Sáb 10.05.2003
futuro

Secretos de una luna gigante

Desde su descubrimiento en 1655, el mayor satélite de Saturno se ha convertido en uno de los objetos más intrigantes del Sistema Solar. No sólo porque es muy grande (aún más que Mercurio), sino también porque está envuelto por una espesa atmósfera, un rasgo inédito entre las más de 120 lunas conocidas de nuestro barrio planetario. Los astrónomos han espiado a través de ella y pispearon tanto nubes como lluvias y, en la superficie, grandes masas de hielo y misteriosos parches oscuros. Y algo más: una compleja química orgánica que alienta chances de que alguna vez aparezca vida. Mientras tanto, una nave espacial ya está muy cerca de Titán, y aterrizará allí a principios de 2005. Todo esto en la presente edición de Futuro.

› Por Mariano Ribas


A 1500 millones de kilómetros del Sol, existe un lugar misterioso y extraordinario. Un mundo de tinieblas, envuelto en eternas brumas anaranjadas, donde un Sol lejano y empequeñecido apenas se filtra, salvando de la oscuridad total a un paisaje helado. Descomunales masas de hielo se alternan con profundos lagos de metano líquido y pegajosos pantanos negros, formados por compuestos orgánicos que constantemente caen del cielo. También hay nubes y lluvias. Y por si todo esto fuera poco, allí también late tímidamente una lejana promesa de vida en el futuro remoto: así es Titán, la luna más grande de Saturno. O al menos, esa es la imagen que los astrónomos han ido delineando en tiempos recientes, y muy especialmente a partir de 1980, cuando la sonda espacial Voyager I se acercó por primera vez (y hasta ahora, única) a este satélite de escala planetaria.
Desde entonces, los mejores telescopios de la Tierra siguieron ocupándose de Titán, y durante los últimos años han obtenido resultados sorprendentes. De todos modos, son tanteos a la distancia, meritorios, pero entorpecidos por esa atmósfera gruesa y opaca que distingue a esta luna de cualquier otra. Y para saber exactamente cómo es, hay que cruzar esa barrera: ahora mismo, una sonda espacial de primera línea –lanzada en 1997– está viajando hacia allí a 20 mil kilómetros por hora. Arribará a Saturno a mediados del año próximo. Y poco más tarde enviará un vehículo de descenso hasta la propia superficie de Titán. Después de tres siglos y medio, su velo por fin caerá.

El mundo de Huygens
Tres siglos y medio..., ese es el tiempo que ha pasado desde que Titán se dio a conocer. Todo comenzó en marzo de 1655, cuando Christiaan Huygens, el gran astrónomo y óptico holandés, estrenó su nuevo telescopio a lo grande: apuntó a Saturno, y descubrió su fabuloso sistema de anillos. Y no muy lejos, un puntito de luz. Inmediatamente, Huygens se dio cuenta de que ese objeto –de color ligeramente anaranjado– giraba alrededor del planeta en algo más de dos semanas. Y lo bautizó Titán (porque en la mitología, Saturno encabezaba un grupo de dioses llamados titanes). Con el correr de los años, se comprobó que Titán debía ser bastante grande (se sospechaba que, quizá, tanto o más que nuestra propia Luna), porque, a pesar de su aspecto diminuto en los telescopios, era relativamente brillante teniendo en cuenta las grandes distancias (1500 millones de kilómetros de la Tierra). Pero el identikit llegaba apenas hasta aquí.
Las cosas comenzaron a cambiar recién en el siglo XX, con la aparición de instrumentos cada vez más grandes y mejores, capaces de convertir aquel puntito de luz en un pequeño disco. Y uno de los hitos observacionales ocurrió en 1944, cuando, curiosamente, un compatriota de Huygens, Gerard Kuiper, descubrió mediante espectroscopía que Titán tenía una atmósfera. Y hasta detectó en ella la presencia de metano (CH4). Era realmente notable, porque hasta entonces no se conocía ningún satélite con semejante rasgo. Ya en los años ‘70 astrónomos como el francés Auduin Dollfus (del Observatorio Pic du Midi, en los Pirineos franceses) creyeron ver unos parchecitos blancos apenas discernibles en el disco de Titán, y los atribuyeron a nubes de cristales de metano. Y, como se verá, no estaban equivocados.

La visita de la Voyager I
El interés por Titán creció y creció. Tan es así que la NASA lo designó “objetivo de alta prioridad” para la nave Voyager I, que llegó a Saturno a fines de 1980. Sin embargo, el fugaz sobrevuelo de la sonda por encima de Titán –a mediados de noviembre de aquel año– tuvo un alto costo: al tomar esa trayectoria, la Voyager I perdió la posibilidad de seguir viaje hasta Urano, cosa que sí logró su compañera, la Voyager II. Pero ese sacrificio valió la pena.
Al principio, el encuentro entre la sonda y Titán pareció un fiasco: la atmósfera no sólo impedía ver la superficie, sino que también carecía de detalles. Tan es así que uno de los controladores de la misión dijo que Titán parecía una “borrosa pelota de tenis sin costuras”. De todos modos, fue sólo la primera impresión, porque los instrumentos de la nave sacaron provecho del paseo y vieron cosas que sus cámaras no podían ver: por empezar, los espectrómetros infrarrojos y ultravioletas confirmaron que cerca del 90% de la atmósfera de Titán es nitrógeno, seguido por el metano, y en menor medida otros hidrocarburos, como el monóxido de carbono y el cianuro. Y este no es un detalle menor: sacando la Tierra, es el único integrante del Sistema Solar que tiene una atmósfera gruesa rica en nitrógeno.
Además, y mediante un ingenioso experimento de radio, la nave determinó con exactitud el tamaño del satélite: 5150 kilómetros. Muchísimo. De hecho, con esas dimensiones, Titán ocupa el segundo lugar en el lote de lunas del Sistema Solar, sólo superada, y apenas, por Ganímedes, la mayor escolta de Júpiter (que mide unos 5250 kilómetros). Eso quiere decir que Titán es más grande que dos planetas: Mercurio (4880 km) y Plutón (2300 km). Por otra parte, ese mismo experimento sirvió para medir la densidad de la atmósfera (10 veces más que la terrestre), y su temperatura superficial: 175 grados bajo cero. Mucha y buena información.

Atmosfera y compuestos organicos
La Voyager I confirmó que Titán es la única luna del Sistema Solar con una atmósfera gruesa. Y eso no ha cambiado (aunque se han encontrado mantos de gas apreciables en torno a los satélites jovianos Europa y Ganímedes, y en Tritón, la mayor luna de Neptuno). Y esa atmósfera parece ser un fenomenal laboratorio natural: distintos estudios indican que, continuamente, la radiación solar rompe las moléculas de metano, y sus átomos se recombinan formando moléculas de hidrocarburos más y más complejas que, llegado cierto punto, constituyen partículas que caen sobre Titán, formando una suerte de lodo orgánico espeso que cubriría buena parte del suelo. Y son precisamente todos esos compuestos orgánicos los principales responsables del color anaranjado de la atmósfera. Es más, se sospecha que el metano de Titán jugaría un papel similar al del agua en la Tierra, estando presente –según las variaciones de temperatura– en estado gaseoso, líquido (lluvias) y sólido (hielo en la superficie). Todas estas suposiciones se han visto fortalecidas durante la última década gracias a toda una nueva estrategia observacional: supertelescopios observando a Titán en ciertas y muy específicas longitudes de onda.

Nubes, lluvias y hielo
Así es: para estudiar ciertas características de la atmósfera y, especialmente la superficie de esta luna fuera de serie, los astrónomos han comenzado a usar ciertas “ventanas de luz” infrarrojas. Y uno de los primeros intentos en este campo tuvo por protagonista al Telescopio Espacial Hubble, que en 1994 detectó la presencia de grandes nubes blanquecinas, formadas por cristales de hielo de metano. La novedad fue recibida con cierto escepticismo, especialmente porque cuando la Voyager I había estado allí, no había detectado nada de eso, sino un manto calmo, parejo y sin detalles. Para peor, unos años más tarde esas nubes se observaron nuevamente, y además hasta parecían variar en tamaño y posición.
Lo cierto es que Titán efectivamente tiene nubes de metano, y hasta lluvias, tal como acaba de confirmar recientemente un par de grupos de astrónomos que trabaja con dos de los telescopios más grandes del mundo: el Keck II (de 10 metros de diámetro) y el Gemini Norte (de 8 metros), ambos instalados en la cima del volcán Mauna Kea, en Hawai. Los equipos de Michael Brown (Instituto de Tecnología de California) y Henry Roe (Universidad de California) observaron la formación y desaparición de gigantescas nubes que flotan a unos 20 kilómetros de altura y que, como se sospechaba, forman parte del ciclo del metano en Titán. “Son nubes que cambian en cuestión de horas, aunque algunas duran unos días –dice Roe– y esas variaciones nos sugieren que podrían dar lugar a precipitaciones de metano líquido sobre la superficie.” A su modo, son las primeras lluvias detectadas fuera de la Tierra. Y esas lluvias podrían formar lagos que, de tanto en tanto, podrían congelarse y descongelarse.
Y hay mucho más: el agua también abunda en Titán, aunque, claro, en forma de hielo. Con técnicas similares a las de Brown y Roe, la norteamericana Caitlin Griffith (Universidad de Arizona) y sus colegas detectaron las huellas espectrales del agua en la mismísima superficie. Al parecer, habría gigantescas extensiones de hielo de agua, quizá de proporciones continentales, alternadas con las llanuras de materia orgánica (tal como sugieren las zonas claras y oscuras que revelan las observaciones infrarrojas).

¿Y la vida?
Fuera de la Tierra, poquísimos lugares en el Sistema Solar ofrecen un marco razonable para la vida. Uno de ellos es –o fue– el subsuelo de Marte. Otro es el enorme océano de agua líquida que se escondería debajo de la corteza helada de Europa, una de las grandes lunas de Júpiter. Y el tercero, aunque improbable, es Titán. “La abundancia de materia orgánica, combinada con la luz solar, y quizá también hasta puntos volcánicos calientes en la superficie, hacen que sea difícil eliminar la posibilidad de vida en Titán”, decía el gran Carl Sagan en su clásico Cosmos. Y agregaba: “Es simplemente algo posible, pero no lo sabremos hasta que aterricen vehículos espaciales con instrumentos en su superficie”. Y eso, como ya veremos, ocurrirá pronto. De todos modos, todo indica que el escenario actual es muy difícil, especialmente porque la temperatura del satélite es de 180 grados bajo cero. Por lo tanto, obviamente, el agua está supercongelada y en consecuencia no puede interactuar con los compuestos de carbono.

Vida futura
Pero no estaría todo perdido: “No estamos hablando de vida, sino más bien de los primeros pasos químicos hacia la vida”, dijo, en su momento, Tobias Owen, una de las cabezas de las misiones Voyager. Primeros pasos, sólo primeros pasos: muchos expertos dicen que las actuales condiciones de la atmósfera de Titán –con su revoltijo de grandes cadenas moleculares orgánicas cayendo hacia la superficie– serían bastantes similares a lasde la Tierra primitiva. Salvo por el frío extremo, claro. ¿Pero qué ocurriría si, por alguna razón, la luna de Saturno se calentara? Alguna vez, eso ocurrirá: dentro de 6 mil millones de años, el Sol comenzará una lenta y fatal metamorfosis que lo convertirá en una gigante bola roja, hinchándose tanto que sus bordes rozarán la órbita de la Tierra (no hace falta decir la suerte que les espera a Mercurio, Venus y a nuestro propio planeta). Entonces, y sólo entonces, Titán se convertirá en un lugar pasablemente cálido durante unos cuantos millones de años. Su hielo se derretirá, y esa agua podrá combinarse con la pasta orgánica, creando un espeso caldo tibio. Materia prima para la vida. Quién sabe: tal vez, y paradójicamente, cuando la vida en la Tierra (y la Tierra misma) sea un recuerdo, Titán se convierta en el hospitalario hogar de nuevos y rudimentarios microorganismos.

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