Sábado, 5 de octubre de 2013 | Hoy
Por Pablo Capanna
Cuando uno ingresa a la universidad, así esté lleno de ganas de aprender o simplemente vaya en busca de un título, generalmente queda deslumbrado con el despliegue de ideas que la escuela apenas le había sugerido. Pero también se encuentra con reglas no escritas que establecen cuáles son las cosas que no se cuestionan y los nombres que están más allá de toda crítica. Toda época tiene los suyos.
Con el andar del tiempo, el tipo se recibe, y para entonces ha descubierto que las cosas no eran tan simples. Pasan unos cuantos años más y un día se da cuenta de que eso que le habían enseñado ha quedado obsoleto. Lo mejor que le puede pasar es que, de hecho, ahora sepamos mucho más que antes, en cuyo caso tendrá que actualizarse. Lo más triste es descubrir que en su tiempo la academia había sido presa de una de esas modas intelectuales que suelen desaparecer en el mediano plazo.
Pero hay algo aún peor, que es enterarse de que algunos de los maestros consagrados, esos que estaban más allá de toda discusión, no habían sido tan rigurosos como nos decían y que sus irrefutables verdades no sólo eran falsas sino fraudulentas. Si uno es medianamente optimista, podría alegrarse y decir que esto sale a la luz porque la ciencia es autocorrectiva. Pero si es ligeramente pesimista, podrá llegar a cuestionar cuánto de lo que enseñamos y aprendemos será realmente confiable.
El tema del fraude en la ciencia ha llegado a ser tan preocupante como la corrupción en la política, aunque es parte de lo mismo. Podemos preguntarnos por qué un científico talentoso se siente autorizado a mentir. Se puede entender (aunque no justificar) al que miente en los comienzos de una carrera para conquistar un espacio, aunque luego deberá esmerarse para conservarlo. El consagrado que hace trampa, en cambio, puede estar temiendo ser desplazado por una nueva camada de investigadores. A veces ocurre algo parecido con esos escritores que, luego de sacar un par de premios, reclutan subcontratistas que escriben los libros para él, como esos célebres “negros” de Alejandro Dumas.
También puede ocurrir, en fin, que el mentiroso de marras sucumba a una ilusión ideológica y llegue a creer que es la realidad y no su teoría la que tiene que probar que es cierta, y en caso contrario hay que hacer callar a la realidad.
Algunas de estas explicaciones pueden servir para entender qué pasó por la cabeza de dos ídolos de antaño que acabaron cayendo post mortem. Uno fue Cyril Burt, el paladín de los tests de inteligencia, y la otra Margaret Mead, que era algo así como la encarnación de la antropología.
Cyril Burt (1883-1971) fue el primer psicólogo inglés que fue hecho “Sir” e influyó decididamente en las políticas de admisión a las escuelas. Había conocido a Francis Galton desde niño, y se había interesado por la eugenesia desde la época en que trabajaba de médico.
En esos años, la psicología se estaba independizando de la filosofía y Burt se formó junto a MacDougall, Sperman y Pearson, que procuraban construir una ciencia “dura”. Entre sus discípulos estuvieron Cattel y Eysenck. Sus famosos estudios sobre gemelos le permitieron sostener que la inteligencia era una característica hereditaria, independiente del medio y la educación.
Uno de sus primeros trabajos ya mostraba que los alumnos de colegios privados eran más inteligentes que los de la escuela pública, aunque sus críticos le objetaban que sus tests aludían a situaciones con las cuales la clase alta estaba más familiarizada.
Defensor de esa eugenesia que inspiró la Ley de Deficiencia Mental de 1913 (y también a los nazis), diseñó políticas escolares discriminatorias y en uno de sus libros estigmatizó a El joven delincuente (1925). Se interesó por los gemelos separados al nacer (un tema que sin saberlo compartía con el Dr. Mengele), porque ofrecían la mejor oportunidad de experimentar con los factores hereditarios en medios distintos. En total, entre 1943 y 1966, publicó trabajos sobre 53 parejas de gemelos, donde probaba que su rendimiento era igual aunque fuesen a escuelas distintas.
Cuando Burt murió se supo que había quemado todos sus papeles, y se comenzó a sospechar de su veracidad. En todos esos años, sólo se habían hecho tres estudios similares y nadie había logrado conseguir más de veinte parejas de gemelos.
Su fiscal fue otro psicólogo, Leon Kamin. En su libro Ciencia y política del CI (1974), Kamin denunció que los resultados de Burt eran idénticos hasta el tercer decimal en ambos gemelos, cuando cabía esperar alguna variación. Sin conocerse entre sí, los gemelos de Burt llegaban a ponerles el mismo nombre a sus perros.
Una investigación periodística también denunció que Howard y Conway, supuestas colaboradoras de Burt, no existían. Hasta su biógrafo oficial, sin dejar de valorar sus primeras obras, admitió que todos sus trabajos posteriores a la guerra eran fraudulentos.
Más recientemente, hubo intentos de rehabilitar a Burt, alegando que había sido víctima de una operación de prensa. Sólo se aportaron pruebas de la existencia de las colaboradoras de Burt, pero podían haber firmado con seudónimos. Pero aun cuando Burt no hubiera sido fraudulento, admitían que su desprolijidad daba lugar a sospechas.
Otra famosa que fue acusada, si no de corrupción, al menos de escaso rigor científico, fue Margaret Mead (1901-1978), cuyas investigaciones en los mares del sur la elevaron al rango de figura consular en la cultura norteamericana. Su best-seller Adolescencia y cultura en Samoa (1925) fue lectura obligatoria para varias generaciones e influyó en la revolución sexual de los años sesenta.
Margaret recién acababa de graduarse cuando Franz Boas la envió a Samoa. Boas era una suerte de patriarca de la antropología que despachaba a sus discípulos para estudiar las últimas culturas primitivas que quedaban. Por cierto, la suya era una actitud más científica que la de Frazer, que había escrito La rama dorada sin moverse de su estudio. Boas enseñaba que no hay ninguna “naturaleza humana”, que todo es cultura, y que, como se venía diciendo desde tiempos de Rousseau, el “buen salvaje” era sabio porque seguía los mandatos de la naturaleza.
Margaret estuvo en Samoa menos de un año, sin saber más que unas palabras del idioma nativo y viviendo con europeos. Toda su información la obtuvo de unas adolescentes samoanas que hablaban algo de inglés. Su pintura de Samoa era la de una cultura promiscua que encaraba el sexo de manera deportiva, sin culpa ni pasión.
Quizá nunca hubiera leído a Diderot, pero todo eso ya estaba en el Suplemento al Viaje de Bougainville, que el enciclopedista había escrito un siglo y medio antes. Diderot había salido en defensa de unos imaginarios tahitianos, para condenar la acción de los misioneros europeos.
Pasó el tiempo, y los primeros samoanos que accedieron a las universidades se sintieron bastante molestos, al no reconocerse en el libro de Mead. Por fin, Derek Freeman, un antropólogo neocelandés con seis años de trabajo de campo, publicó Margaret Mead y Samoa (1983), donde denunciaba el libro de Mead como “el mejor ejemplo de autoengaño en la historia de las ciencias sociales”. Las chicas nativas le habían contado a la inexperta Margaret las fantasías sexuales que ella deseaba oír. Al parecer, lo mismo le había pasado con los Arapesh de Nueva Guinea, que resultaron bastante más belicosos de lo que ella pintaba.
Un estudio más serio de la cultura samoana revelaba que Margaret había escrito una novela al gusto de Boas. Los samoanos conocían los crímenes pasionales, el suicidio, la culpa, los tabúes y tenían una compleja religión antes de la llegada de los misioneros.
El problema es que Burt era un hombre de derecha, y quienes lo denunciaron en general eran gente de izquierda. Margaret, por su parte, era parte de lo que en EE.UU. se considera izquierda, y varios de los que se ensañaron con ella estaban a la derecha. Como todos sabemos, la autocrítica es una virtud poco popular, pero aun podemos llegar a coincidir en que la mentira, por más saltos que permita dar, sigue teniendo las patas cortas.
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