Sáb 01.03.2003
futuro

EL UBICUO OJO DE HORUS

La escritura de la Esfinge

› Por Pablo Capanna

Los alumnos se fatigaban en silencio ante un tema de examen, sin perder de vista el reloj. Pero del lado opuesto el tiempo pasaba tan lentamente que me distraje escuchando a dos profesoras en plena charla.
–¡Los egipcios ya conocían el Ojo de Horus! –reveló la más madura, sin conmover demasiado a la otra. En ese momento se dio cuenta de que la había oído, y me lanzó una mirada conmiserativa.
No me pude enterar de cómo seguía la historia sin exponerme a quedar como indiscreto, pero me impresionó la conclusión a que había llegado la colega, con varios posgrados en su haber.
En efecto, lo que estaba diciendo era rigurosamente cierto, como que Horus era un dios egipcio, y los egipcios lo representaban como el ojo de un halcón. También podría afirmarse con certeza que los guaraníes ya conocían el mate y que los niños romanos hablaban con fluidez el latín.
Ocurre que el Ojo de Horus ocupa un lugar de privilegio en los billetes de un dólar, una de las estampitas más apreciadas por los argentinos.
¿Qué hace el Ojo de Horus en los dólares? Se sabe que ha sido visto en logias masónicas, iglesias cristianas y hasta en las historietas. El Ojo es esa Mirada divina que no lo dejaba ser libre a Sartre. El Ojo sin párpado distingue a los estandartes del Mal, en la epopeya de Tolkien. Es ese Ojo en el Cielo que soñó Philip K. Dick, que podría ser la versión bizarra de Sartre. Por supuesto, no podía faltar en algunas historias de los Hombres de Negro.
Antes de que la ubicuidad del símbolo nos haga caer en la paranoia y las teorías conspirativas, nada mejor que recurrir al antídoto de la Historia.
El ojo del amo
Cualquiera que haya visto un dólar (aunque sea por televisión) recordará esa figura de una pirámide trunca, coronada por un ojo envuelto en rayos, que nos mira sin pestañear desde el reverso del billete. ¿Es el ojo del FMI que nos monitorea? ¿Acaso es el ojo del Amo, que enflaquece al ganado? Según la versión oficial que ofrece el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, la pirámide trunca significa que el gobierno del pueblo está aún en construcción, la aurora es la Unión y el ojo simboliza a su espónsor, la Divinidad.
De hecho, los fundadores de los Estados Unidos, incluyendo a George Washington, eran masones de estricta observancia. La pirámide es obviamente egipcia, y el ojo representa al Gran Arquitecto del Universo.
En realidad, esta figura, tomada de la iconografía masónica, había sido vista por primera vez en un tratado sobre los jeroglíficos que escribió hacia el siglo IV un griego que firmaba “Horapollo”. Allí se decía que el ojo del halcón (o del águila) simboliza la divinidad (Horus) y que los rayos del sol indican su capacidad de verlo todo. El ojo de Horus, inserto en un triángulo (un símbolo cristiano de la Trinidad) dio como resultado el emblema del Gran Arquitecto al que rinden culto los masones.

Signos arcanos
Durante casi dos mil años, desde fines del imperio romano hasta Napoleón, no hubo nadie que estuviera en condiciones de leer la escritura jeroglífica, que había caído en desuso con el ocaso del sacerdocio egipcio. Con el andar del tiempo esta ignorancia engendró toda una leyenda de los jeroglíficos, que fue alimentada por escritores griegos y romanos, heredada por los primeros teólogos cristianos y consagrada por los esoteristas.
A semejanza de otras escrituras antiguas, el lenguaje jeroglífico (los “grabados sagrados”, en griego) era una mezcla de ideogramas, que representaban cosas o conceptos, con signos que indicaban sonidos.
La figura de un sol, por ejemplo, podía significar tanto “sol” como “luz”. Pero también representaba el sonido “sol”, de modo que se podía combinar con los signos fonéticos cuando alguien quería escribir algo así como “sol-edad”. En esta mezcla de lo analógico con lo digital se combinaban sonidos con representaciones gráficas, más algunos signos adicionales que indicaban cómo había que leerlos: el dibujo de un rollo de papiro al final señalaba que la palabra tenía un sentido abstracto, otro signo indicaba el género de la persona de quien se hablaba, y un recuadro de bordes redondeados señalaba que se trataba de un nombre propio.
Esto no es tan extraño, si tenemos presentes a esos comerciantes de barrio que aún hoy escriben cosas como “5mentario”, “inter1/2”, “P.B.T” o “integra2” para llamar la atención de los clientes.
La escritura jeroglífica fue usada para las inscripciones “hieráticas”, es decir para los textos sagrados, de la misma manera que se usó el sánscrito en la liturgia budista o el latín en la católica. Pero cuando ya no hubo sacerdotes egipcios que supieran descifrarla, se extinguió, y se empezó a pensar que los signos eran símbolos esotéricos. O peor aún, poderosos amuletos, como esos logos que hoy constituyen el principal valor agregado de algunos productos.

Mensajes cifrados
Ninguno de los viajeros, historiadores y filósofos griegos, desde Heródoto y Platón hasta Plutarco, Jámblico y Diodoro estaba en condiciones de leer los jeroglíficos, pero todos contribuyeron a crear la leyenda de su significado oculto. Los griegos clásicos, como Platón, veneraban al Egipto por su antigüedad. Entonces se pensaba que cuanto más cercano a la Edad de Oro fuera un saber más verdadero debía ser, y no se conocía nada más antiguo que los egipcios. Tanto conservadores como innovadores solían buscar apoyo para sus doctrinas en Egipto. De hecho, es bastante común que cuando uno se pelea con los padres, comience a creer que los abuelos eran mucho más sabios.
En épocas posteriores, con el helenismo y la romanización, surgió incluso la moda de atribuir toda la sabiduría “reciente” a los antiguos, fueran egipcios o hebreos. Hacia el siglo II de la era cristiana, escribas no identificados compusieron una colección de tratados donde mezclaban la filosofía griega con elementos cristianos y orientales. Se los atribuyeron a un sabio egipcio imaginario, llamado Hermes Trismegisto. “Trismegisto” significaba “tres veces grande”, y Hermes era el dios griego que equivale al egipcio Toth. Platón y Aristóteles se habían copiado de Moisés, y Moisés de Hermes.
Desde esa época hasta la de Newton, nadie puso en duda a Hermes y a sus poderosos símbolos, los jeroglíficos. El cristiano Clemente de Alejandría (siglo II) contaba cómo los egipcios llevan en procesión los papiros de Hermes. El pagano Jámblico (siglo IV) aseguraba que los tratados eran nada menos que 36.525, y que en ellos Pitágoras había aprendido los rudimentos de la geometría. Se impuso la creencia de que la filosofía y la ciencia griegas eran simples plagios o vulgarizaciones del saber egipcio.
En tantos siglos, el único que al parecer entendió algo de los jeroglíficos fue Cheremon, un escriba egipcio del siglo I, probablemente porque había aprendido a leerlos con los últimos sacerdotes. Todos los demás hicieron gala de más imaginación que conocimiento. El más respetado fue aquel “Horapollo” ya nombrado (Horus + Apolo). Si bien contaba con alguna información válida, la completó con abundante fantasía.
En la antigüedad, la mayoría de los autores apelaron a los jeroglíficos, que interpretaban como símbolos, para llevar agua a su molino; con ellos trataban de demostrar que los egipcios eran los precursores del neoplatonismo y el gnosticismo. Jámblico aseguraba que “el profeta Bytis” los había recibido del gran Hermes, “traduciéndolos” al egipcio para el rey Amón. Según un tratado hermético, el propio Hermes le había pedido a Amón que no los tradujera al griego, porque el idioma de los helenos era mera palabrería y los jeroglíficos eran “símbolos llenos de acción”.
De este modo, los grecorromanos llegaron a interpretaciones realmente fantásticas. Plutarco proponía leer la secuencia de signos “niño - anciano - águila - pez - hipopótamo” por “los que habéis nacido vais a morir, el dios odia la desvergüenza”...
A los griegos los fascinaba el hecho de que Egipto tuviese un clero estable y textos sagrados. El misterio de los signos también dio pie a la creencia de que su religión era un culto iniciático en el curso del cual se le revelaba sólo al adepto el sentido oculto de las escrituras.
La religión egipcia no tenía nada de eso y los únicos cultos iniciáticos que se practicaron en tierras del Nilo fueron el orfismo y los misterios de Eleusis, que la propia colectividad griega había importado con la fundación de Alejandría.
Los escritores grecorromanos embellecieron la leyenda. Así, el protagonista de la novela El asno de oro de Apuleyo era iniciado en Egipto según un ritual bastante ecléctico, y en el momento culminante le mostraban libros escritos con “caracteres indescifrables”.
Mil años más tarde, el Renacimiento italiano volvió a poner de moda a Hermes y los jeroglíficos, relacionándolos ahora con la Cábala y los símbolos mnemotécnicos inventados por Raimundo Lulio.
Un jesuita contemporáneo de Newton que simpatizaba con el hermetismo consolidó la leyenda con otro tratado que tituló El Edipo egipcio (1652). Se trataba del filósofo Atanasio Kircher, autor de novelas sobre viajes a los planetas y al centro de la Tierra. Kircher viajó a Egipto y estudió las inscripciones de los obeliscos de Heliópolis, convencido de que encerraban claves ocultas. Proclamó que los signos habían sido instituidos por Hermes, “que había esculpido en piedras indestructibles su pensamiento” y al final del libro puso un jeroglífico que imponía guardar silencio y ocultar la doctrina.
Alarmado por estas divagaciones, el protestante Isaac Casaubon, un humanista suizo, refutó a Kircher en 1614 demostrando que los textos de Hermes eran un ingenioso fraude que se remontaba a los primeros siglos de la era cristiana. Lo cual no impidió que rosacruces y masones siguieran creyendo en ellos y buscando significados ocultos en los jeroglíficos.

Los misterios egipcios
Todas estas fantasías desembocaron en una novela francesa del siglo XVIII que, como auténtico best seller de su tiempo, fue traducido al inglés, al alemán y al italiano y acabó por influir decisivamente en la formación del ritual masónico. En 1731 el abbé Jean Terrasson (1670-1750), profesor del Collège de France, escribió Sethos, una historia o biografía basada en Memorias inéditas del Antiguo Egipto. Era algo parecido a lo que luego se llamaría “novela de formación”, una suerte de estudiantina egipcia, arbitrariamente ambientada en un tiempo anterior a la guerra deTroya. Terrasson era profesor de griego, conocía muy bien a los clásicos y había traducido al historiador Diodoro Sículo.
Como es habitual, Terrasson simulaba que su novela era la traducción de un antiguo manuscrito que había llegado a sus manos. En cuanto a Sethos, era un egipcio del siglo XIII a. C., una especie de Harry Potter de la Edad de Hierro que estudiaba magia y ciencia en la fabulosa Universidad de Menfis, fundada cuando los griegos aún estaban saliendo del Neolítico.
Terrasson inventó un Egipto europeizado, ajustado a los deseos de sus lectores. Su universidad se parecía al Museo de Alejandría, que había sido fundado por los griegos mil años más tarde y a la Nueva Atlántida de Bacon, la utopía que había inspirado a los fundadores de la Royal Society. El campus de la Universidad de Menfis había sido edificado en tiempos inmemoriales por Hermes Trismegisto, usando el poder mágico de los jeroglíficos. Como algunas universidades privadas argentinas, sólo educaba a los hijos de los aristócratas. Tenía zoológico y jardín botánico, laboratorios químicos, un observatorio astronómico y un centro de cálculo donde trabajaban 400 sacerdotes. También había máquinas agrícolas, ascensores hidráulicos y una enorme biblioteca jeroglífica vedada a los no iniciados. En Menfis, los egipcios habían desarrollado con siglos de anticipación toda la filosofía griega, desde la hipótesis atómica hasta el teorema de Tales.
Las andanzas de Sethos, que en los subterráneos de Menfis lograba sortear difíciles pruebas iniciáticas hasta alcanzar la sabiduría, inspiraron a la masonería especulativa, que entonces estaba codificando su ritual, y pueden verse ilustrados tanto en la literatura masónica como en la ópera La flauta mágica de Mozart, que transcurre en Egipto. La paradoja es que ahora resulta que la veneración de los masones por Egipto y sus ritos iniciáticos fueron inspirados por un cura, lo cual no agradará ni a curas ni a masones.

Una piedra en el camino
Como es sabido, todas estas fantasías se esfumaron a comienzos del siglo XIX como una burbuja financiera. En 1798, un soldado napoleónico que andaba en las ruinas del fuerte Saint Julien, cerca de Rosetta, encontró una piedra de regular tamaño que tenía tres inscripciones: una docena de líneas de jeroglíficos (la parte superior se había quebrado), una inscripción en escritura demótica (simplificada) y una tercera en griego.
En 1801 los ingleses se llevaron la piedra al Museo Británico como botín de guerra y nunca más la devolvieron, ni a Francia ni a Egipto. La piedra Rosetta era la clave de los jeroglíficos. Sólo se trataba de encontrar una correspondencia entre las dos escrituras antiguas y la inscripción griega del año 195 a.C., que rezaba: “decreto de los sacerdotes de Menfis, otorgando honores divinos a Tolomeo Epifanes V”. La hipótesis era que las tres decían lo mismo.
Se hizo circular entre los estudiosos una litografía que reproducía fielmente los caracteres y muchos se pusieron a resolver el enigma. El primero fue el físico T. Young, conocido por su contribución a la teoría ondulatoria de la luz, quien descubrió que el jeroglífico del nombre “Tolomeo” tenía valor fonético. Por último, el francés Champollion, que generalizó el concepto a toda la escritura en 1822, tras compararla con la lengua copta, que derivaba de la egipcia. Así fue como estableció que los jeroglíficos eran un protoalfabeto que mezclaba ideogramas y fonogramas.
El misterio se había desvanecido. Los jeroglíficos narraban mitos y establecían prescripciones religiosas y morales, pero también servían para los edictos, las crónicas o las recetas de cocina. Salvo las dificultades de lectura, no había nada demasiado extraño en ellos. Pero el macaneo no se rindió, y en los años que siguieron surgieron nuevos mitos en torno a las medidas de las pirámides y sus supuestas predicciones.
Para entonces, la frontera del misterio se había corrido a la India, un vez que se comenzaron a traducir los textos sánscritos. Ahora no era necesario fantasear: bastaba confiar en el trabajo científico de los filólogos. Pero pronto, gracias a sus desmesuradas cosmologías y a su espiritualismo, la India pasó a ser la nueva patria del saber olvidado, por más que los textos mostraran que los hindúes se habían enfrentado con los mismos problemas científicos y filosóficos que los europeos.
Todavía faltaba mitificar a China, un proceso mucho más reciente que creció especialmente a partir de la segunda guerra mundial. Hoy el Oriente fabulado y mitificado nos inunda de té verde, acupuntura, yoga e I Ching, mientras que chinos e indios se ocupan de electrónica y comunicaciones.
Se diría que no hay que ir tan lejos en busca de enigmas. Los hay en todas partes, especialmente en la ciencia.

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