Sáb 01.11.2003
futuro

FRAUDES CIENTíFICOS: EL SECRETO DE PAUL KAMMERER

La conspiración del sapo

Por Pablo Capanna

Paseando a orillas del río Arapey, al norte de Uruguay, me topé con un curioso monumento: un modesto monolito que recuerda el lugar donde en 1903 ejecutaron al último ciudadano uruguayo que fue condenado a muerte poco antes de que la pena capital fuera abolida.
Al costado un prolijo cartel con el título “Víctima de su error” nos informa que en esa barranca fue fusilado el soldado de caballería Estanislao Silva, quien “había dado muerte al sargento Pedro Rivero para robarle un dinero, siendo descubierto cuando una noche mientras dormía tuvo una pesadilla que reveló su crimen”.
Detrás de ese título, que prefiere hablar de “error” antes que de “culpa”, está toda la filosofía griega, que identificaba el mal con la ignorancia. Pero las cosas no son tan simples, especialmente después de las atrocidades del siglo XX, y el turista se queda con muchas dudas.
¿Cuál fue el error de Silva? ¿Cometer un homicidio? ¿Matar a un superior? ¿Desconocer el código penal militar? ¿Hablar en sueños, acosado por el remordimiento? ¿O quizás hacer todo eso ignorando que en unos meses más la pena de muerte iba a ser abolida?
Por alguna extraña asociación, me vino a la memoria la historia de Paul Kammerer, quien protagonizó uno de los más sonados fraudes científicos del siglo, conocido como “el caso del sapo partero”. El austríaco Kammerer (1890-1926) fue sin duda víctima de un error, que lo empujó al suicidio. Lo que no está claro es si el error fue propio o ajeno. Tampoco si se trató de una falta de carácter ético o de un error científico.

Una muerte dudosa
El 23 de septiembre de 1926, en las afueras de Puchberg (Alemania), fue encontrado el cadáver de Kammerer. Estaba sentado bajo una saliente rocosa, vestido de impecable etiqueta, y todavía empuñaba una pistola en la mano derecha, si bien se había disparado en la sien izquierda.
Para aclarar (o confundir) a todos, el suicida había dejado no una sino cinco cartas, dirigidas a quien encontrara su cuerpo; a su esposa, la baronesa Felicitas von Wiedersperg; a su amante Greta Wiesenthal; a su amigo el barón von Gutman y hasta a la Academia de Ciencias de Moscú. Declaraba ser inocente del fraude científico que le habían atribuido, admitía que sus especímenes habían sido manipulados por manos ajenas y se excusaba ante los soviéticos por no haber podido hacerse cargo de la cátedra que le habían ofrecido.
El escándalo científico no era la única causa posible del suicidio; considerando la turbulenta vida sentimental de Kammerer, no había que descartar los motivos pasionales. En sus breves 36 años el biólogo había tenido innumerables amantes, incluyendo a la viuda del compositor Gustav Mahler, una pintora, una bailarina clásica y (una tras otra) las cinco hermanas Wiesenthal.
Kammerer no sólo había dedicado sus esfuerzos a la biología; era un compositor popular exitoso, y no faltó quien atribuyera el suicidio al daño que el escándalo le había hecho a su carrera musical.
En algún momento, hasta había incursionado en la epistemología, con un libro insólito, La Ley de la Serialidad (1919). Allí proponía explicar esas coincidencias fortuitas que todos conocemos apelando a un principio ajeno a la causalidad. Nadie se había hecho cargo de su iniciativa, salvo el psicoanalista esotérico Carl Gustav Jung, quien lo consideraba un precursor de esa “sincronicidad” que luego intentaría explicar con la ayuda del físico Wolfgang Pauli. De todos modos, Jung lo descalificaba, calificándolo como un racionalista que había sabido apartarse del campo de las probabilidades.

El amigo de los sapos
Con todo, lo que más le interesaba a Kammerer eran los lagartos y los sapos. En el jardín de un castillo de Moravia lo habían visto besar a un sapo de una especie exótica, quizá soñando con convertirlo en princesa. A su hija le había puesto el nombre de Lacerta (lagartija).
En su tiempo, arreciaba la polémica entre los lamarckianos, que defendían la herencia de los caracteres adquiridos, y los mendelianos, que estaban fundando la genética. Pero el tema comenzó a teñirse de ideología, porque los racistas hacían un dogma de la herencia, y las iz-quierdas veían al lamarckismo como una garantía de evolución.
Las experiencias que Kammerer realizó con salamandras alpinas parecían aportar pruebas a favor del lamarckismo. La salamandra negra vive en la montaña y tiene pocas crías; la manchada se reproduce en el agua y tiene crías en abundancia. Kammerer logró criar ejemplares negros en el llano y salamandras manchadas en la montaña, logrando que invirtieran sus hábitos reproductivos. Cuando su experiencia fue corroborada por otro investigador, le dieron un importante premio. También logró que los tritones Proteus, habitualmente ciegos, desarrollaran ojos después de haberlos criado bajo una luz roja, demostrando que en ellos el ojo estaba apenas atrofiado.
Sin embargo, lo que le daría una efímera fama internacional sería su trabajo con el sapo partero (Alytes obstetricans).
La hembra de este batracio pone los huevos envueltos en una bolsa de filamentos. El macho, después de fecundarlos, los incuba entre sus patas, con lo cual se ha ganado el apodo de “sapo partero”. A otras especies, que se aparean en el agua, la hembra les resulta más escurridiza. Para retenerla, sus patas delanteras han desarrollado unas almohadillas negruzcas que actúan como un cierre velcro. El sapo partero carece de ellas, porque copula en tierra.
Kammerer crió a dos sapos terrestres en un ambiente caldeado para obligarlos a refugiarse en una cuba de agua fresca y en 1909 anunció que después de varias generaciones habían desarrollado los “guantes nupciales”. Las dificultades que entrañaba reproducir estas experiencias desalentaron a otros, pero Kammerer presentó una colección de ejemplares disecados y abundantes fotografías. Sin embargo, a pesar de que todos vieron en esto un triunfo de las ideas lamarckianas, Kammerer prefirió explicarlo como un atavismo, tal como había ocurrido en el caso del tritón.

El fiscal Bateson
La historia sufrió un giro cuando intervino William Bateson. El inglés, uno de los estudiosos que retomó los trabajos de Mendel, había sido antes lamarckiano, y puso todo su fervor de converso en “desenmascarar” al austríaco. Viajó a Viena, habló con Kammerer y con su jefe Hans Prizbram, examinó a los especímenes y opinó que eran fraudulentos.
Durante la Primera Guerra Mundial Kammerer fue enviado al frente: sus sapos murieron porque nadie se ocupó de ellos y las muestras, tras pasar de un sótano a otro, se deterioraron. De regreso a la vida civil, el austríaco publicó otro estudio sobre el Alytes, pero desde las páginas de Nature Bateson volvió a denunciar como espurias todas sus experiencias, incluyendo las que había realizado con salamandras.
Más tarde, Kammerer viajó a Inglaterra y dio dos conferencias en Oxford y Cambridge. El único ejemplar que le había quedado fue examinado por científicos como MacBride y Haldane, y hasta Bateson se disculpó con él. Hizo un viaje a Estados Unidos y comenzó a hacerse famoso en la Unión Soviética, donde su trabajo parecía apoyar las teorías de Michurin. Los comunistas querían usarlo, y los racistas comenzaron a verlo como un enemigo ideológico.

El escándalo
Mientras tanto, la denuncia de Bateson había tenido eco en Estados Unidos. Dos décadas antes, un físico norteamericano llamado Wood había puesto en evidencia al francés Blondlot y sus inexistentes “rayos N”. Quizá su compatriota, el biólogo G. K. Noble, haya querido emularlo cuando se decidió a viajar a Austria para poner a prueba a Kammerer.
Noble se instaló en Viena y Hans Prizbram, el director del Instituto de Biología Experimental, le ofreció la colaboración de su asistente Weiss. Noble y Weiss examinaron el último ejemplar de sapo partero que aún conservaba la almohadilla en su única pata sana y les fue fácil demostrar que había sido inyectado con tinta china negra. Además, el ejemplar no era un Alytes sino una rana Bombinator, que está naturalmente equipada con los “guantes nupciales”.
Cualquiera diría que la falsificación era demasiado burda para no haber sido descubierta por los expertos que años antes habían examinado las muestras. Puesto a hacer fraude, cualquier profesional hubiera elegido la especie adecuada, y seguramente contaría con colorantes más sofisticados que la tinta china.
Como era obvio, el informe que Noble publicó en Nature el 7 de agosto de 1926 fue lapidario. Kammerer quedó en evidencia, y pasó poco más de un mes antes de que optara por el suicidio.
Tan poco clara quedaba la responsabilidad de Kammerer que su propio jefe salió en su defensa, aunque reconoció que había existido una adulteración. Prizbram siempre creyó en la inocencia de su colaborador, y atribuyó el sabotaje a un colega “loco de envidia”. Nunca dio a conocer su nombre, pero sostuvo que se trataba de un persona bien conocida que años más tarde acabaría internada en sanatorio psiquiátrico.
La hipótesis del colega tenía sus dificultades, teniendo en cuenta la torpeza del autor del fraude. En todo caso, bien podría haber sido una amante contrariada, una de las cuales había sido asistente de Kammerer en su laboratorio.
Mac Bride sugirió que quizás el autor del hecho no hubiese sido necesariamente un enemigo. Quizá fuera un simpatizante que, conociendo el estado calamitoso en que se encontraba el ejemplar que iba a ser examinado por Noble y Weiss, había intentado restaurar las marcas borradas.

El Comisario Lunacharsky
En la Unión Soviética el lamarckismo de Michurin se estaba convirtiendo en un dogma, y el concepto de herencia (incluso genética) era considerado reaccionario. El caso Kammerer parecía ideal para construir un mártir, haciendo del vienés una víctima de la ciencia burguesa.
Fue así como el cine soviético llegó a dedicarle un film apologético, Salamandra (1928), cuyo guión había escrito Anatoli V. Lunacharsky, el propio comisario del Pueblo para la Educación. Lunacharsky (1875-1933) era un humanista que protegió monumentos, iglesias y obras de arte en los momentos más difíciles de la guerra civil. Con todo, la película que le dedicó a Kammerer fue pura propaganda.
En el film, el vienés aparecía como un amigo del pueblo porque con sus sapos demostraba científicamente la posibilidad de engendrar al “hombre nuevo”, superando las limitaciones hereditarias. Sus ideas despertaban celos entre los reaccionarios, que le armaban una trampa.
Aquí al comisario Lunacharsky no se le ocurrió nada mejor que aprovechar para echarle la culpa a la religión. El villano no podía ser otro que un cura, de la misma calaña que el monje genetista Gregor Mendel. En una oscura sacristía el clérigo, secundado por un miembro de la nobleza, inyectaba tinta china en una salamandra. Al día siguiente, cuando todos estaban aclamando a Kammerer, los conspiradores sumergían al lagarto en una tina y mostraban con qué facilidad desteñía. Entonces una fiel discípula le aconsejaba al perseguido recurrir a Lunacharsky (¡interpretado por él mismo!) y el comisario facilitaba la huida de ambos a la URSS. La ficción era completa, si tenemos en cuenta que cuando se filmó la historia habían pasado dos años del suicidio de Kammerer.

El defensor Koestler
Pasaron muchos años hasta que Arthur Koestler retomara la historia en El caso del sapo partero (1971), movido por una actitud de simpatía hacia Kammerer, cuya tragedia quiso explicar por la intolerancia ideológica. Eran cosas que Koestler (perseguido por el nazismo, ex militante comunista y en su momento condenado a muerte por Franco) conocía en carne propia.
Koestler retomaba la hipótesis de Prizbram. El sapo teñido era un sabotaje hecho a espaldas de Kammerer por un colega loco, el personaje no identificado que acabó encerrado en un manicomio. Se trataba de la misma persona que había trucado las salamandras. Pero Koestler le añadía un nuevo tinte ideológico a la cuestión. Sugería que el saboteador probablemente fuera un nazi, que quería destruir a Kammerer no sólo por su vinculación con los soviéticos sino porque su experiencia ponía en jaque las teorías racistas.

El detective Gould
Pasaron casi ochenta años, y mucha agua corrió bajo los puentes. Stalin se sacó de encima a Lunacharsky, enviándolo como embajador a España, pero le dio plenos poderes al “lamarckiano” Lysenko, quien se las arregló para causarle profundos daños a la agricultura soviética y aniquilar a los genetistas rusos. Vavilov, el discípulo de Bateson, fue a parar al Gulag, y los que no lo acompañaron tuvieron muertes dudosas.
Ante los despropósitos de Lysenko, los marxistas occidentales como J. B. S. Haldane o Hermann Müller abandonaron el lamarckismo, y nadie quiso revisar las experiencias de Kammerer. En cuanto a Bateson, había muerto meses antes que Kammerer. Como para demostrar que los caracteres adquiridos no se transmiten, su hijo, el antropólogo Gregory Bateson, heredó su inteligencia, pero acabó siendo el fundador de la New Age, que tiene mucho de fraudulento. En cuanto a Koestler, que defendía la eutanasia, se suicidó.
Desde el punto de vista policial, el enigma sigue resistiendo tanto como lo hizo en su momento el fraude de Piltdown.
En cuanto a la ciencia, la cuestión parece haber sido resuelta por Stephen J. Gould. El gran biólogo recientemente desaparecido entendía que Kammerer no sólo podía haber sido sincero sino que hasta podría haber logrado los resultados que le valieron la fama. Según Gould, es muy posible que Kammerer lograra que el sapo partero de tierra desarrollara las almohadillas negras en sus patas delanteras. Toda la cuestión se desdibuja desde que la óptica darwiniana se ha integrado con la mendeliana. Ahora es posible interpretar aquellos resultados en términos de selección natural, sin apelar al lamarckismo.
Lo que habría hecho Kammerer admite hoy una explicación darwiniana. El sapo terrestre descendía de antepasados acuáticos. Entre éstos, los que nacían con almohadillas terminaron por imponerse por selección natural. Aunque el órgano se había atrofiado por falta de uso en los terrestres, seguía estando presente en su patrimonio genético. Al someter sus sapos a la presión del ambiente, Kammerer había logrado que se manifestaran los caracteres latentes que dormían en sus genes “silenciosos”.
Al haber desaparecido casi todas sus colecciones y teniendo grandes dificultades técnicas para reproducir la experiencia, Kammerer se sintió acosado por Bateson y otros críticos. Aquí, habría intervenido la mano de un “amigo” que quiso salvarlo inyectando tinta china, o la de un enemigo que lo hizo para destruirlo.
Lo curioso es que en su carta a la Academia soviética, Kammerer también admitía una falsificación en el caso de las salamandras, aunque en su último mes de vida no había podido tener acceso al instituto para verificar el estado de las muestras. Quizás en esos días alguien (¿Prizbram?) le contó la verdad de la historia, y se sintió impotente para remontar el escándalo.
¿El suicidio de Kammerer fue un desesperado intento para presentarse como víctima de una conspiración cargada de ideología?
En ese caso, ¿por qué no denunció al culpable, cuyo nombre seguramente conocía?
Así como el soldado uruguayo que fue fusilado a orillas del río poco antes de abolirse la pena de muerte, Kammerer fue “víctima de su error”. La pregunta sigue siendo: ¿En qué consistió el error? ¿Encubrir a la (o el) culpable, por motivos ajenos al hecho en sí? ¿Hacer la vista gorda ante un fraude que lo favorecía? ¿O quizás haber tenido la desgracia de vivir en una época muy complicada?

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