En Pensamientos secretos (Anagrama, 2002), su novela reciente –extraordinaria
en varios sentidos–, David Lodge logra poner en escena con gracia y naturalidad
una de las discusiones contemporáneas más interesantes sobre el
último territorio, el más íntimo y privado posible, al
que la ciencia empieza a dirigir sus reflectores: la conciencia humana.
La novela, siempre ligera y divertidísima, no revela ni deja sentir el
largo período de formación y preparación que el escritor
británico expuso por separado en “Conciencia y la novela”,
un ensayo de noventa páginas. Lodge da comienzo a ese ensayo con lo que
se llama la “hipótesis asombrosa”, debida a Francis Crick,
uno de los descubridores de la estructura molecular del ADN:
“Uno”, con sus goces y penas, sus memorias y ambiciones, su sentido
de identidad y su sensación de libre albedrío, no sería
otra cosa que el comportamiento de un vasto ensamble de células nerviosas
con sus moléculas asociadas. El sentido interno de conciencia es sólo
una ilusión, un epifenómeno de la actividad cerebral. Como lo
hubiera dicho Lewis Carroll: no somos más que un paquete de neuronas.
Más allá de la creencia religiosa en un espíritu individual
e inmortal (que en las interpretaciones platonistas preexiste incluso al nacimiento
humano), muchas personas, si no todas, encuentran útiles las palabras
“espíritu” o “alma” para expresar una cualidad
única y valiosa en la vida humana. La admisión tácita de
este dualismo está en el centro de la literatura, en la creación
de personajes con una vida interior que puede ser representada de la misma manera
que la apariencia física. Pero hay otras vinculaciones más profundas
y menos obvias entre las ciencias cognitivas y la literatura. Uno de los conceptos
clave en la ciencia cognitiva es el de qualia (plural de quale en latín).
Las qualia son, por definición, las percepciones propias, subjetivas
del mundo, como por ejemplo el olor del café recién hecho, o la
percepción del rojo. Estas experiencias, la materia más corriente
de la poesía y la narrativa, parecen muy difíciles de describir
desde el punto de vista científico: mientras que la literatura da cuenta
de la densa especificidad de la experiencia personal, que es siempre una cuestión
de primera persona (“la novela es una impresión personal, directa,
de la vida”, ha dicho Henry James), la ciencia es, debe ser, un discurso
en tercera persona.
Lo curioso, y que da base a este retorno de un materialismo “neuronal”,
es que las qualia se producen por el mismo patrón que la actividad neuronal
en cualquier asunto, como revela el escaneo del cerebro. Sólo “parecen”
únicamente subjetivas cuando se describen en lenguaje natural. “La
barrera entre conciencia y materia es sólo aparente y aparece como resultado
del lenguaje”, dice el neurocientífico Ramachandran. “Si
se pudiera puentear el lenguaje verbal y transferir la percepción neuronal
de rojo al cerebro de una persona ciega al color, se reproduciría la
quale de la percepción propia en esa otra persona.” Los escritores
serían así, a través del lenguaje escrito, “decodificadores”
o “traductores” de qualia.
El poder de la palabra
La literatura, sostiene Lodge, es un registro de la conciencia humana, el más
rico y exhaustivo. La poesía lírica es quizás el esfuerzo
más exitoso para describir qualia: se utiliza el lenguaje de una manera
en que la descripción no parece parcial, imprecisa, o dependiente del
contextopersonal. Aunque el poeta hable en primera persona, no habla por sí
solo: compartimos su qualia con lo que se ha llamado “el gozo del reconocimiento”.
El transporte se realiza mediante la analogía, metáforas, símiles.
“Por el poder de la palabra escrita, hacerte oír, hacerte sentir,
hacerte ver. Esto y no más, y es todo”, ha dicho Joseph Conrad.
La novela, por su parte, crea modelos ficcionales de qué significa ser
una persona que se mueve en el espacio y el tiempo. Estos modelos ficcionales
están también en la estructura más íntima de nuestra
conciencia. En efecto, de acuerdo con la paradoja que ya explicara William James,
el yo en nuestra corriente de conciencia cambia continuamente en el transcurso
del tiempo, aun cuando retenemos un sentido de que permanece el mismo durante
toda nuestra existencia. Damasio llama al yo que es constantemente modificado
el yo “duro”, y al yo que parece tener una clase de existencia continua,
el yo “autobiográfico”, y sugiere que es un tipo de producción
literaria, una historia básica que nos recontamos permanentemente. En
el relato clínico de Sacks que dio origen a la película Memento
(2000) se observa que la pérdida de la memoria “inmediata”
provoca en los pacientes una mitomanía frenética, la reinvención
desesperada del yo perdido.
El estilo libre indirecto
En la novela de Lodge, una de las protagonistas, una escritora, cita de memoria
el primer párrafo de Las alas de la paloma, de Henry James: “Ella
–Kate Croy– esperaba que su padre bajase, pero él se demoraba
allá arriba desconsideradamente, y había momentos en los que se
mostraba a sí misma, en el espejo de la chimenea, un rostro decididamente
pálido por esa irritación que la había llevado hasta el
punto, casi, de retirarse sin verlo”.
La escritora argumenta que se tiene aquí una descripción precisa
de la conciencia de Kate: sus pensamientos, su impaciencia, su vacilación,
su percepción de su propia apariencia en el espejo. Y sin embargo está
narrado en tercera persona, en oraciones elegantes, bien formadas. Es subjetivo
y es objetivo, declara. Pero su antagonista, un científico cognitivo
que discute con ella para seducirla, le hace notar que James puede decir lo
que hay en la cabeza de Kate porque lo puso él mismo, de su propia experiencia
y sabiduría sobre el comportamiento humano. Bien para la ficción,
concluye, pero no lo suficientemente objetivo para “calificar” como
ciencia. En esta discusión está el nudo de la dificultad para
cualquier representación de la conciencia del otro.
Lodge pasa revista a continuación a los principales intentos de representar
la conciencia en la novela moderna y contemporánea. Los primeros tres
grandes novelistas que discute son Defoe, Richardson y Fielding.
En Defoe, que escribió novelas bajo la forma de la autobiografía
ficticia o las confesiones, hay una ecuación simple entre la conciencia
en primera persona y la narración en primera persona. Lo que falta es
discriminación, sutileza, distintos puntos de vista. Con Samuel Richardson
y la novela epistolar, la narrativa se desarrolla con los acontecimientos y,
al tener más de un corresponsal, el autor puede presentar diferentes
puntos de vista de un mismo incidente y dejar que el lector los compare. Las
limitaciones tienen que ver aquí con el artificio de la correspondencia
epistolar. Fielding, por su parte, toma otro rumbo, mucho más abiertamente
ficticio. Su voz autoral está en todas partes y es el elemento dominante.
Describe los personajes y sus acciones en tercera persona y los comenta con
omnisciencia, pero la ironía implícita evita el efecto didáctico.
Sin embargo, en este período premoderno no era posible todavía
combinar el realismo de “aquilatación” que proporciona la
narración en tercera persona con el realismo de “presentación”
que da laprimera persona. Faltaba descubrir, justamente, el estilo indirecto
libre, que permite al discurso narrativo moverse de ida y vuelta entre la voz
autoral y la voz del personaje, el método que utilizó Jane Austen
y llevó a su máximo despliegue Henry James. El párrafo
de Las alas de la paloma es un ejemplo típico. La dicción es subjetiva,
el vocabulario condice con el probable modo de hablar o el pensamiento de Kate.
Pero la forma en que esas palabras se combinan están estructuradas por
una voz autoral, que describe la experiencia de Kate en tercera persona y nos
permite verla por adentro y por afuera.
Este viaje hacia el interior de la conciencia que inició Henry James
fue proseguido en términos más absorbentes por Virginia Woolf
y James Joyce. En su ensayo “Ficción moderna”, Woolf dice:
“La mente recibe una miríada de impresiones: triviales, fantásticas,
evanescentes... vienen de todos lados, una lluvia incesante de átomos
innumerables... Y sobre estos ‘átomos de experiencia’ declara,
como un programa: ‘Registrémoslos como caen en nuestra mente, en
el orden en el que caen, busquemos su patrón aunque parezca incoherente
y disconexo...’”.
Por su parte, Joyce crea la ilusión de representar lo que Virginia Woolf
llama “lo rápido de la mente” parcialmente por una técnica
de condensación. Como sabemos que nuestros pensamientos son más
rápidos y fragmentarios que la articulación verbal, Joyce representa
al flujo de conciencia dejando afuera verbos, pronombres, artículos y
oraciones sin terminar.
Superficie versus profundidad
Así, la novela moderna manifestó una tendencia general a centrar
la narrativa en la conciencia de sus personajes y a crear esos personajes a
través de la representación de sus pensamientos y sus sentimientos
más que a describirlos objetivamente. La dirección de esta clase
de ficción es, uno diría, de afuera hacia adentro, de lo dicho
a lo no dicho, de la superficie a la profundidad.
Sin duda, uno de los factores cruciales en este cambio de énfasis fue
el desarrollo del psicoanálisis. La idea de que existen motivaciones
inconscientes, o deseos reprimidos que se esconden detrás del comportamiento
abierto y que pueden ser rastreados en las narraciones enigmáticas de
los sueños, fue inmensamente estimulante a la imaginación literaria,
así como la constatación de que estos impulsos eran más
que a menudo sexuales en su origen. Pero sobre todo, el modelo freudiano de
la mente estaba estructurado como estratos geológicos: Inconsciente,
Preconsciente, Consciente en la Primera Tópica; Ello, Yo, Superyó
en la Segunda Tópica.
Por lo tanto, alentaba la idea de que la conciencia tenía una dimensión
de profundidad que era el objetivo de la literatura y el psicoanálisis
explorar.
La trama tradicional en que todos los efectos tenían sus causas lógicas
se descarta o desestabiliza, y los mecanismos poéticos del simbolismo,
los leitmotiv y las alusiones intertextuales son usados en cambio para dar unidad
formal a la representación de la experiencia que es vista como esencialmente
caótica. El juego de la memoria quiebra y mezcla el orden cronológico
de los eventos en la mente de los personajes de Joyce y de Virginia Woolf.
Pero hay en esta búsqueda una limitación infranqueable: el lenguaje
verbal es esencialmente lineal. Una palabra o un grupo de palabras viene después
de otro y nosotros aprehendemos su sentido acumulativo linealmente en el tiempo.
Cuando hablamos o escuchamos, cuando escribimos y leemos, estamos condenados
a este orden lineal. Pero sabemos intuitivamente, y la ciencia cognitiva lo
ha confirmado, que la conciencia es no lineal. En términos computacionales,
el cerebro es un procesador en paralelo quecorre varios programas simultáneamente.
En términos neurobiológicos es un sistema complejo de billones
de neuronas entre las cuales se hacen innumerables conexiones simultáneamente
mientras estamos conscientes.
El llamado de Virginia Woolf a “registrar los átomos de experiencia
mientras caen sobre la mente en el orden en que caen” es, por lo tanto,
erróneo. Los átomos no caen en un orden cronológico discreto,
nos bombardean desde todas las direcciones y son atendidos simultáneamente
por diferentes partes del cerebro. La metáfora de Dennett en La conciencia
explicada para el cerebro es pandemónium: todas la áreas diferentes
están, por así decirlo, gritando al mismo tiempo y compitiendo
por la dominación. Intuitivamente, Virginia Woolf sabía esto.
En una correspondencia interesante, su amigo Jake Raverat, un pintor, argumentaba
que la linealidad esencial de la escritura impedía representar la compleja
multiplicidad de un acontecimiento mental, como sí podía hacer
la pintura. Ella contestó que estaba tratando de sacudirse “la
línea formal de ferrocarril de la oración”. Quebrando esta
línea, por el uso de elipsis y paréntesis, borrando las fronteras
entre lo que se piensa y lo que se dice, y cambiando puntos de vista y voces
narrativas, ella trató de imitar en su ficción lo elusivo del
fenómeno de la conciencia, pero nunca pudo escapar totalmente de la secuencialidad
lineal de su medio. Es la misma desesperación e impotencia que invade
a Borges (personaje) en su relato “El Aleph” antes de empezar la
enumeración sucesiva de imágenes que ha visto simultáneamente
en la esfera.
Lodge prosigue su recorrido con las diferentes generaciones posmodernas y observa
que lo que tienen en común es una inversión en el énfasis
modernista de la profundidad sobre la superficie, un retorno a informar objetivamente
acerca del mundo externo y a concentrarse en lo que la gente dice y hace por
sobre lo que piensa y siente. Hay mucho más diálogo en proporción
a la descripción y el habla directa se marca claramente en el discurso
narrativo por los guiones convencionales. La narrativa da cuenta sólo
de la superficie del comportamiento humano. Ejemplos extremos de esta inversión
son las novelas enteramente en diálogos de Henry Green –que defendía
su método preguntándose: “¿Conocemos en la vida cómo
son realmente las otras personas? Ciertamente no sabemos lo que otras personas
están pensando o sintiendo. ¿Cómo puede entonces el novelista
estar seguro?”– y las novelas de Alain Robbe-Grillet, que pedía
en 1956 por un arte que permaneciera en la superficie y denunciaba lo que llamaba
“los viejos mitos de la profundidad”. “La superficie de las
cosas ha dejado de ser para nosotros la máscara de su corazón,
un sentimiento que nos condujo a toda clase de trascendencia metafísica.”
“El mundo –proclama– no es ni significante ni absurdo. Es
simplemente.” Robbe-Grillet está llamando, en el fondo, a una literatura
sin qualia.
Literatura y cine
Esta remisión estilística de la novela, de la profundidad a la
superficie, está también conectada con el surgimiento del nuevo
medio narrativo del siglo XX: el cine.
Comparado con la ficción en prosa, el cine está sobre todo atado
a la representación del mundo visible. Aunque los monólogos interiores
han sido deslizados en películas, van contra los principios del medio
y no pueden ser usados extensivamente o repetidamente sin convertirse en una
obstrucción.
El cine también devolvió la historia a la ficción literaria.
La novela de la conciencia tiende a disminuir la importancia de la historia
por obvias razones: en la medida en que se va más profundo dentro de
las mentes de los personajes, el tempo narrativo es más lento y admite
menos acciones. Más aún: la maquinaria de la trama tradicional
puede ser vista como una distracción del verdadero asunto del novelista
que sería crear lasensación de “vida sentida”. En
Joyce y Woolf, la narrativa llega a un mínimo. No es sorprendente que
la acción de la más grande de las novelas de flujo de conciencia
tenga lugar en un solo día ordinario.
En el final, Lodge se pregunta a qué debería atribuirse el retorno
contemporáneo al paso uno, la novela en primera persona, la forma que
parece predominar en nuestro tiempo, y arriesga que quizás la causa principal
sea la desconfianza general epistemológica y el escepticismo sobre lo
que podemos saber de otras personas. En un mundo en el que faltan las certidumbres
y aún la objetividad de la ciencia está en duda, la voz humana
solitaria, contando su propia historia, puede parecer la única manera
auténtica de traducir la conciencia. Por supuesto, en ficción
esto es tan artificioso como escribir sobre un personaje en tercera persona.
Pero crea una ilusión de realidad: logra, todavía, la suspensión
de la duda.
Quizás lo más curioso en este recorrido en bucle es algo que Lodge
no llega a decir: que detrás de cada nuevo experimento sobre la representación
de la conciencia hubo una cierta fe o un cierto escepticismo filosófico,
un programa de afirmación o rechazo, el convencimiento de que la nueva
modalidad representaría más fielmente a la realidad. Ninguno de
los innovadores parecía confiar plenamente en la autonomía del
mundo ficcional y no están, por lo tanto, tan lejos como creyeron de
los realismos que quisieron dejar atrás. Cuando Virginia Woolf se rebela
contra los escritores “materialistas”, cree que se está acercando
a una descripción más precisa del pensamiento. Cuando Henry Green
prefiere los diálogos porque “nadie puede saber lo que piensan
otras personas” o cuando Robbe-Grillet denuncia el “mito de la profundidad”,
también están subordinando su narrativa a preceptos filosóficos.
Pero la representación “final” de la conciencia puede ser
simplemente impracticable desde el punto de vista literario, como ya lo presintió
amargamente Virginia Woolf. Puede forzar la literatura a elongaciones imposibles,
a estados terminales, a registros escuálidos. ¿Qué ocurriría
si la “realidad” de la conciencia fuera el pandemónium de
descargas eléctricas simultáneas que conjeturan los científicos?
¿Habría algún escritor interesado en esa representación?
¿No habrá llegado entonces el momento de aceptar con todas sus
consecuencias que la ficción, como escribió con audacia Henry
James, compite con la vida, crea vida, es vida, y que esa vida tiene una autonomía,
una estética y un ser propios?
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