Sáb 02.11.2013
futuro

16 toneladas

› Por Pablo Capanna

Una de las actividades que entonces se ennoblecieron con el prestigio de la ciencia fue el Management Científico, también llamado Ciencia del Trabajo. Su fundador era Frederick Winslow Taylor (1856-1915), un personaje a quien se sigue reverenciando en ciertos cursos de organización industrial y hasta en la mismísima Wikipedia. Los historiadores reconocen que Taylor fue tan importante como Ford a la hora de configurar la estructura de las fábricas de la segunda Revolución Industrial. Por eso se ha hecho habitual hablar de fordismo-taylorismo, a pesar de que estos sistemas respondían a esquemas ideológicos distintos, y es que en la práctica se complementaron eficazmente.

Peter Drucker, el legendario gurú del management, no dudó en comparar a Taylor con personajes como Newton, Arquímedes, Marx, Darwin o Freud. Drucker aseguraba que lo que Taylor había hecho por la grandeza de los Estados Unidos sólo admitía comparación con la influencia que había tenido El Federalista de Hamilton para la democracia representativa.

El “sistema de métodos y tiempos” que creó Taylor era visto en su tiempo como una teoría científica, y como tal parecía inapelable. Hasta Lenin y Mussolini valoraron explícitamente sus éxitos, y al reconocerlo como ciencia se sintieron obligados a imponerlo en la industria de sus respectivos países. Dudar de él hubiese sido resistirse al progreso técnico, un culto que en esos años no admitía incrédulos.

Cuando el sistema comenzó a aplicarse, Taylor se ganó el odio de los obreros, que nunca lograban cumplir sus pautas, y de los gremialistas, que lo consideraban poco más que un negrero. Por la presión que ejercieron los sindicatos estadounidenses se formó una comisión parlamentaria para investigar su metodología. En esas circunstancias Taylor, que sólo atinaba a defenderse comparando a los obreros con burros y caballos adiestrados, llegó a sentirse un tanto culpable, pero no por eso dejó de quejarse de la ingratitud de los trabajadores. Por fin, las dos centrales obreras norteamericanas terminaron firmando convenios de capacitación con los expertos tayloristas y el sistema ya no tuvo oposición.

A la distancia, podemos decir que el taylorismo dejó como saldo positivo la preocupación por la higiene, la ventilación, la circulación y el ordenamiento racional de las fábricas. Nunca logró que los obreros se convirtieran en robots, pero el análisis de movimientos que él inició y llevó a la perfección su discípulo Gilbreth sirvió de base, más de medio siglo más tarde, para programar los robots industriales que reemplazarían al obrero de línea. Quizá los gremialistas no estaban tan equivocados al desconfiar de él.

“Speedy Taylor”

F. W. Taylor, apodado “el veloz” (speedy) siempre vivió en Filadelfia. No llegó a tener estudios universitarios (aunque algunos se empeñan en calificarlo de ingeniero) pero fue un self-made man dotado de esa voluntad, ambición y tacañería que en su época eran tenidas por virtudes. Era un típico héroe americano, pariente cercano de Edison o de Clark Kent. Astro del béisbol y el tenis en el college, había desarrollado su propio método para arrojar la pelota y hasta había diseñado un nuevo modelo de raqueta. Cuando se disponía a entrar a la universidad, el oftalmólogo le diagnosticó una progresiva e inevitable disminución de la capacidad visual. En consecuencia, le aconsejó que no siguiera estudiando y que mejor se buscara un empleo donde sólo tuviera que hacer tareas manuales.

Taylor se fue entonces a trabajar a una fundición de acero, la Bethlehem Iron Co., pero pronto escaló posiciones y pudo dedicarse a observar cómo trabajaban sus compañeros, a cronometrar sus movimientos y a pensar cuál era la mejor manera de aprovechar sus fuerzas. El único descubrimiento científico que hizo fue darse cuenta de que los trabajadores solían desperdiciar energías, que hacían movimientos innecesarios y se cansaban más de lo debido. De ese modo, por más empeño que pusieran, sus esfuerzos no se traducían en mayor producción, y eso era precisamente lo que preocupaba a los empresarios.

A ellos, Taylor les propuso que apoyaran sus estudios del trabajo manual, para mejorar la productividad empleando la misma mano de obra, o mejor aún, reduciéndola. El método de Taylor consistía en seleccionar a los mejores trabajadores en función de su empeño y obediencia para instruirlos en la racionalización de sus movimientos. Todo funcionaría teniendo como motivación los incentivos salariales por productividad que les prometían si cumplían las pautas.

Según la historia que Taylor nos contó en su clásico Shop Management, en la acería había un plantel de peones que trabajaban cargando lingotes de arrabio en vagones de ferrocarril. Cuando él llegó, cargaban como promedio unas doce toneladas y media diarias. Cualquiera hubiese dicho que era muchísimo, pero el bueno de Taylor pensaba que poniendo empeño podían llegar a cargar hasta 48 toneladas. Después de realizar un casting de peones, se quedó con un holandés bajito llamado Schmidt, que no era demasiado musculoso pero estaba lleno de virtudes puritanas: era trabajador, puntual, austero y codicioso. Taylor lo convenció de que obtendría una importante mejora salarial si seguía ciegamente sus instrucciones “científicas”, si no pensaba y tampoco hacía preguntas. Según Taylor, Schmidt llegó a cargar 47 toneladas diarias y mejoró sustancialmente sus ingresos; también habrá podido pagarse los mejores traumatólogos y jubilarse por invalidez. Lamentablemente, sólo un obrero de cada ocho podía seguir el ritmo de Schmidt, pero la productividad general subió un 300 por ciento y la empresa pudo echar personal a voluntad.

Esa es la historia, que además no es cierta. Schmidt no era holandés y tampoco se llamaba Schmidt. La cantidad de toneladas que había cargado era una exageración. La experiencia tampoco la había realizado Taylor, sino dos subalternos suyos, a quienes ni siquiera mencionaba en su libro. Los resultados habían sido bastante distintos, y el relato ejemplarizador tenía mucho de ficción. Sin embargo, desde entonces todos lo repetirían sin cuestionar, hasta que Elton Mayo viniera a plantear criterios menos mecanicistas. Pero hasta hace no tantos años, si uno se atrevía a poner en duda la experiencia de Taylor, los ingenieros solían fulminarlo con la mirada, convencidos de que eso estaba basado en mediciones objetivas y era tan científico como las leyes de Newton.

Trabajando duro

Pasaron más de sesenta años de la historia de Schmidt cuando en Maryland murió Hartley C. Wolle, que había sido uno de los principales colaboradores de Taylor. Entre sus papeles se encontró el informe de una investigación que su jefe les había encargado a él y a su colega James Gillespie. Era la experiencia que Taylor se había atribuido como propia, no sin antes embellecerla.

Dos estudiosos de la historia económica llamados Charles Wrege y Amedo Perroni estudiaron el informe de Wolle y Gillespie y, después de cotejarlo con todas las fuentes disponibles de esa época, llegaron a la conclusión de que Taylor había tergiversado los hechos de manera alarmante. La historia que reconstruyeron Wrege y Perroni es la que sigue, y en ella Taylor se muestra mucho menos científico de lo que nos hizo creer.

En marzo de 1899, cuando la empresa estaba analizando la posibilidad de introducir el trabajo a destajo, Taylor les encargó a Wolle y Gillespie que diseñaran una experiencia modelo para evaluar la conveniencia de ese sistema en función de la productividad y la reducción de costos.

Los dos capataces formaron una cuadrilla de fornidos inmigrantes húngaros y la pusieron al mando de un obrero llamado John Haack. Les dieron la consigna de que intentaran cargar lingotes “a la máxima velocidad posible”, como si se tratara de establecer un record, pero sin aclararles para qué. Los peones cargaron dieciséis toneladas en catorce minutos, cuando el promedio por día era 12,5 (tal como dice Taylor), pero quedaron tan agotados que tardaron bastante en volver a trabajar y nunca más trataron de repetirlo.

Wolle y Gillespie se dieron por satisfechos con el resultado, y en su informe calcularon que un peón “de primera clase” podía llegar a cargar 45 toneladas diarias. De alcanzar esa meta, habría que pagarle 0,0375 de dólar por tonelada: una cifra que aun indexada a los valores actuales no era precisamente una fortuna. Si querían ganar más, tenían que aumentar la productividad.

Cuando fueron a explicárselo a los obreros se sorprendieron al encontrar que éstos querían seguir cobrando por día y no por unidad, habían entrado en estado de asamblea y amenazaban con ir a la huelga. Pero al día siguiente ya los habían echado a todos, por subversivos, vagos y retobados...

Los dos capataces formaron entonces otro equipo de holandeses e irlandeses de físico atlético y obediencia probada, y los pusieron a las órdenes del mismo capataz. Uno de ellos se llamaba Henry Noll, y sería recordado como el famoso “Schmidt”. Con incentivos salariales y metiendo bastante presión lograron alcanzar las 32 toneladas, lejos de las 47 de que se jactaba Taylor.

El record de 16 toneladas en catorce minutos jamás sería superado, a menos que a algún idiota se le ocurra hacerlo para figurar en el Guinness.

Curiosamente, unos cincuenta años más tarde, “Dieciséis toneladas” sería el título de una canción de protesta inspirada en la vida de los mineros de carbón de Kentucky, que llegó a cantar el mismísimo Elvis Presley. A la manera del mensú argentino de otra famosa canción, el minero se quejaba de que ya le debía hasta el alma a la proveeduría de la empresa. Claro que ahora, gracias al taylorismo, podía explotarse a sí mismo haciendo horas extras y endeudarse para comprar todo en cuotas.

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