Sábado, 27 de julio de 2013 | Hoy
Por Mariano Ribas
Está muy bien escondido en el corazón de la Vía Láctea, detrás de inmensas y oscuras cortinas de gas y polvo. Allí, a unos 25 mil años luz del Sistema Solar, anida una criatura cuatro millones de veces más masiva que el Sol. Y que, sin embargo, ocupa un volumen relativamente chico. Masa extraordinaria, densidad extraordinaria, y por ende gravedad extraordinaria: es el súper agujero negro que domina el centro de nuestra galaxia. Y como todo agujero negro, lógicamente, es invisible (dado que ni siquiera la luz puede escapar de su campo gravitatorio). Sin embargo, los astrónomos han podido detectarlo mediante ciertos signos de desorden –y hasta destrucción– que genera, justamente, su poderosa gravedad. Los primeros indicios de la presencia de un súper agujero negro en el núcleo de la Vía Láctea surgieron hace casi cuarenta años. Pero no fue hasta bien entrados los años ’90 que los científicos comenzaron a delinear su pesado perfil. Ahora, por primera vez, un equipo de científicos europeos ha logrado observar, medir y fotografiar “en tiempo real” –y con lujo de detalles– el pasaje de una gran masa de gas y polvo, por las extremadamente peligrosas cercanías del monstruo galáctico. Toda una curiosidad científica que merece ser contada y compartida.
A mediados de los años ’70, los radioastrónomos estadounidenses Robert Brown y Bruce Balick detectaron potentes ondas de radio procedentes de un rincón muy particular de la constelación de Sagitario: ni más ni menos que la zona del cielo que coincide con el centro de nuestra galaxia. Años más tarde, la poderosa “radiofuente”, bautizada como “Sagitario A*” (que, técnicamente, debe leerse como “estrella Sagitario A”) fue el blanco de varios programas de observación, no sólo en ondas de radio sino también en luz infrarroja y en rayos X. Al parecer, Sagitario A* era una zona de la Vía Láctea especialmente caliente y activa, pero también muy pequeña. Así, poco a poco, fue gestándose una hipótesis audaz y espectacular: probablemente esas radiaciones provenían de ardientes remolinos de gases, “espiraleando” a toda velocidad en torno de un agujero negro central.
La idea encajaba con lo que parecía ocurrir en otras galaxias: a comienzos de la década del ’90, varios súper telescopios observaron los núcleos de varias galaxias (incluyendo a la famosa Andrómeda, y a las colosales galaxias elípticas M 84 y M87, en el Cúmulo de Virgo) y no sólo detectaron potentes emisiones de sus núcleos, sino también corrientes de estrellas moviéndose en forma alocada, y a altísimas velocidades. Aparentemente, había “algo”, pesadísimo e invisible, que las zamarreaba de un lado para el otro. Cosas millones de veces más masivas que el Sol. Ya no se podía tratar de agujeros negros convencionales –aquellos que se forman tras la muerte y colapso de estrellas muy masivas– sino de “súper agujeros negros”. Muchas grandes galaxias parecían tenerlos. Y probablemente la Vía Láctea no era la excepción.
Pero para estar seguros de la inquietante presencia de Sagitario A* hacían falta más y mejores evidencias. Incluyendo, por supuesto, la flamante novedad que hoy nos ocupa. Pero antes de eso, bien vale la pena trazar el perfil de este monstruo galáctico.
Confirmar y delinear la presencia de Sagitario A* en el núcleo de la Vía Láctea fue un enorme desafío de la astronomía moderna. Una epopeya en la que bien vale destacar los logros obtenidos por un grupo de astrónomos de la Universidad de California, de Los Angeles (UCLA), liderados por la doctora Andrea Ghez. Desde 1995, ellos vienen explorando el centro de nuestra galaxia con los súper telescopios Keck I y Keck II, en el Observatorio de Mauna Kea, Hawai (aparatos de 400 toneladas, equipados con un espejo primario de 10 metros de diámetro). Mediante observaciones infrarrojas (longitudes de onda que, a diferencia de la luz visible, pueden traspasar fácilmente la bruma galáctica que se interpone en nuestra visual), Ghez y su equipo monitorearon el comportamiento de una decena de estrellas muy cercanas al misterioso objeto (a unos 15 mil millones de kilómetros, unas cuatro veces la distancia Sol-Neptuno). Estrellas cuyas velocidades y trayectorias podían aportar preciosa información astrofísica porque, tal como se comprobó, orbitaban a su alrededor. Según los científicos de la UCLA, una de ellas, bautizada SO-2, se movía en torno de Sagitario A* a unos impresionantes 8 mil km/seg. O sea, casi 30.000.000 km/hora. Con una pila de datos muy confiables, y aplicando las venerables leyes orbitales y gravitaciones de Kepler y Newton, Ghez y sus colegas concluyeron que la bestial criatura tiene 4,1 millones de veces la masa de nuestro Sol (que, a su vez, es unas 330 mil veces más masivo que la Tierra). Además, estimaron que toda esa masa está comprimida en un diámetro de 10 a 15 millones de kilómetros. Apenas 10 veces el diámetro solar. Sólo un agujero negro súper masivo encaja con semejante perfil. Un objeto cuyo extraordinario campo gravitatorio le permite jugar con las estrellas vecinas cual si fueran moscas.
Y no sólo jugar: los astrónomos no descartan que –al igual que ocurriría con objetos similares en los núcleos de otras galaxias– de tanto en tanto, Sagitario A* se devore estrellas enteras. Y también, grandes masas de gas y polvo interestelar. Materiales que, en su conjunto, formarían enormes “discos de acreción” a su alrededor: remolinos de gases, con temperaturas de millones de grados, que emiten poderosos chorros de radiación (que son, justamente, las pistas que permitieron la detección de criaturas como Sagitario A*). Son procesos complejos y extremadamente largos. Pero estamos de suerte: ahora, y casi en “tiempo real”, podemos ser testigos directos de un pequeño capítulo de la historia de nuestro monstruo galáctico. Y del monumental drama que se esconde allí, en el corazón de la Vía Láctea.
Desde hace casi dos décadas, los astrofísicos Stefan Gillesen (Instituto Max Planck de Física Extraterrestre, en Garching, Alemania) y Reinhard Genzel (Departamento de Física y Astronomía de la Universidad de California, en Berkeley, Estados Unidos) encabezan un equipo de científicos que viene estudiando el centro de la Vía Láctea, con el monumental Very Large Telescope (VLT), el mayor observatorio astronómico óptico del mundo (situado en pleno desierto de Atacama, Chile). Hace unos años, estos investigadores descubrieron una gran nube de gas y polvo –de unas tres masas terrestres– en órbita de Sagitario A*. Y fueron siguiendo su trayectoria cuidadosamente. Más aún: al modelar su órbita, se dieron cuenta de que la nube alcanzaría su mínima distancia al súper agujero negro en 2013, pasando a tan sólo 25 mil millones de kilómetros de la pesada bestia invisible (unas 5 a 6 veces la distancia Sol-Neptuno). A esta escala, casi un arañazo. Sería una inmejorable oportunidad para ver “en vivo” un fenómeno de características extraordinarias: ni más ni menos que los efectos gravitatorios directos de un súper agujero negro sobre una nube de materia bastante considerable. Algo que, más allá de su espectacularidad, podría aportar preciosa información.
La tarea no fue sencilla. Pero Gillesen y Genzel contaban con el VLT, y con un instrumento acoplado llamado Sinfoni (por “Spectrograph for Integral Field Observations in the Near Infrared”), un finísimo espectroscopio infrarrojo. Así, los científicos del ESO fueron testigos directos de la dramática metamorfosis de la nube, a medida que se acercaba más y más a Sagitario A*. La infortunada masa de gas y polvo no sólo fue acelerándose en forma alocada, sino que también se fue estirando y desgarrando poco a poco. Ahí están las imágenes que acaban de publicarse. Son absolutamente inéditas, y marcan todo un hito en el estudio de Sagitario A*. Pero –vale la pena aclararlo– no son literalmente imágenes “en vivo”: lo que aquí vemos ya pasó. Ocurrió hace unos 25 mil años, porque ése es el tiempo que tarda la luz en viajar desde el centro de la galaxia hasta la Tierra.
“El máximo acercamiento entre la nube y Sagitario A* fue de 25 mil millones de kilómetros.., apenas escapó de caer hacia su interior”, dice Gillesen. Pero la cosa aún no terminó: en realidad, la nube quedó tan estirada que sólo su parte frontal, moviéndose a más de 10 millones de km/hora (un nada despreciable 1 por ciento de la velocidad de la luz), pasó por el punto de mínima distancia. Tal como muestran las imágenes del VLT, todo el resto de la masa de gas y polvo, cual si fuera una “cola”, aún se está moviendo hacia allí. “En realidad, el máximo acercamiento de la nube no es un solo evento, sino más bien todo un proceso que se extiende por un período de, al menos, un año”, explica el astrofísico alemán. Y, divertido, agrega: “Cual si fuera un desafortunado astronauta de una película de ciencia ficción, ahora estamos viendo que la gravedad de Sagitario A* ha estirado tanto a la nube que se parece a un spaghetti”.
Este curioso episodio que ya pasó, pero que estamos viendo como si ocurriera ahora, todavía tiene mucha tela para cortar. Por empezar, los científicos del ESO seguirán observando –por varios meses más– la evolución de la nube en órbita de Sagitario A*. Al menos hasta que toda esa frágil y fragmentada estructura haya superado el punto de mayor acercamiento al monstruo. Estas observaciones no sólo permitirán saber algo más sobre el súper agujero negro (y los efectos que se producen en torno de semejantes campos gravitatorios), sino también sobre su vecindad inmediata (por ejemplo, si hay otras estructuras gaseosas dispersas a su alrededor), e incluso, claro, más detalles sobre la nube misma.
A propósito: ¿de dónde salió esta ya completamente desgarrada masa de gas y polvo? La verdad es que su origen no está del todo claro. De todos modos, hay ciertas hipótesis: “Dadas sus características, es difícil que la nube contenga una estrella en su interior, más bien pensamos que todo ese gas probablemente proviene del viento estelar emitido, a lo largo de mucho tiempo, por las estrellas que orbitan a Sagitario A*”, arriesga Gillesen, quien, junto a sus colegas, acaba de publicar un paper titulado ‘Pericenter passage of the gas cloud G2 in the Galactic Center’ (‘Pasaje por el Pericentro de la nube de gas G2 en el Centro Galáctico’) en el prestigioso (y riguroso) Astrophysical Journal.
Hasta aquí, la historia del monstruo galáctico y la desafortunada nube que, un buen día, hace unos 25 mil años, tuvieron un encuentro fugaz, pero fatal. Para la nube, claro”.
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