FRAUDES CIENTíFICOS: EL SECRETO DE PAUL KAMMERER
Paseando a orillas del río
Arapey, al norte de Uruguay, me topé con un curioso monumento: un modesto
monolito que recuerda el lugar donde en 1903 ejecutaron al último ciudadano
uruguayo que fue condenado a muerte poco antes de que la pena capital fuera
abolida.
Al costado un prolijo cartel con el título “Víctima de su
error” nos informa que en esa barranca fue fusilado el soldado de caballería
Estanislao Silva, quien “había dado muerte al sargento Pedro Rivero
para robarle un dinero, siendo descubierto cuando una noche mientras dormía
tuvo una pesadilla que reveló su crimen”.
Detrás de ese título, que prefiere hablar de “error”
antes que de “culpa”, está toda la filosofía griega,
que identificaba el mal con la ignorancia. Pero las cosas no son tan simples,
especialmente después de las atrocidades del siglo XX, y el turista se
queda con muchas dudas.
¿Cuál fue el error de Silva? ¿Cometer un homicidio? ¿Matar
a un superior? ¿Desconocer el código penal militar? ¿Hablar
en sueños, acosado por el remordimiento? ¿O quizás hacer
todo eso ignorando que en unos meses más la pena de muerte iba a ser
abolida?
Por alguna extraña asociación, me vino a la memoria la historia
de Paul Kammerer, quien protagonizó uno de los más sonados fraudes
científicos del siglo, conocido como “el caso del sapo partero”.
El austríaco Kammerer (1890-1926) fue sin duda víctima de un error,
que lo empujó al suicidio. Lo que no está claro es si el error
fue propio o ajeno. Tampoco si se trató de una falta de carácter
ético o de un error científico.
Una muerte dudosa
El 23 de septiembre de 1926, en las afueras de Puchberg (Alemania), fue encontrado
el cadáver de Kammerer. Estaba sentado bajo una saliente rocosa, vestido
de impecable etiqueta, y todavía empuñaba una pistola en la mano
derecha, si bien se había disparado en la sien izquierda.
Para aclarar (o confundir) a todos, el suicida había dejado no una sino
cinco cartas, dirigidas a quien encontrara su cuerpo; a su esposa, la baronesa
Felicitas von Wiedersperg; a su amante Greta Wiesenthal; a su amigo el barón
von Gutman y hasta a la Academia de Ciencias de Moscú. Declaraba ser
inocente del fraude científico que le habían atribuido, admitía
que sus especímenes habían sido manipulados por manos ajenas y
se excusaba ante los soviéticos por no haber podido hacerse cargo de
la cátedra que le habían ofrecido.
El escándalo científico no era la única causa posible del
suicidio; considerando la turbulenta vida sentimental de Kammerer, no había
que descartar los motivos pasionales. En sus breves 36 años el biólogo
había tenido innumerables amantes, incluyendo a la viuda del compositor
Gustav Mahler, una pintora, una bailarina clásica y (una tras otra) las
cinco hermanas Wiesenthal.
Kammerer no sólo había dedicado sus esfuerzos a la biología;
era un compositor popular exitoso, y no faltó quien atribuyera el suicidio
al daño que el escándalo le había hecho a su carrera musical.
En algún momento, hasta había incursionado en la epistemología,
con un libro insólito, La Ley de la Serialidad (1919). Allí proponía
explicar esas coincidencias fortuitas que todos conocemos apelando a un principio
ajeno a la causalidad. Nadie se había hecho cargo de su iniciativa, salvo
el psicoanalista esotérico Carl Gustav Jung, quien lo consideraba un
precursor de esa “sincronicidad” que luego intentaría explicar
con la ayuda del físico Wolfgang Pauli. De todos modos, Jung lo descalificaba,
calificándolo como un racionalista que había sabido apartarse
del campo de las probabilidades.
El amigo de los sapos
Con todo, lo que más le interesaba a Kammerer eran los lagartos y los
sapos. En el jardín de un castillo de Moravia lo habían visto
besar a un sapo de una especie exótica, quizá soñando con
convertirlo en princesa. A su hija le había puesto el nombre de Lacerta
(lagartija).
En su tiempo, arreciaba la polémica entre los lamarckianos, que defendían
la herencia de los caracteres adquiridos, y los mendelianos, que estaban fundando
la genética. Pero el tema comenzó a teñirse de ideología,
porque los racistas hacían un dogma de la herencia, y las iz-quierdas
veían al lamarckismo como una garantía de evolución.
Las experiencias que Kammerer realizó con salamandras alpinas parecían
aportar pruebas a favor del lamarckismo. La salamandra negra vive en la montaña
y tiene pocas crías; la manchada se reproduce en el agua y tiene crías
en abundancia. Kammerer logró criar ejemplares negros en el llano y salamandras
manchadas en la montaña, logrando que invirtieran sus hábitos
reproductivos. Cuando su experiencia fue corroborada por otro investigador,
le dieron un importante premio. También logró que los tritones
Proteus, habitualmente ciegos, desarrollaran ojos después de haberlos
criado bajo una luz roja, demostrando que en ellos el ojo estaba apenas atrofiado.
Sin embargo, lo que le daría una efímera fama internacional sería
su trabajo con el sapo partero (Alytes obstetricans).
La hembra de este batracio pone los huevos envueltos en una bolsa de filamentos.
El macho, después de fecundarlos, los incuba entre sus patas, con lo
cual se ha ganado el apodo de “sapo partero”. A otras especies, que
se aparean en el agua, la hembra les resulta más escurridiza. Para retenerla,
sus patas delanteras han desarrollado unas almohadillas negruzcas que actúan
como un cierre velcro. El sapo partero carece de ellas, porque copula en tierra.
Kammerer crió a dos sapos terrestres en un ambiente caldeado para obligarlos
a refugiarse en una cuba de agua fresca y en 1909 anunció que después
de varias generaciones habían desarrollado los “guantes nupciales”.
Las dificultades que entrañaba reproducir estas experiencias desalentaron
a otros, pero Kammerer presentó una colección de ejemplares disecados
y abundantes fotografías. Sin embargo, a pesar de que todos vieron en
esto un triunfo de las ideas lamarckianas, Kammerer prefirió explicarlo
como un atavismo, tal como había ocurrido en el caso del tritón.
El fiscal Bateson
La historia sufrió un giro cuando intervino William Bateson. El inglés,
uno de los estudiosos que retomó los trabajos de Mendel, había
sido antes lamarckiano, y puso todo su fervor de converso en “desenmascarar”
al austríaco. Viajó a Viena, habló con Kammerer y con su
jefe Hans Prizbram, examinó a los especímenes y opinó que
eran fraudulentos.
Durante la Primera Guerra Mundial Kammerer fue enviado al frente: sus sapos
murieron porque nadie se ocupó de ellos y las muestras, tras pasar de
un sótano a otro, se deterioraron. De regreso a la vida civil, el austríaco
publicó otro estudio sobre el Alytes, pero desde las páginas de
Nature Bateson volvió a denunciar como espurias todas sus experiencias,
incluyendo las que había realizado con salamandras.
Más tarde, Kammerer viajó a Inglaterra y dio dos conferencias
en Oxford y Cambridge. El único ejemplar que le había quedado
fue examinado por científicos como MacBride y Haldane, y hasta Bateson
se disculpó con él. Hizo un viaje a Estados Unidos y comenzó
a hacerse famoso en la Unión Soviética, donde su trabajo parecía
apoyar las teorías de Michurin. Los comunistas querían usarlo,
y los racistas comenzaron a verlo como un enemigo ideológico.
El escándalo
Mientras tanto, la denuncia de Bateson había tenido eco en Estados Unidos.
Dos décadas antes, un físico norteamericano llamado Wood había
puesto en evidencia al francés Blondlot y sus inexistentes “rayos
N”. Quizá su compatriota, el biólogo G. K. Noble, haya querido
emularlo cuando se decidió a viajar a Austria para poner a prueba a Kammerer.
Noble se instaló en Viena y Hans Prizbram, el director del Instituto
de Biología Experimental, le ofreció la colaboración de
su asistente Weiss. Noble y Weiss examinaron el último ejemplar de sapo
partero que aún conservaba la almohadilla en su única pata sana
y les fue fácil demostrar que había sido inyectado con tinta china
negra. Además, el ejemplar no era un Alytes sino una rana Bombinator,
que está naturalmente equipada con los “guantes nupciales”.
Cualquiera diría que la falsificación era demasiado burda para
no haber sido descubierta por los expertos que años antes habían
examinado las muestras. Puesto a hacer fraude, cualquier profesional hubiera
elegido la especie adecuada, y seguramente contaría con colorantes más
sofisticados que la tinta china.
Como era obvio, el informe que Noble publicó en Nature el 7 de agosto
de 1926 fue lapidario. Kammerer quedó en evidencia, y pasó poco
más de un mes antes de que optara por el suicidio.
Tan poco clara quedaba la responsabilidad de Kammerer que su propio jefe salió
en su defensa, aunque reconoció que había existido una adulteración.
Prizbram siempre creyó en la inocencia de su colaborador, y atribuyó
el sabotaje a un colega “loco de envidia”. Nunca dio a conocer su
nombre, pero sostuvo que se trataba de un persona bien conocida que años
más tarde acabaría internada en sanatorio psiquiátrico.
La hipótesis del colega tenía sus dificultades, teniendo en cuenta
la torpeza del autor del fraude. En todo caso, bien podría haber sido
una amante contrariada, una de las cuales había sido asistente de Kammerer
en su laboratorio.
Mac Bride sugirió que quizás el autor del hecho no hubiese sido
necesariamente un enemigo. Quizá fuera un simpatizante que, conociendo
el estado calamitoso en que se encontraba el ejemplar que iba a ser examinado
por Noble y Weiss, había intentado restaurar las marcas borradas.
El Comisario Lunacharsky
En la Unión Soviética el lamarckismo de Michurin se estaba convirtiendo
en un dogma, y el concepto de herencia (incluso genética) era considerado
reaccionario. El caso Kammerer parecía ideal para construir un mártir,
haciendo del vienés una víctima de la ciencia burguesa.
Fue así como el cine soviético llegó a dedicarle un film
apologético, Salamandra (1928), cuyo guión había escrito
Anatoli V. Lunacharsky, el propio comisario del Pueblo para la Educación.
Lunacharsky (1875-1933) era un humanista que protegió monumentos, iglesias
y obras de arte en los momentos más difíciles de la guerra civil.
Con todo, la película que le dedicó a Kammerer fue pura propaganda.
En el film, el vienés aparecía como un amigo del pueblo porque
con sus sapos demostraba científicamente la posibilidad de engendrar
al “hombre nuevo”, superando las limitaciones hereditarias. Sus ideas
despertaban celos entre los reaccionarios, que le armaban una trampa.
Aquí al comisario Lunacharsky no se le ocurrió nada mejor que
aprovechar para echarle la culpa a la religión. El villano no podía
ser otro que un cura, de la misma calaña que el monje genetista Gregor
Mendel. En una oscura sacristía el clérigo, secundado por un miembro
de la nobleza, inyectaba tinta china en una salamandra. Al día siguiente,
cuando todos estaban aclamando a Kammerer, los conspiradores sumergían
al lagarto en una tina y mostraban con qué facilidad desteñía.
Entonces una fiel discípula le aconsejaba al perseguido recurrir a Lunacharsky
(¡interpretado por él mismo!) y el comisario facilitaba la huida
de ambos a la URSS. La ficción era completa, si tenemos en cuenta que
cuando se filmó la historia habían pasado dos años del
suicidio de Kammerer.
El defensor Koestler
Pasaron muchos años hasta que Arthur Koestler retomara la historia en
El caso del sapo partero (1971), movido por una actitud de simpatía hacia
Kammerer, cuya tragedia quiso explicar por la intolerancia ideológica.
Eran cosas que Koestler (perseguido por el nazismo, ex militante comunista y
en su momento condenado a muerte por Franco) conocía en carne propia.
Koestler retomaba la hipótesis de Prizbram. El sapo teñido era
un sabotaje hecho a espaldas de Kammerer por un colega loco, el personaje no
identificado que acabó encerrado en un manicomio. Se trataba de la misma
persona que había trucado las salamandras. Pero Koestler le añadía
un nuevo tinte ideológico a la cuestión. Sugería que el
saboteador probablemente fuera un nazi, que quería destruir a Kammerer
no sólo por su vinculación con los soviéticos sino porque
su experiencia ponía en jaque las teorías racistas.
El detective Gould
Pasaron casi ochenta años, y mucha agua corrió bajo los puentes.
Stalin se sacó de encima a Lunacharsky, enviándolo como embajador
a España, pero le dio plenos poderes al “lamarckiano” Lysenko,
quien se las arregló para causarle profundos daños a la agricultura
soviética y aniquilar a los genetistas rusos. Vavilov, el discípulo
de Bateson, fue a parar al Gulag, y los que no lo acompañaron tuvieron
muertes dudosas.
Ante los despropósitos de Lysenko, los marxistas occidentales como J.
B. S. Haldane o Hermann Müller abandonaron el lamarckismo, y nadie quiso
revisar las experiencias de Kammerer. En cuanto a Bateson, había muerto
meses antes que Kammerer. Como para demostrar que los caracteres adquiridos
no se transmiten, su hijo, el antropólogo Gregory Bateson, heredó
su inteligencia, pero acabó siendo el fundador de la New Age, que tiene
mucho de fraudulento. En cuanto a Koestler, que defendía la eutanasia,
se suicidó.
Desde el punto de vista policial, el enigma sigue resistiendo tanto como lo
hizo en su momento el fraude de Piltdown.
En cuanto a la ciencia, la cuestión parece haber sido resuelta por Stephen
J. Gould. El gran biólogo recientemente desaparecido entendía
que Kammerer no sólo podía haber sido sincero sino que hasta podría
haber logrado los resultados que le valieron la fama. Según Gould, es
muy posible que Kammerer lograra que el sapo partero de tierra desarrollara
las almohadillas negras en sus patas delanteras. Toda la cuestión se
desdibuja desde que la óptica darwiniana se ha integrado con la mendeliana.
Ahora es posible interpretar aquellos resultados en términos de selección
natural, sin apelar al lamarckismo.
Lo que habría hecho Kammerer admite hoy una explicación darwiniana.
El sapo terrestre descendía de antepasados acuáticos. Entre éstos,
los que nacían con almohadillas terminaron por imponerse por selección
natural. Aunque el órgano se había atrofiado por falta de uso
en los terrestres, seguía estando presente en su patrimonio genético.
Al someter sus sapos a la presión del ambiente, Kammerer había
logrado que se manifestaran los caracteres latentes que dormían en sus
genes “silenciosos”.
Al haber desaparecido casi todas sus colecciones y teniendo grandes dificultades
técnicas para reproducir la experiencia, Kammerer se sintió acosado
por Bateson y otros críticos. Aquí, habría intervenido
la mano de un “amigo” que quiso salvarlo inyectando tinta china, o
la de un enemigo que lo hizo para destruirlo.
Lo curioso es que en su carta a la Academia soviética, Kammerer también
admitía una falsificación en el caso de las salamandras, aunque
en su último mes de vida no había podido tener acceso al instituto
para verificar el estado de las muestras. Quizás en esos días
alguien (¿Prizbram?) le contó la verdad de la historia, y se sintió
impotente para remontar el escándalo.
¿El suicidio de Kammerer fue un desesperado intento para presentarse
como víctima de una conspiración cargada de ideología?
En ese caso, ¿por qué no denunció al culpable, cuyo nombre
seguramente conocía?
Así como el soldado uruguayo que fue fusilado a orillas del río
poco antes de abolirse la pena de muerte, Kammerer fue “víctima
de su error”. La pregunta sigue siendo: ¿En qué consistió
el error? ¿Encubrir a la (o el) culpable, por motivos ajenos al hecho
en sí? ¿Hacer la vista gorda ante un fraude que lo favorecía?
¿O quizás haber tenido la desgracia de vivir en una época
muy complicada?
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