› Por Rodolfo Petriz
El 28 de julio se han cumplido cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial, o la Gran Guerra, a secas, como se la denominó en aquel entonces. En sus cuatro años de duración hubo más de 9 millones de combatientes muertos, cerca de 20 millones de heridos, y un número no determinado de víctimas entre la población civil, pero que algunos historiadores cifran en 10 millones.
La enorme cantidad de muertos que provocó esta contienda fue en gran medida producto de los desarrollos científicos y tecnológicos que tuvieron lugar a fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Si bien la mayor parte de los artefactos, instrumentos y armas utilizados en la Gran Guerra habían sido inventados con anterioridad, durante los años del conflicto los países involucrados aplicaron el ingenio de sus técnicos y hombres de ciencia para optimizar con velocidad el desempeño de sus maquinarias de destrucción con un único objetivo: provocar la mayor cantidad posible de víctimas en el bando contrario.
Todos los medios de locomoción, tanto los aéreos como los terrestres y los acuáticos, se vieron afectados por el esfuerzo bélico. Así, los avances más importantes tuvieron lugar en aviones y otras máquinas voladoras, tanques y submarinos. Junto con ellos, mejoró la performance de ametralladoras, piezas de artillería y, por si esto fuera poco, también aparecieron nuevas variedades de gases tóxicos.
Cuando comenzó el enfrentamiento, los aviones ya llevaban 11 años surcando el cielo. El 17 de diciembre de 1903, los hermanos Wright lograron por primera vez en la historia volar de manera indudable, sostenida y dirigida un aparato más pesado que el aire. Desde ese momento, e incluso antes, cuando volar era sólo una meta difícil de alcanzar, se pensó en utilizar los aviones con fines militares. Tras lograr que las aeronaves vuelen centenares de kilómetros y suban a altura cercanas a los 8 mil metros, los estados mayores de los ejércitos advirtieron sus posibilidades como armas de ataque y organizaron sus propias unidades aéreas.
Durante los cuatro años de la guerra, la aviación logró progresos rápidos y espectaculares. Al principio, los aviones eran lentos y frágiles, iban desarmados y su misión se limitaba a la observación de los movimientos de los enemigos tras las líneas de combate. Para ello llevaban cámaras que posibilitaron explotar a gran escala los reconocimientos fotográficos, siendo éste, en definitiva, el mayor aporte de la aviación a lo largo de todo el conflicto.
Sin embargo, no fue el único. Tras las primeras batallas, cuando la situación se estabilizó en una guerra de trincheras, la aviación comenzó a bombardear los aeródromos, las líneas de comunicación, las tropas, las fábricas y las trincheras adversarias. Así nacieron las escuadrillas de bombardeo y, junto con ellas, los aviones de caza para contrarrestarlas. Poco tiempo después, los cazas también se usarían para acompañar a baja altura los ataques de la infantería, ametrallando a las tropas enemigas.
Los bombarderos tenían gran tamaño y capacidad de carga, y eran propulsados por dos o más motores. Entre ellos estaban los Voisin franceses, los Handley-Page ingleses, los Sikorsky rusos y los Caproni italianos.
Los cazas eran pequeños, rápidos, de gran maniobrabilidad y estaban poderosamente armados con ametralladoras. Entre ellos se destacó el Fokker D. VII, que incorporaba un sistema inventado por su fabricante, el holandés Anthony Fokker, que permitía disparar las ametralladoras entre la hélice gracias a un sistema que cortaba los disparos cuando las aspas pasaban delante.
Para 1918, los cazas ya volaban a más de 200 km/h y llegaban a los 6 mil metros de altitud. Para lograr esas prestaciones, además de incrementar la resistencia de los materiales y optimizar los aspectos aerodinámicos, los ingenieros tuvieron que desarrollar motores más poderosos. Cuando comenzó el conflicto tenían una potencia de unas pocas decenas de caballos de vapor (CV), pero en poco tiempo sobrepasaron la barrera de los 400 CV.
La Gran Guerra fue el escenario en donde por primera vez en la historia los combates también se desarrollaron en los cielos. Fueron los años de los “ases” del aire: los pilotos Fonck y Guynemer entre los franceses, el inglés Mannock, el ruso Kasakov y el más famoso de todos: el legendario Manfred von Richthofen, más conocido como el Barón Rojo, con más de 80 victorias en combates mano a mano –o ala a ala– con aviones adversarios.
Al finalizar el enfrentamiento, casi todas las naciones intervinientes habían multiplicado la cantidad de aviones que tenían al comenzarlo. Esto lo pudieron lograr gracias a la instalación de numerosas fábricas y a la optimización de los procesos de producción industrial realizada por Taylor a fines del siglo anterior. Durante la guerra, solamente en Francia se fabricaron 51 mil aparatos voladores y 48.500 en Alemania.
Probablemente Leonardo da Vinci fue el padre de los tanques, o al menos es la primera persona que desarrolló la idea y la plasmó en un plano. Sin embargo, pasaron 500 años hasta que los carros de combate cobraron realidad.
El tanque fue uno de los inventos más innovadores de la Primera Guerra Mundial y surgió como consecuencia directa del estancamiento en que había caído el enfrentamiento. El Frente Occidental se extendía desde el Mar del Norte hasta la frontera de Suiza con Francia. Eran centenares de kilómetros de trincheras fortificadas de tres metros de profundidad, resguardadas con alambre de púas y bolsas de tierra, en donde cada bando estaba separado por cientos de metros de territorio devastado por los bombardeos y sometido al fuego de las ametralladoras.
Con el objetivo de romper las líneas alemanas, el ejército británico decidió desarrollar un dispositivo que pudiera traspasar las trincheras y soportar las balas enemigas. Sus diseñadores trataron de mantener en secreto las características de los nuevos vehículos y les dijeron a los trabajadores que eran tanques de agua móviles, por eso a los carros de combate coloquialmente se los llama tanques.
El resultado fue el prototipo Little Willie, probado en 1915. Sin embargo, el primer tanque operativo fue el Mark I, propulsado con un sistema de tracción de orugas que le permitía desplazarse a 5 km/h con seis tripulantes en su interior. El bautismo de fuego lo tuvo en 1916 en la batalla del Somme, que con un millón de bajas se convirtió en una de las más cruentas de la Primera Guerra y en donde participaron 36 Mark I.
Los franceses también idearon sus propios tanques durante el conflicto. Tras desarrollar el Schneider CA1 y desecharlo rápidamente por su mal desempeño, crearon el Renault FT-17, primero en incorporar una torreta giratoria para disparar y que se convertiría así en el formato a imitar por las siguientes generaciones de tanques.
A pesar de la novedad que supuso su uso en el teatro de operaciones, desde el punto de vista bélico los tanques fueron un logro tecnológico limitado, ya que por razones estratégicas no fueron aprovechados en todo su potencial durante los combates de la Gran Guerra.
Al igual que los aviones, los submarinos incorporaron notables avances tecnológicos durante los años de la guerra.
Los primeros dispositivos sumergibles del que se tenga registro fidedigno datan del siglo XVII, pero recién a fines del siglo XIX aparecieron los primeros submarinos, en donde los remos u otra forma de tracción humana fueron reemplazados por un motor interno. En 1864 se botó en Barcelona el Ictíneo II, con propulsión a vapor, y en 1888 entró al agua en Cádiz el Peral, submarino diseñado por el español Isaac Peral, equipado con motores eléctricos.
Sin embargo, para muchos el padre del submarino moderno fue el irlandés John Holland, quien creó el sistema de propulsión que se impondría al menos hasta la aparición de los submarinos nucleares. En 1895, Holland diseñó un modelo que tenía dos motores: uno diesel para la superficie y otro eléctrico para la inmersión, alimentado por baterías que se recargaban, mientras el motor diesel estaba en operaciones.
Para neutralizar la superioridad naval británica, los germanos se pusieron a la cabeza en el de-sarrollo de los submarinos durante la Gran Guerra. Los navíos resultantes sobrepasaron rápidamente las prestaciones previas a 1914. Los U-Boote, como los llamaron los alemanes, podían alejarse a grandes distancias de la costa, sumergirse a 80 metros de profundidad y alcanzar una velocidad de 15 km/h en inmersión y 30 km/h en superficie. Estas características técnicas, junto a la implementación de nuevas tácticas navales y el perfeccionamiento de los torpedos, a los que dotaron con una turbina propulsada con aire comprimido o gas caliente, los convirtieron en formidables máquinas de guerra.
Los submarinos alemanes hundieron más de 6500 buques aliados, tanto embarcaciones de guerra como naves mercantes destinadas al suministro de las fuerzas aliadas. Gracias a ello, Alemania estuvo cerca de decantar la guerra a su favor. Sin embargo, la mortífera actuación en el Atlántico de los U-Boote, y en particular el hundimiento del transatlántico británico Lusitania, decidió a un reacio EE.UU. a ingresar en la guerra, país que gracias a su enorme capacidad de producción industrial inclinó la balanza a favor de los aliados.
El artículo 23 de la Convención de La Haya de 1899, relativa a las leyes y costumbres de la guerra terrestre, prohíbe el empleo de veneno o armas envenenadas. Pero como suele ser costumbre cuando las hostilidades comienzan, incluso entre las naciones más “avanzadas” del planeta, los convenios rubricados se convierten en letra muerta.
Algunas fuentes sostienen que los primeros transgresores de la Convención de La Haya fueron los franceses, otras que esa iniquidad les correspondió a los alemanes. Lo cierto es que ya en agosto de 1914 comenzaron a lanzarse mutuamente granadas con gas lacrimógeno, sustancia que no es letal, pero que, como sabe toda persona que haya sido reprimida por la policía en alguna manifestación, provoca irritación en los ojos.
El primer agente químico mortífero usado en la Gran Guerra fue el cloro, que antes de fines de 1915 ya había sido generosamente esparcido por ambos bandos. Para ser efectivo, el cloro gaseoso debe saturar el ambiente en forma de nube tóxica, por ello reconocidos químicos de ambos bandos se dedicaron a optimizar la forma de esparcir los gases en el ambiente, lo cual suponía un reto tecnológico importante. Junto con ello, los científicos también se preocuparon por elaborar agentes más letales.
Por el lado alemán, la colaboración más importante fue la de Fritz Haber, que ganaría el Premio Nobel de Química en 1918 por el desa-rrollo de la síntesis catalítica del amoníaco. Los aliados tenían de su lado al francés Victor Grignard, Premio Nobel de Química en 1912 por sus estudios sobre los alcoholes.
Como el cloro gaseoso presentaba algunas deficiencias como arma ya que, además de producir una nube verdosa muy visible y despedir un fuerte olor, era relativamente sencillo para los soldados evitar sus efectos, los químicos buscaron con denuedo un reemplazo. A Grignard se le atribuye la introducción del fosgeno, un agente más letal que el cloro y que cuenta con la ventaja de ser invisible. A Haber se le atribuye la idea de mezclar el fosgeno con cloro, lo cual mejoraba su diseminación en el ambiente.
La última innovación gaseosa fue el gas mostaza, el más efectivo y quizás el más famoso de los agentes utilizados en la Gran Guerra. Si bien no es letal en bajas dosis, el gas mostaza provoca ampollas en la piel y en las membranas mucosas que pueden ocasionar la muerte por asfixia. Como es más pesado que el aire, el gas mostaza disparado en proyectiles se posa sobre el suelo en forma líquida y se evapora lentamente. Por ello se lo utilizaba para incapacitar a las tropas enemigas y contaminar el campo de batalla por períodos prolongados.
Aunque los gases tóxicos no jugaron un papel decisivo durante la guerra, se calcula que lesionaron a un millón de combatientes y provocaron 100 mil muertos. A partir de 1916, los soldados comenzaron a usar las primeras máscaras antigases, básicamente barbijos de tela embebidos con amoníaco. Las siguientes generaciones de máscaras cubrían íntegramente la cara, llevaban protecciones para los ojos e incorporaban filtros de carbón que se cargaban en mochilas.
Este fue un pequeño repaso de algunos de los dispositivos que mayor desarrollo tuvieron durante la Primera Guerra Mundial, pero no fueron los únicos. Zeppelines, sistemas de comunicación, obuses, ametralladoras y tantas otras tecnologías incrementaron su rendimiento y efectividad. Paralelamente, corporaciones fabriles y grupos empresarios ligados a la fabricación de material bélico obtuvieron grandes beneficios y sentaron así las bases de su posterior crecimiento durante el siglo XX.
El sueño de la razón produce monstruos tituló proféticamente Goya a uno de sus grabados más famosos, perteneciente a la serie Los caprichos, del año 1799. Ciento quince años más tarde, la razón moderna, tras varios siglos de desarrollos filosóficos, artísticos, científicos y técnicos, dejaba a un costado los sueños de progreso ininterrumpido de la civilización humana y se aplicaba al exterminio en gran escala.
La Gran Guerra fue el preámbulo tecnológico de lo que llegaría décadas más tarde con la Segunda Guerra Mundial: campos de exterminio cuidadosamente racionalizados para hacerlos más eficientes, armas atómicas y más de 60 millones de muertos. La apoteosis de una razón meramente instrumental puesta al servicio de la destrucción humana.
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