› Por Esteban Magnani
La Reserva Ecológica de la Costanera Sur tiene el valor de lo inusual.
A un costado de un transitado bosque de hormigón y asfalto en el que
lo más parecido a la biodiversidad es la moda que siguen los seres humanos,
se encuentra una hermosa excepción de algo que antes era la regla: naturaleza
en estado puro; lo que para la Pampa significa cortaderas, coipos, pájaros
de todo tipo, humedales, ciénagas y demás. En la Reserva viven
los verdaderos descendientes de los porteños originarios, los mismos
que en el siglo XXI compiten por un espacio, por la supervivencia.
En este rincón de Buenos Aires, que hasta hace 25 años era dominio
del río, se puede encontrar una buena expresión de lo que era
la Pampa antes de que llegaran los europeos, y permite comprender cómo
es que los primeros colonos murieron de hambre en tierras que hoy podrían
alimentar a millones. La Reserva Ecológica Costanera Sur es también
un ejemplo de la fuerza de la naturaleza para sobrevivir en cuanto se le da
un espacio y del esfuerzo que debe hacer el hombre para no alterar su equilibrio
(ver recuadro).
De porteños originarios
El área de Costanera Sur tiene una historia porteña bastante conocida.
Tomemos como punto de partida la inauguración del Balneario Municipal
en 1918, época en la que se transformó en un lugar de paseo y
exhibición de la burguesía porteña, con sus confiterías
paquetas y su fresco viento ribereño. Fotos de época dan testimonio
de paseantes de sombrero y bañistas de malla enteriza, remojando su calor
en las aguas del Río de la Plata. Como era de esperar, los hombres chapuceaban
separados de las mujeres por un espigón, como obligaba el reglamento.
De cualquier manera, la costumbre del baño se fue erradicando en la medida
en que la industria del sur del conurbano comenzó a utilizar el río
más ancho del mundo como desaguadero de sus desperdicios. A fines de
1950, la Costanera Sur decayó inevitablemente.
El lugar quedó prácticamente abandonado hasta 1978, cuando los
camiones comenzaron a traer los escombros que dejaba la nueva autopista en su
avance. Así alimentados, crecieron los terraplenes que encerraron el
agua en gigantescos piletones que también se rellenaban, sobre todo con
los restos del dragado del río. La intención de las uniformadas
autoridades de entonces era crear un centro administrativo y espacios verdes.
El plan, como tantos otros ideados por los militares, no prosperó y el
proyecto quedó a la deriva, aunque se siguieron tirando escombros en
forma intermitente hasta 1984. Fue la naturaleza la que tomó la posta
y comenzó a construir sobre los escombros muertos, e hizo lo que mejor
sabe hacer: reproducir la vida.
Es que la ubicación de la Reserva Ecológica la hace una estación
privilegiada para los animales que vienen a la deriva por el Paraná.
En las sucesivas inundaciones, especialmente en las de 1986 y 1992, miles de
plantas y animales viajaron en camalotes, como improvisadas arcas, y recalaron
en este trozo de tierra. Así fue que se juntaron especies típicas
de toda la cuenca del Paraná, antiguas habitantes de estas tierras que
los recién llegados, los porteños modernos, nunca habían
visto. Es el caso de las cortaderas, nombre de los “penachos” que
se encuentran portodos lados en la Reserva y que explican que la Pampa sólo
tuviera el ombú, ya que por la velocidad con la que crece y la fuerza
de sus raíces, prácticamente no deja espacio a retoños
de ninguna especie en su área de influencia.
“Cuando se empieza a desarrollar la naturaleza, por el ‘83, ‘84,
se empieza a acercar mucha gente para aprovechar que era el único contacto
que tenía con el río; y también muchas ONG”, cuenta
Gustavo Russo, uno de los baqueanos que trabaja en la Reserva. El paisaje cada
vez más rico en variedad comenzó a atraer a aerobistas, ciclistas
e incluso a ornitólogos, que tenían la posibilidad, a tiro de
colectivo, de ver una gran variedad de aves autóctonas. En 1986, el viejo
Concejo Deliberante finalmente votó por la protección del área.
Con el desarrollo del proyecto inmobiliario de Puerto Madero en la zona que
rodea la Reserva, llegarían los piromaníacos, en general menores,
a los que se les daban unos pesos por tirar un poco de nafta y un fósforo.
Las cortaderas hacían el resto. Cuenta Russo que “entre 1986 y
1992 teníamos unos 4 incendios semanales; en todos los años siguientes
sólo 36 anuales”, gracias a que ahora cuentan con equipos y cámaras
para prevención. Por suerte, la recuperación de las partes incendiadas
es generalmente rápida: “La cortadera se quema muy rápido,
pero tiene una raíz muy fuerte. Si alguien va ahora a ver cómo
está lo que se incendió hace un par de meses, encuentra que ya
está todo cubierto de nuevo”.
Actualmente, la Reserva, con sus 353 hectáreas de terreno, es uno de
los tres pulmones de la ciudad y más de 1/3 del total de espacios verdes
porteños. Además está por incorporar unas 17 hectáreas
más que pertenecían a la empresa que construía las autopistas
y sobre las que “la naturaleza ya ha comenzado a avanzar. Estamos viendo
qué hacemos con las construcciones de hormigón que hay junto con
varias organizaciones, los vecinos autoconvocados y la UBA”, cuenta el
coordinador general de la Reserva, Alberto Olveira.
En tierras indias
La fauna porteña que habita este ecosistema se puede visitar todos los
días. Además de las especies, el aroma que se respira, las vistas,
especialmente las nocturnas, dan una paz que no suele estar accesible del otro
lado de la entrada. Las iguanas se cruzan sin problema cuando hay poca gente
y en el agua hay patos, gallaretas y mucho más. Las lagunas no están
conectadas directamente con el río, por lo que su caudal varía
mucho según la época del año y el paisaje cambia con las
estaciones.
Es, básicamente, lo que encontró, por ejemplo, Don Pedro de Mendoza,
al tocar tierras indias en 1538, cuando fundó el Puerto de Nuestra Señora
de Santa María del Buen Ayre, excepto por algunas especies que llegaron
justamente con los colonizadores. En realidad lo de tocar tierras indias es
una forma de decir, ya que lo que caracterizaba el área, al igual que
la Reserva, eran los bañados, las ciénagas: el barro.
El Buenos Aires de aquel entonces no estaba muy bien preparado para el turismo.
Las cortaderas cortaban –justamente– la visión, dificultaban
el paso y hacían que se perdieran expediciones que no encontraban puntos
de referencia. Para colmo, de su interior saltaban los “tigres”
(como llamaban los españoles a los numerosos pumas) y nada había
para comer. Después de haber recorrido miles de kilómetros con
la promesa de enormes riquezas, era evidente que el lugar no era ideal para
unas vacaciones.
Por si esto fuera poco, los malos tratos a los indios terminaron con un sitio
a la fortaleza de la primera Buenos Aires que obligó a los españoles
a comer lo que hubiera a mano, incluso españoles, al decir de la crónica
del alemán Ulrico Schmidl, quien se encontraba entre los sitiados. Tras
este y otros enfrentamientos, el asentamiento fue finalmente abandonado. Sólo
quedaron algunas vacas y caballos que hicieron su camino natural y sereprodujeron
en cantidad. Prueba de ello es que en el tiempo que lleva a la segunda fundación,
40 años, los indios ya había aprendido a cabalgar y a cuidar de
sus caballos. “Acá, los chicos pueden recrear la situación
de un grupo de colonizadores al llegar a un lugar absolutamente desconocido.
Una incursión de un grupo en medio de esos pastizales descubría
yararás, pumas, hambre, pantanos... Obviamente de esa incursión
volvían dos”, describe Olveira, aunque aclara que de las excursiones
escolares siempre vuelven todos.
Ver para creer
En definitiva, más importante que las palabras, es vivir la Reserva como
cualquier otro espacio, como lo hacen miles de chicos de escuelas porteñas
y vecinos que tienen así una oportunidad de otra manera vedada por la
urbe. Allí encuentran la Buenos Aires del pasado y la diversidad natural.
“Los de Parques Nacionales no lo pueden creer. Ellos en el sur ven un
cisne de cuello negro cada tanto y nosotros acá tenemos cientos”,
se ufana Russo. Aquí nomás.
La Reserva Ecológica ofrece visitas guiadas diurnas para escuelas y público en general los fines de semana, y nocturnas cuando hay luna llena. Todas son gratuitas. Para obtener más información: 4315-1320/4129 o al 0800-4445343.
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