Sáb 13.09.2003
futuro

Informe Penicilina

En septiembre de 1928, el médico escocés Alexander Fleming descubrió por casualidad la penicilina que revolucionó el tratamiento de infecciones, salvó millones de vidas y cambió para siempre la cara de la medicina (y del mundo). Fue el primer antibiótico y uno de los ha-llazgos más extraordinarios del siglo XX. En esta edición de Futuro, la historia del milagroso remedio que engrosó las arcas de la industria farmacéutica pero sobre todo, y más importante, aumentó la esperanza de vida de los seres humanos. Desde entonces, todo fue distinto.

Por Alicia Marconi

Lejos de las aburridas y poco memorables formas en que habitualmente se celebran los aniversarios, la Real Sociedad de Química de Inglaterra ha decidido recordar los 75 años del descubrimiento de la penicilina, que se cumplió el 3 de septiembre último, con un concurso realmente original: los participantes debían enviar una fotografía de una taza sucia, en la que el jurado pueda advertir con claridad la presencia de moho.
La leyenda cuenta que Sir Alexander Fleming, por aquel entonces profesor de bacteriología del St. Mary’s Hospital, de Londres, descubrió la penicilina al volver a su laboratorio tras un mes de vacaciones y encontrar sus cultivos de la bacteria Staphylococcus aureus atacados por un hongo, que luego sería catalogado como Penicillium notatum. Fleming notó con sorpresa que en los rincones de los recipientes donde crecían los hongos las bacterias brillaban por su ausencia.
“La competición es una manera de demostrar que, a veces, la suerte y la coincidencia también forman parte de la ciencia”, dijo el portavoz de la Real Sociedad de Química, James McNish, quien agregó: “La penicilina es un raro ejemplo del progreso a través del desorden”.
Desorden, puede ser ... pero coincidencia, no tanto. La historia de la penicilina, la primera sustancia que demostró ser capaz de mantener a raya a las bacterias dentro del organismo humano, es en todo caso un buen ejemplo de que “la suerte y la coincidencia” no bastan para motorizar el conocimiento humano, pues de nada sirven si quien se topa con ellas no es capaz de interpretarlas en el sentido que les imprimen los objetivos de su investigación.
No es cuestión de restarle mérito a Fleming, sino todo lo contrario, pero no fue él el primero en darse cuenta que donde abundan los hongos escasean las bacterias. Ya en 1871 el cirujano inglés Joseph Lister notó que el moho que crece sobre los quesos y las frutas debilita el desarrollo de los microbios. Y Lister no fue el único: otros científicos, como William Roberts, Louis Pasteur, Jules Francois Joubert, Andre Gratia y Sara Dath, también tomaron nota de esta relación mucho antes que Fleming.
Claro que quien pasó a la historia como el padre de la penicilina fue Fleming; por eso también lo nombraron caballero y le dieron nada menos que un merecido Premio Nobel de Fisiología y Medicina (este último junto con otros dos personajes que luego nombraremos). ¿Pero por qué este hijo de un granjero, nacido en Ayrshire, Escocia, fue quien dio el puntapié inicial al desarrollo de uno de los inventos más relevantes del siglo XX?
Sencillamente, porque Fleming estaba buscando una cura para las infecciones, y no otra cosa. Por eso no habría de dejar pasar ese golpe de “suerte”. Entremos en detalle...

Un descubrimiento a punto de ser limpiado
Para 1928, año en que habría de encontrarse con su material de trabajo cubierto de moho, Fleming llevaba un buen rato buscando una cura para las infecciones que por aquel entonces eran simplemente incurables, mortales en la mayoría de los casos. Seis años antes, este investigador escocés había observado la presencia de ciertas sustancias químicas en las lágrimas y otras excreciones humanas –a las que llamó lisozomas– capaces de destruir algunos tipos de bacterias.
Al poco tiempo, Fleming cayó en la cuenta de que los lisozomas no eran el agente antibacterial que estaba buscando, y dirigió sus estudios hacia otros horizontes. Así llegó el año 1928 y, en septiembre, el día quepasaría a la historia. Claro que poco faltó para el descubrimiento de la penicilina se pospusiera quién sabe por cuánto tiempo. Cuenta la leyenda que cuando Fleming retornó a su laboratorio después de un mes de vacaciones y vio sus cápsulas de Petri llenas de moho, ¡no tuvo mejor idea que ponerse a limpiarlas!
Dicen que fue un ex miembro de su laboratorio, ese día de visita, quien tomó los hoy famosos cultivos de Staphylococcus aureus que aún no habían sido limpiados y se los mostró al mismo Fleming, quien recién entonces observó cómo el moho espantaba a las bacterias. Acto seguido, se abocó a la tarea de aislar el compuesto, que habría de llamar penicilina. Pero como Fleming no era un experto en micología creyó estar ante otra variante del hongo, el Penicillium rubra.
Posteriormente, Charles Thom, una autoridad en micología, habría de identificar correctamente los hongos de Fleming: Penicillium notatum. El profesor de bacteriología del St. Mary’s Hospital publicó sus hallazgos y se embarcó entonces en un intento por llevarlos a la clínica, es decir al tratamiento de las infecciones. No fue fácil, y de hecho no fue Fleming quien lo logró, pues no encontró la forma de producir una cantidad suficiente de penicilina a partir de sus cultivos como para poder probarla en pacientes.
Así, en 1931 Fleming abandonó temporariamente el estudio de la penicilina. Fue entonces uno de sus ex alumnos, el doctor Cecil Paine, quien habría de continuar con su investigación y de ser el primero en demostrar el valor de la penicilina en la lucha contra las enfermedades infecciosas. En la University Medical School de Sheffield, Paine empleó un extracto de penicilina para tratar a un paciente que sufría una infección por Staphylococcus que afectaba los folículos de su barba, con resultados negativos.
Pero no se desanimó. El siguiente conejillo de Indias fue un minero de Sheffield que sufría una infección ocular causada por otra bacteria, un Pneumococcus. Paine embebió el ojo afectado con el mismo extracto de penicilina, salvando la visión de su paciente, éxito que lo llevó a experimentar con otro paciente afectado por una infección ocular. Este último era un recién nacido hijo de una mujer con gonorrea, afección que normalmente se transmite durante el parto y que suele ocasionar ceguera.
Paine salvó nuevamente la visión de este nuevo paciente. Lamentablemente, el ex alumno de Fleming no publicó ni divulgó entre sus colegas los resultados de su trabajo, pues lo desalentaba a hacerlo el haber utilizado un extracto crudo de penicilina, sin mayor preparación. El único colega que supo de sus investigaciones fue un profesor de patología recién llegado a Sheffield en 1932. Era un australiano llamado Howard Florey, que un par de décadas más tarde ganaría el Premio Nobel.

El tratamiento fue un exito, pero el paciente murió
En 1938, diez años después del descubrimiento de Fleming, Florey retomó el estudio de la penicilina en el Sir William Dunn School of Pathology, de Oxford. A diferencia del médico escocés que llevó adelante sus investigaciones en un modesto laboratorio, Florey contaba con un laboratorio bien equipado y con un aceitado equipo de investigadores. Uno de éstos era Ernst B. Chain, un bioquímico de origen judío que había logrado escapar de la Alemania nazi.
Muchos historiadores sostienen que en realidad fue éste quien retomó el estudio de la penicilina en el laboratorio de Florey. Aunque es tema de discusión, lo cierto es que fue Chain quien logró purificar un extracto de penicilina a partir de los cultivos originales de Fleming. Luego de probar con éxito en ratones el producto purificado, Florey, Chain y los demáscientíficos del laboratorio de Oxford se enfrentaron a un problema: ¿cómo obtener suficiente penicilina para realizar tratamientos en humanos?
Para conseguir la cantidad necesaria y tratar a los primeros seis pacientes, los diecisiete integrantes del laboratorio debieron dedicarse sólo a eso durante meses. El primer paciente en ser tratado con la penicilina purificada en Oxford fue Albert Alexander, un policía londinense de 48 años que se había lastimado al afeitarse; la herida se había infectado, algo peligrosamente mortal en aquellos tiempos. Entonces, Florey y Chain pidieron permiso para usar su producto purificado, y lo consiguieron.
A los cinco días de haber comenzado el tratamiento, Alexander comenzó a recuperarse, pero hubo un problema: la penicilina se empezó a acabar. Los científicos decidieron filtrar la orina del paciente para intentar obtener algo de penicilina, pero no fue suficiente; cinco días más tarde, Alexander murió de septicemia. Algunos dicen que ese día nació el chiste macabro: “El tratamiento fue un éxito, pero el paciente murió”.
Lo cierto es que la penicilina había demostrado dos cosas: que era un producto que no causaba daño al ser humano, y que además era efectivo para el tratamiento de ciertas infecciones bacterianas. Los siguientes pacientes que recibieron la penicilina purificada en Oxford lo confirmaron: había nacido el primer antibiótico. Pero existía un obstáculo extracientífico que amenazaba su desarrollo... la Segunda Guerra Mundial.
Consciente de la importancia del asunto que tenía entre manos, en el verano de 1941 Florey obtuvo de la Rockefeller Foundation el apoyo necesario para mudar su laboratorio a Estados Unidos, que por aquel entonces permanecía neutral en el conflicto. Florey y Chain comenzaron a trabajar en el laboratorio del Departamento de Agricultura norteamericano situado en Peoria, estado de Illinois. Allí, los investigadores se preguntaron nuevamente cómo obtener grandes cantidades de penicilina.
Dos años más tarde, estos hombres de ciencia habrían de encontrar la respuesta ni más ni menos que en un melón podrido. ¿Nuevamente la “casualidad” entra en escena? No, veamos.

Algo mas que un melon podrido
En 1943, Florey y Chain habían llegado a la conclusión de que a la cepa de Penicillium con la que trabajaban, aquella de apellido notatum, no se le podía pedir un rendimiento mucho mayor del obtenido hasta ese entonces. Y no les alcanzaba. En esos días, los Estados Unidos jugaban un papel central en la Segunda Guerra Mundial y la necesidad de contar con grandes cantidades de antibióticos se había convertido en una necesidad de Estado.
Esa necesidad fue la que llevó a las fuerzas armadas norteamericanas a pedirles a sus pilotos que volvían de regreso a casa que trajeran un poco del suelo extranjero para ser estudiado en busca de nuevas cepas de Penicilliun, más rendidoras. La búsqueda también era llevada adelante en las proximidades de los laboratorios de Florey y Chain en Peoria, donde sus pobladores eran adiestrados para tomar muestras de moho de heladeras y alacenas.
Esta vez, el hallazgo fue protagonizado por una empleada del laboratorio, de nombre Mary Hunt. Mary llegó a su lugar de trabajo un día de 1943 con un melón que había comprado en el supermercado, un melón cubierto por un moho de un “lindo tono dorado”. De la fruta podrida, los científicos aislaron el Penicillium chrysogenum, un hongo doscientas veces más rendidor que el de Fleming, el mismo que aún hoy se emplea para obtener penicilina.
No contentos con los resultados, Florey y Chain aumentaron mil veces más la capacidad productiva del nuevo hongo al irradiarlo con rayos X y con rayos utravioletas. Las cepas mutantes obtenidas, combinadas con un nuevométodo de cultivo, permitieron que para fines de la Segunda Guerra Mundial las existencias de penicilina fueran suficientes como para proveer tratamiento antibiótico a siete millones de pacientes por año.
El impacto de la masificación de la penicilina como tratamiento antibiótico para un sinnúmero de infecciones es indudables. Basta decir, por ejemplo, que el índice de mortalidad de la neumonía durante la Primera Guerra Mundial era del 18%, y a finales de la Segunda Guerra Mundial no llegaba al 1%; o que hoy las muertes por enfermedades infecciosas representan en los Estados Unidos sólo la veinteaba parte de las que ocurrían a principios del siglo XX.
Se entiende entonces por qué en 1945 el Instituto Karolinska decidió concederles a Fleming, Florey y Chain el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Por aquel entonces, Sir Alexander Fleming realizó una predicción que tardó bastante poco en hacerse realidad: que las bacterias se volverían resistentes a la penicilina. Tan sólo siete años después, en 1952, tres de cada cinco Staphylococcus eran resistentes al antibiótico.
Por esos años la industria farmacéutica entró en una carrera por obtener nuevos antibióticos, que por su uso excesivo e indiscriminado no tardarían en correr la misma suerte que la penicilina. Pero esa, esa es otra historia.

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