más de mil ochocientos; luego se demostró que muchos de sus datos eran inventados).
La mayoría de los restos proviene de la Edad de Hierro europea (del 1200 antes de Cristo al 400) y sufrió una muerte violenta que alimenta la hipótesis de los sacrificios rituales. Los restos más antiguos son los de la Mujer de Koelbjerg, que tienen diez mil años y fueron encontrados en 1941 en una turbera danesa. Los más recientes son los del piloto de combate ruso Boris Lazarev, derribado por un avión alemán en febrero de 1943 y descubierto cincuenta y cinco años más tarde en una turbera rusa.
En Europa, la turba es extraída manualmente o con maquinaria especializada. Se usa para calefaccionar viviendas y cocinar alimentos. Algunos pueblos la utilizan como fuente de energía para sus generadores eléctricos. También sirve para mejorar suelos secos, porque las células muertas de los musgos que la componen retienen grandes cantidades de agua. Finlandia, Bielorrusia, Rusia, Suecia y Ucrania producen la mayor parte de los diecisiete millones de toneladas de turba que consumen anualmente los europeos.
Los europeos de la Edad de Hierro no dejaron registros escritos. Gracias a la extracción de turba, se recuperaron cientos de restos humanos que revelaron detalles de tiempos antiguos que difícilmente podrían haberse obtenido de otras fuentes. Pero la actividad causa serios daños ambientales.
Al modificar las turberas se destruye el hábitat de muchas especies. También se exponen grandes cantidades de restos de plantas que, al entrar en contacto con el aire, forman dióxido de carbono, uno de los gases responsables del calentamiento global. Para analizar estos problemas existe la Sociedad Internacional de la Turba, con sede en Finlandia. Los expertos de esta organización investigan el tema, organizan reuniones científicas y difunden recomendaciones para usar las turberas en forma responsable.
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