BIOLOGíA DE LA BELLEZA
Espejito, espejito
Por Federico Kukso
Cada vez que la biología apunta sus microscopios hacia algún fenómeno social y se pronuncia sobre el tema se arma una complicación. No porque lo que digan no sea cierto o no puedan probarlo, sino porque hay de aquellas personas que tienen la extraña capacidad de entender exactamente al revés lo que se dice y hacer correr su versión como pan caliente. No es que todos los biólogos sean inocentes. Están, por ejemplo, aquellos a los que les gusta arrojarse encima de cuanto grabador o cámara de televisión se prenda y exclamar haber encontrado el gen o la fórmula mágica que explica tal o cual mal: las desigualdades sociales, las enfermedades, el crimen y la violencia. Y entonces estallan guerras epistemológicas (entre los biólogos “serios” y los biólogos “mediáticos”) y, si bien la mayoría se desatan a puerta cerrada, alguna bombita suele caer en el lugar y el momento equivocado; y otra vez hay problemas. Es precisamente lo que sucede con los dimes y diretes que se tejen alrededor de un tema que mueve ríos de millones de dólares, pesos y euros; montañas de rimmel, lápiz de labio e hilo quirúrgico (de cirugías plásticas) y también consume horas de terapia: la belleza. ¿Subjetiva o impuesta genéticamente?, ¿criterio particular o universal? Esos son los dilemas.
La piedra de la evolución
A muchas personas les cuesta aceptar la cruel realidad: uno no es más que el producto de millones de años de prueba y error; marionetas de un juego de azar, de aquel leitmotiv darwiniano llamado evolución (aunque valga aclarar que Darwin no inventó ni demostró el término sino que sólo infirió que había sucedido). Si uno lo piensa bien, esto quiere decir que del ser humano no hay uno sino miles de modelos distintos que se sucedieron en magnitudes de tiempo a duras penas imaginables por el común de los mortales.
Como bien señaló Darwin en El origen de las especies (1859), de la multiplicidad de animales de una especie que nacen sólo una parte sobrevive a la lucha y logra reproducirse. Aquellos que logren adaptarse -lo más aptos– viven y los que no, mueren. No hizo falta mucho tiempo, en cambio, para que se reprodujeran los Herbert Spencer y los Arthur de Gobineau, aquellas tenebrosas figuras de fines del siglo XIX que con sus teorías sobre el darwinismo social sembraban el terror, justificaban el colonialismo y la dominación de los unos por los otros. Pero eso es un paréntesis en la historia del darwinismo. Lo cierto es que el ser humano lleva a cuestas un manual que lo empuja a conseguir alimento, buscar refugio, encontrar pareja y reproducirse. Y por una razón u otra en la realización de este último mandato tiende a elegir a su acompañante tanto por su atractivo físico como por factores culturales.
El problema estaba planteado y el interrogante abierto: ¿qué determina que una persona considere atractivo a uno y no a otro? Como no podía ser de otra manera, el primero en disecar el tema –en lo que respecta al mundo animal– fue también Darwin, quien en 1871 afirmó que los animales tienen un sentido estético y tienden a elegir –en una competencia con los miembros de sus propios sexo- a la más bella de las parejas en oferta para transmitir sus genes (selección sexual). Pero, en cuanto a los seres humanos, no se tenía ni idea de lo que pasaba. Lo único que atisbó a decir el científico británico, en base a comentarios de misioneros ingleses, fue que no existía un estándar general de belleza y que cada cultura tenía el suyo. Y ahí dio por concluida la polémica; al menos para él.
Ellos y ellas
A grandes rasgos, se concuerda que a lo largo de la historia los cánones de belleza cambian caprichosamente. Por ejemplo, en el siglo XV las cortesanas europeas se tiraban el pelo hacia atrás para que sus frentes lucieran más grandes... y muchos las consideraban lindas; en el siglo XVI, después de que Francisco I de Francia accidentalmente se quemara la cabellera con una antorcha, los hombres comenzaron a lucir pelo corto. Luego, en el XVIII vinieron las pelucas, el desparpajo y el derroche barroco que se esfumó con la época victoriana –y su pacatería– que impuso la moda de andar con poco maquillaje.
Lo que ahora muchos científicos ponen en duda es la particularidad de la noción de la belleza. Así fue que para calmar espíritus inquietos nació la psicología evolucionista y diseminó con sus experimentos algunas respuestas pero muchas más dudas. Uno de los argumentos de plomo de este nuevo campo es que lo que todo ser humano, independientemente de su sexo, edad o clase, valora a la hora de juzgar el atractivo ajeno es la simetría corporal. Y, según aducen, esta propiedad sería indicadora de un buen sistema inmunológico, la etiqueta perfecta de “calidad genética” que garantizaría buena descendencia. Claro que desde hace mucho nadie cree que el ser humano anda por ahí acatando ciegamente su instinto animal y lo que dicen sus ladrillos genéticos. Sin embargo, algo debe afectar e influir en hombres y mujeres para que sientan atracción mutua.
Pues bien, hay quienes creen haber encontrado el talón de Aquiles de la atracción sexual: las feromonas (moléculas secretadas por los organismos vivos). Se sabe que muchos mamíferos marcan los límites de sus territorios con estos compuestos de modo tal que son capaces de reconocerse entre sí. Uno de los primeros y más famosos experimentos realizados para comprobar la incidencia de estos químicos en el comportamiento humano consistió en solicitar a mujeres que clasificaran sensualidad, atracción y hasta estado del sistema inmune de un grupo de hombres a partir del olfateo de sus remeras sudadas y sus axilas. El resultado: aquellos hombres que tenían las defensas más altas eran los más codiciados para oler. Obviamente la noticia llegó al toque a los oídos de los empresarios de la industria del perfume y ya distribuyen colonias con feromonas sintetizadas en laboratorios (androstenona y androstenol) que garantizan un sex appeal casi tan instantáneo como los efectos del Viagra.
Pero sin duda, quien se lleva todos los aplausos por sus arduas investigaciones en el arte de conquistar mujeres es un tal Devendra Singh (Universidad de Texas), inventor del “coeficiente de belleza femenina”. Según el profesor, la mujer ideal es aquella cuyo coeficiente resultante de la división del perímetro de la cintura por el tamaño de la cadera es igual a 0,7. Singh, ávido seguidor de la revista Playboy, asegura que dicha cifra representa el equilibrio entre forma física y fertilidad, y que coeficientes menores indican mujeres con serios problemas físicos. Entre estas últimas está ni más ni menos que la muñeca Barbie, cuya relación cadera/cintura es 0,5. Singh no sabe por qué, pero aún sigue soltero.