En septiembre de 1928, el médico escocés Alexander Fleming descubrió por casualidad la penicilina que revolucionó el tratamiento de infecciones, salvó millones de vidas y cambió para siempre la cara de la medicina (y del mundo). Fue el primer antibiótico y uno de los ha-llazgos más extraordinarios del siglo XX. En esta edición de Futuro, la historia del milagroso remedio que engrosó las arcas de la industria farmacéutica pero sobre todo, y más importante, aumentó la esperanza de vida de los seres humanos. Desde entonces, todo fue distinto.
Lejos de las aburridas
y poco memorables formas en que habitualmente se celebran los aniversarios,
la Real Sociedad de Química de Inglaterra ha decidido recordar los 75
años del descubrimiento de la penicilina, que se cumplió el 3
de septiembre último, con un concurso realmente original: los participantes
debían enviar una fotografía de una taza sucia, en la que el jurado
pueda advertir con claridad la presencia de moho.
La leyenda cuenta que Sir Alexander Fleming, por aquel entonces profesor de
bacteriología del St. Marys Hospital, de Londres, descubrió
la penicilina al volver a su laboratorio tras un mes de vacaciones y encontrar
sus cultivos de la bacteria Staphylococcus aureus atacados por un hongo, que
luego sería catalogado como Penicillium notatum. Fleming notó
con sorpresa que en los rincones de los recipientes donde crecían los
hongos las bacterias brillaban por su ausencia.
La competición es una manera de demostrar que, a veces, la suerte
y la coincidencia también forman parte de la ciencia, dijo el portavoz
de la Real Sociedad de Química, James McNish, quien agregó: La
penicilina es un raro ejemplo del progreso a través del desorden.
Desorden, puede ser ... pero coincidencia, no tanto. La historia de la penicilina,
la primera sustancia que demostró ser capaz de mantener a raya a las
bacterias dentro del organismo humano, es en todo caso un buen ejemplo de que
la suerte y la coincidencia no bastan para motorizar el conocimiento
humano, pues de nada sirven si quien se topa con ellas no es capaz de interpretarlas
en el sentido que les imprimen los objetivos de su investigación.
No es cuestión de restarle mérito a Fleming, sino todo lo contrario,
pero no fue él el primero en darse cuenta que donde abundan los hongos
escasean las bacterias. Ya en 1871 el cirujano inglés Joseph Lister notó
que el moho que crece sobre los quesos y las frutas debilita el desarrollo de
los microbios. Y Lister no fue el único: otros científicos, como
William Roberts, Louis Pasteur, Jules Francois Joubert, Andre Gratia y Sara
Dath, también tomaron nota de esta relación mucho antes que Fleming.
Claro que quien pasó a la historia como el padre de la penicilina fue
Fleming; por eso también lo nombraron caballero y le dieron nada menos
que un merecido Premio Nobel de Fisiología y Medicina (este último
junto con otros dos personajes que luego nombraremos). ¿Pero por qué
este hijo de un granjero, nacido en Ayrshire, Escocia, fue quien dio el puntapié
inicial al desarrollo de uno de los inventos más relevantes del siglo
XX?
Sencillamente, porque Fleming estaba buscando una cura para las infecciones,
y no otra cosa. Por eso no habría de dejar pasar ese golpe de suerte.
Entremos en detalle...
Un descubrimiento
a punto de ser limpiado
Para 1928, año en que habría de encontrarse con su material de
trabajo cubierto de moho, Fleming llevaba un buen rato buscando una cura para
las infecciones que por aquel entonces eran simplemente incurables, mortales
en la mayoría de los casos. Seis años antes, este investigador
escocés había observado la presencia de ciertas sustancias químicas
en las lágrimas y otras excreciones humanas a las que llamó
lisozomas capaces de destruir algunos tipos de bacterias.
Al poco tiempo, Fleming cayó en la cuenta de que los lisozomas no eran
el agente antibacterial que estaba buscando, y dirigió sus estudios hacia
otros horizontes. Así llegó el año 1928 y, en septiembre,
el día quepasaría a la historia. Claro que poco faltó para
el descubrimiento de la penicilina se pospusiera quién sabe por cuánto
tiempo. Cuenta la leyenda que cuando Fleming retornó a su laboratorio
después de un mes de vacaciones y vio sus cápsulas de Petri llenas
de moho, ¡no tuvo mejor idea que ponerse a limpiarlas!
Dicen que fue un ex miembro de su laboratorio, ese día de visita, quien
tomó los hoy famosos cultivos de Staphylococcus aureus que aún
no habían sido limpiados y se los mostró al mismo Fleming, quien
recién entonces observó cómo el moho espantaba a las bacterias.
Acto seguido, se abocó a la tarea de aislar el compuesto, que habría
de llamar penicilina. Pero como Fleming no era un experto en micología
creyó estar ante otra variante del hongo, el Penicillium rubra.
Posteriormente, Charles Thom, una autoridad en micología, habría
de identificar correctamente los hongos de Fleming: Penicillium notatum. El
profesor de bacteriología del St. Marys Hospital publicó
sus hallazgos y se embarcó entonces en un intento por llevarlos a la
clínica, es decir al tratamiento de las infecciones. No fue fácil,
y de hecho no fue Fleming quien lo logró, pues no encontró la
forma de producir una cantidad suficiente de penicilina a partir de sus cultivos
como para poder probarla en pacientes.
Así, en 1931 Fleming abandonó temporariamente el estudio de la
penicilina. Fue entonces uno de sus ex alumnos, el doctor Cecil Paine, quien
habría de continuar con su investigación y de ser el primero en
demostrar el valor de la penicilina en la lucha contra las enfermedades infecciosas.
En la University Medical School de Sheffield, Paine empleó un extracto
de penicilina para tratar a un paciente que sufría una infección
por Staphylococcus que afectaba los folículos de su barba, con resultados
negativos.
Pero no se desanimó. El siguiente conejillo de Indias fue un minero de
Sheffield que sufría una infección ocular causada por otra bacteria,
un Pneumococcus. Paine embebió el ojo afectado con el mismo extracto
de penicilina, salvando la visión de su paciente, éxito que lo
llevó a experimentar con otro paciente afectado por una infección
ocular. Este último era un recién nacido hijo de una mujer con
gonorrea, afección que normalmente se transmite durante el parto y que
suele ocasionar ceguera.
Paine salvó nuevamente la visión de este nuevo paciente. Lamentablemente,
el ex alumno de Fleming no publicó ni divulgó entre sus colegas
los resultados de su trabajo, pues lo desalentaba a hacerlo el haber utilizado
un extracto crudo de penicilina, sin mayor preparación. El único
colega que supo de sus investigaciones fue un profesor de patología recién
llegado a Sheffield en 1932. Era un australiano llamado Howard Florey, que un
par de décadas más tarde ganaría el Premio Nobel.
El tratamiento
fue un exito, pero el paciente murió
En 1938, diez años después del descubrimiento de Fleming, Florey
retomó el estudio de la penicilina en el Sir William Dunn School of Pathology,
de Oxford. A diferencia del médico escocés que llevó adelante
sus investigaciones en un modesto laboratorio, Florey contaba con un laboratorio
bien equipado y con un aceitado equipo de investigadores. Uno de éstos
era Ernst B. Chain, un bioquímico de origen judío que había
logrado escapar de la Alemania nazi.
Muchos historiadores sostienen que en realidad fue éste quien retomó
el estudio de la penicilina en el laboratorio de Florey. Aunque es tema de discusión,
lo cierto es que fue Chain quien logró purificar un extracto de penicilina
a partir de los cultivos originales de Fleming. Luego de probar con éxito
en ratones el producto purificado, Florey, Chain y los demáscientíficos
del laboratorio de Oxford se enfrentaron a un problema: ¿cómo
obtener suficiente penicilina para realizar tratamientos en humanos?
Para conseguir la cantidad necesaria y tratar a los primeros seis pacientes,
los diecisiete integrantes del laboratorio debieron dedicarse sólo a
eso durante meses. El primer paciente en ser tratado con la penicilina purificada
en Oxford fue Albert Alexander, un policía londinense de 48 años
que se había lastimado al afeitarse; la herida se había infectado,
algo peligrosamente mortal en aquellos tiempos. Entonces, Florey y Chain pidieron
permiso para usar su producto purificado, y lo consiguieron.
A los cinco días de haber comenzado el tratamiento, Alexander comenzó
a recuperarse, pero hubo un problema: la penicilina se empezó a acabar.
Los científicos decidieron filtrar la orina del paciente para intentar
obtener algo de penicilina, pero no fue suficiente; cinco días más
tarde, Alexander murió de septicemia. Algunos dicen que ese día
nació el chiste macabro: El tratamiento fue un éxito, pero
el paciente murió.
Lo cierto es que la penicilina había demostrado dos cosas: que era un
producto que no causaba daño al ser humano, y que además era efectivo
para el tratamiento de ciertas infecciones bacterianas. Los siguientes pacientes
que recibieron la penicilina purificada en Oxford lo confirmaron: había
nacido el primer antibiótico. Pero existía un obstáculo
extracientífico que amenazaba su desarrollo... la Segunda Guerra Mundial.
Consciente de la importancia del asunto que tenía entre manos, en el
verano de 1941 Florey obtuvo de la Rockefeller Foundation el apoyo necesario
para mudar su laboratorio a Estados Unidos, que por aquel entonces permanecía
neutral en el conflicto. Florey y Chain comenzaron a trabajar en el laboratorio
del Departamento de Agricultura norteamericano situado en Peoria, estado de
Illinois. Allí, los investigadores se preguntaron nuevamente cómo
obtener grandes cantidades de penicilina.
Dos años más tarde, estos hombres de ciencia habrían de
encontrar la respuesta ni más ni menos que en un melón podrido.
¿Nuevamente la casualidad entra en escena? No, veamos.
Algo mas que
un melon podrido
En 1943, Florey y Chain habían llegado a la conclusión de que
a la cepa de Penicillium con la que trabajaban, aquella de apellido notatum,
no se le podía pedir un rendimiento mucho mayor del obtenido hasta ese
entonces. Y no les alcanzaba. En esos días, los Estados Unidos jugaban
un papel central en la Segunda Guerra Mundial y la necesidad de contar con grandes
cantidades de antibióticos se había convertido en una necesidad
de Estado.
Esa necesidad fue la que llevó a las fuerzas armadas norteamericanas
a pedirles a sus pilotos que volvían de regreso a casa que trajeran un
poco del suelo extranjero para ser estudiado en busca de nuevas cepas de Penicilliun,
más rendidoras. La búsqueda también era llevada adelante
en las proximidades de los laboratorios de Florey y Chain en Peoria, donde sus
pobladores eran adiestrados para tomar muestras de moho de heladeras y alacenas.
Esta vez, el hallazgo fue protagonizado por una empleada del laboratorio, de
nombre Mary Hunt. Mary llegó a su lugar de trabajo un día de 1943
con un melón que había comprado en el supermercado, un melón
cubierto por un moho de un lindo tono dorado. De la fruta podrida,
los científicos aislaron el Penicillium chrysogenum, un hongo doscientas
veces más rendidor que el de Fleming, el mismo que aún hoy se
emplea para obtener penicilina.
No contentos con los resultados, Florey y Chain aumentaron mil veces más
la capacidad productiva del nuevo hongo al irradiarlo con rayos X y con rayos
utravioletas. Las cepas mutantes obtenidas, combinadas con un nuevométodo
de cultivo, permitieron que para fines de la Segunda Guerra Mundial las existencias
de penicilina fueran suficientes como para proveer tratamiento antibiótico
a siete millones de pacientes por año.
El impacto de la masificación de la penicilina como tratamiento antibiótico
para un sinnúmero de infecciones es indudables. Basta decir, por ejemplo,
que el índice de mortalidad de la neumonía durante la Primera
Guerra Mundial era del 18%, y a finales de la Segunda Guerra Mundial no llegaba
al 1%; o que hoy las muertes por enfermedades infecciosas representan en los
Estados Unidos sólo la veinteaba parte de las que ocurrían a principios
del siglo XX.
Se entiende entonces por qué en 1945 el Instituto Karolinska decidió
concederles a Fleming, Florey y Chain el Premio Nobel de Fisiología y
Medicina. Por aquel entonces, Sir Alexander Fleming realizó una predicción
que tardó bastante poco en hacerse realidad: que las bacterias se volverían
resistentes a la penicilina. Tan sólo siete años después,
en 1952, tres de cada cinco Staphylococcus eran resistentes al antibiótico.
Por esos años la industria farmacéutica entró en una carrera
por obtener nuevos antibióticos, que por su uso excesivo e indiscriminado
no tardarían en correr la misma suerte que la penicilina. Pero esa, esa
es otra historia.
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