› Por Mariano Ribas
De vez en cuando, en algún rincón de nuestra galaxia, una estrella
termina su vida de manera catastrófica: explota, liberando en segundos
una cantidad monstruosa de luz y energía. En ese instante, puede brillar
más que miles de millones de soles juntos. Es un final glorioso: la estrella
se ha convertido en supernova. Y el resultado de este drama galáctico
es un deforme amasijo de gases en velocísima expansión. Con el
correr del tiempo, la furia se apaga. Y todo lo que queda es un etéreo
fantasma a la deriva, que esconde en su centro un cadáver estelar diminuto
y ultradenso.
Las supernovas son uno de los fenómenos más extraordinarios que
puede producir la naturaleza. A escala galáctica, son relativamente frecuentes.
Pero desde nuestra modesta perspectiva temporal, son muy raras: de hecho, en
la historia más reciente de la humanidad, muy pocas supernovas se han
encendido en los cielos de la Tierra. Es más, este año se cumplen
exactamente cuatro siglos desde la última. Mientras esperamos la próxima,
podemos viajar en el tiempo y encontrarnos con las cinco únicas supernovas
del pasado milenio.
1006: La supernova mas brillante
“Apareció una nueva estrella, de inusual tamaño, resplandeciente
y que ofuscaba la vista, causando alarma... se la vio de ese modo durante tres
meses, en los recónditos confines del Sur, más allá de
todas las constelaciones que se ven en el cielo.”
La cita aparece en los anales del monasterio benedictino de Saint Gallen, en
Suiza, y describe un espectáculo sin igual en toda la historia escrita
de la astronomía: la supernova de 1006. Esta impresionante catástrofe
estelar fue observada por todos los pueblos del mundo, causando asombro, curiosidad
y mucho temor. Y no era para menos, porque parecía una amenazante llamarada
que iluminaba todo el cielo nocturno.
Era la madrugada del 1 de mayo de 1006. De pronto algo comenzó a brillar
en la constelación de Lupus. Al principio, sólo era un inocente
puntito de luz semejante a cualquier otra estrella. Pero con el correr del tiempo,
se convirtió en tremenda mancha luminosa, tan brillante como la Luna.
En distintas partes de la Tierra, incontables observadores advirtieron la presencia
de la “nueva estrella”. Y sintieron miedo. Uno de ellos fue el físico
egipcio Ali ibn Ridwan, que la observó de niño: “...era
un cuerpo circular, de dos y medio a tres veces el tamaño de Venus. El
cielo resplandecía a causa de su luz, que era mayor que la de la Luna
en cuarto”.
La supernova de 1006 fue tan luminosa, que pudo verse, incluso, durante el día.
Y a diferencia de otras –anteriores y posteriores– fue cuidadosamente
observada por todas las civilizaciones del mundo. Todos quedaron atónitos
ante semejante fogonazo de luz en el cielo. Los astrónomos chinos de
la corte imperial la definieron como una “estrella invitada” y “como
un disco de oro”. En Europa, causó pánico generalizado.
E incluso, se la confundió con un cometa amenazante: el francés
Alpertus de Mertz la describió como “un cometa de aspecto horrible,
que emite llamas en todas direcciones”. Las descripciones de este tipo
fueron la regla en casi todos los relatos que se conservan, ya sean europeos
o asiáticos. Y una constante: para casi todos, era una terrible señal
de los cielos, que anunciaba catástrofes, hambrunas, guerras, epidemias
y augurios por el estilo. La estrella invitada continuó ardiendo en los
cielos terrestres durante varios meses. De a poco, fue perdiendo brillo. Y tres
años después de su repentina aparición dejó de verse
a simple vista.Por entonces, el emperador chino Zhenzong había instituido
un sacrificio humano, en forma regular, destinado a la estrella.
Casi mil años más tarde, los astrónomos modernos observaron
lo que aún quedaba de aquella supernova: un remanente gaseoso, pálido,
con forma de cáscara medianamente esférica. Y a más de
7000 años luz de distancia.
1054: El Cangrejo
La siguiente catástrofe estelar observada por la humanidad ocurrió
sólo medio siglo después. Al parecer, los primeros que la vieron
fueron los chinos y los japoneses. Era la madrugada del 4 de julio de 1054.
Y apareció en el cielo del Este, en la constelación de Tauro,
poco antes de la salida del Sol. Por entonces, reinaba el emperador chino Renzong.
Y a pesar del aspecto impresionante de la supernova (casi tan brillante como
Venus), el astrólogo jefe de su corte, Yang Weide, se ocupó de
mantener la calma. Según decía, la estrella era “la señal
de un gobernador virtuoso”. Un anuncio que, lógicamente, era música
para los oídos de Renzong.
Muy lejos de allí, en Constantinopla, el fenómeno llamó
la atención del físico cristiano Al-Makhtar ibn Butlan. Su breve
reporte, desbordante de asombro, parece ser el único que se conserva
del Imperio Bizantino. Hay vagos indicios que sugieren que la supernova también
provocó gran curiosidad en Europa. E incluso, en Nuevo México,
Estados Unidos, se ha encontrado una posible representación artística
del evento: una pintura en la roca de la cultura Anasazi. Y la datación
indica que pertenecería a mediados del siglo XI. Allí aparecen
la Luna y una enorme estrella con puntas, y más arriba, la mano del artista.
Si bien no fue tan espectacular como la de 1006, esta supernova tuvo una notable
performance: fue observable a simple vista durante 21 meses, incluyendo tres
semanas en las que se la pudo ver en pleno día. Pero además, este
estallido estelar produjo el más famoso de todos los remanentes de supernovas:
la conocida “Nebulosa del Cangrejo”. Es una nube filamentosa de
gases en expansión, enorme y brillante. Tanto, que puede verse con pequeños
telescopios a pesar de los más de 6000 años luz que nos separan
de ella. Uno de los primeros en observarla fue el gran astrónomo y cazacometas
francés Charles Messier, en 1771. De hecho, ocupa el número 1
en su famosa lista de objetos difusos (por lo que también es conocida
como “M1”, la “M” por Messier). Durante la mucho más
cercana década de 1960, los astrónomos descubrieron que la “Nebulosa
del Cangrejo” es una poderosa fuente de ondas de radio y rayos X. Y que
en su más profundo interior, se esconde un “pulsar”, una
bola ultracompacta de neutrones –de 15 kilómetros de diámetro–
en rápida rotación. Es todo lo que queda del núcleo de
la estrella muerta.
1181: Una explosion no tan famosa
La racha de supernovas de la Vía Láctea (visibles desde la Tierra)
continuó poco más de un siglo más tarde. Y la verdad, es
que ésta es la menos famosa y notable del quinteto. Apareció el
6 de agosto de 1181 en la constelación de Casiopea, y fue detectada por
primera vez en China. Y un día más tarde, la vieron los japoneses.
No hay muchos datos sobre esta supernova, probablemente porque no fue tan deslumbrante.
Y buena parte de lo que se sabe, se lo debemos a Fujiwara Sadaie, un poeta japonés
que, curiosamente, no la vio, porque aún no había nacido. ¿Y
entonces? Ocurre que después de quedar atónito por la aparición
de una “estrella invitada” en 1230 (que, en realidad, era un cometa),
Sadaie se puso a recopilar, con gran entusiasmo, registros japoneses de eventos
similares. Y así, dio con varios relatos, entre los que se encontraban
las supernovas de 1006 y 1054. Y también, por suerte, la de 1181. El
artista, devenido en historiador de la astronomía, incluyó esa
preciosa información –junto a otras cosas– en una compilación
llamada Meigetsuki (“Diario de la Luna Llena”). Y gracias a esa
fuente, sabemos que la supernova de 1181 alcanzó un brillo considerable,ubicándose
entre las estrellas más destacadas del cielo. De todos modos, no fue
tan llamativa como sus dos predecesoras. Y sólo se la pudo ver durante
6 meses.
Como en los casos anteriores, los astrónomos modernos se apoyaron en
las fuentes históricas para dar con los restos de aquel terrible cataclismo
cósmico: un enorme y pálido desparramo de gases (casi invisible,
aun con grandes telescopios), que emite ondas de radio y rayos X. En los últimos
años, el Observatorio Chandra de Rayos X –en órbita terrestre–
descubrió que en el interior de esa nube hay un púlsar que gira
15 veces por segundo. El par de supernovas que sigue está directamente
ligado a dos de los más grandes astrónomos de todos los tiempos...
1572: La Supernova de Tycho
La cuarta supernova del último milenio se hizo rogar. Estalló
recién el 6 de noviembre de 1572, también en la constelación
de Casiopea. E inmediatamente, fue vista desde Corea. Sin embargo, su testigo
más célebre fue Tycho Brahe (1546-1601), uno de los más
grandes observadores del cielo de la astronomía pretelescópica.
El astrónomo danés, que por entonces tenía 26 años,
recién pudo observar a la supernova el 11 de noviembre (aparentemente,
por culpa del mal tiempo). Al principio, Tycho fue muy escéptico. Pero
al cabo de unos días se convenció de que, verdaderamente, se trataba
de una estrella (y no, por ejemplo, de un simple fenómeno atmosférico).
Y entonces, comenzó a estimar su posición en el cielo, con su
habitual y envidiable precisión. “Medí su situación
y distancia con respecto a las estrellas vecinas de Casiopea, y anoté
con sumo cuidado todas aquellas cosas que eran visibles al ojo, concernientes
a su tamaño aparente, forma, color y otros aspectos”, escribió
en Astronomiae instauratae progymnasmata (“Introducción a la nueva
astronomía”), publicado en 1602, un año después de
su muerte.
Las meticulosas observaciones de Tycho dieron lugar al primer estudio científico
de una supernova. Y gracias a ellas, concluyó que el objeto debía
estar, forzosamente, más lejos que la Luna, en el reino de las “estrellas
fijas” (porque no mostraba “paralaje”, es decir, un aparente
corrimiento angular al ser observada desde dos lugares diferentes). Casi nada:
era un cachetazo a la doctrina aristotélica, según la cual, los
cambios sólo podían ocurrir en el “mundo sublunar”.
La supernova, que llegó a brillar tanto como Venus, dejó de observarse
a simple vista recién un año y medio después, en mayo de
1574. En la década de 1950, los científicos detectaron sus restos
mortecinos (en luz visible y en ondas de radio). Hoy y siempre, la gran explosión
estelar de 1572 será recordada como la “Supernova de Tycho”.
Con toda justicia.
1604: El turno de Kepler
Sólo tres décadas más tarde, otra bomba de luz alteró
la calma de los cielos. Se encendió en la constelación de Ofiuco,
el 9 de octubre de 1604. Y el primer avistaje habría sido en Italia.
Los chinos la detectaron al día siguiente, y los coreanos, el 13. El
mal tiempo reinaba en buena parte de Europa. Y por eso, el gran Johannes Kepler
(1571-1630), por entonces en Praga, recién la observó el 16 de
octubre. Aparentemente, llegó a ser casi tan brillante como la de Tycho.
Y tardó más de un año en desaparecer. Durante todo ese
tiempo, Kepler no le quitó el ojo de encima. En realidad, quedó
atónito. Pero sabía que algo así ya había pasado
cuando él sólo tenía un año de edad: se la había
perdido, pero ésta era su revancha.
El astrónomo alemán, de 33 años, midió la posición
del misterioso objeto, y comparó su brillo con el de otras estrellas
y planetas del cielo: era impresionante, apenas más pálida que
Venus. Trabajando en equipo con su colega y compatriota David Fabricius, Kepler
intentó medir su paralaje. Pero no tuvo éxito: nuevamente quedaba
en claro que esas “cosas” formaban parte del mundo de las estrellas.
Otro derechazo alestático modelo de Aristóteles, que a esta altura
(y por supuesto, no hay que olvidarse de Copérnico), irremediablemente,
se caía a pedazos.
Los trabajos de Kepler quedaron inmortalizados en De stella nova in pede Serpentarii
(“Sobre la nueva estrella en el pie del Serpentario”, como se le
llamaba por entonces a la constelación de Ofiuco), publicado en 1606.
Y al igual que en los cuatro casos anteriores, la astronomía moderna
logró encontrar el lugar exacto y los restos de la “Supernova de
Kepler”. La quinta, la última.
Esperando la proxima
Desde entonces, han pasado cuatrocientos años. Y al menos desde aquí,
ninguna otra supernova parece haber estallado en la Vía Láctea
(de todos modos, es probable que nos hayamos perdido más de una, por
culpa de las espesas nubes de gas y polvo que se interponen en el espacio interestelar).
La pausa ha sido muy larga. Incluso más larga que la que separó
a las supernovas de 1181 y 1572. Y los astrónomos saben que, en cualquier
momento, alguna otra estrella podría explotar. Hay varias que tienen
los días contados, como las famosas Aldebarán, Ahondarás,
Eta Carina, Rho Casiopea, y la espectacular Betelgeuse. Cualquiera de ellas
podría estallar esta misma noche. O mañana. O quizá dentro
de un año, o diez, o cien. Es difícil saberlo. Ojalá que
vivamos para ver la próxima. Tal vez, en el futuro, alguien podría
contar la historia de nuestra supernova.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux