Sáb 05.06.2004
futuro

El llamado del cosmos

Por Pablo Capanna

La exploración espacial, un proyecto impulsado para desplazar las tensiones de la Guerra Fría hacia un terreno más “deportivo”, parece renacer después de un período de languidez presupuestaria, y ahora han surgido nuevos actores que se suman a las dos potencias de entonces.
Actualmente, hay varios robots y sondas que están explorando Marte y el estudio del sistema solar avanza a ritmo sostenido. El llamado del cosmos parece haber sobrevivido a los objetivos político-militares que lo potenciaron, y ahora convoca a otros intereses, que de algún modo permiten satisfacer el interés científico.
El origen de la tecnología espacial suele remontarse a los cohetes alemanes de la Segunda Guerra Mundial y al desarrollo de los misiles intercontinentales durante la guerra fría. Pero si prescindimos de los crudos intereses militares y políticos que inyectaron dinero y recursos para que pudiésemos salir por primera vez de la Tierra, por cierto que el origen de la idea es muy anterior. Es una idea que, a la manera del “gen egoísta” de Dawkins o de la “astucia de la razón” hegeliana, se valió de los intereses realistas de los poderosos de turno para realizar una fantasía nacida en la cabeza de un par de jovencitos que, al parecer, habían leído demasiadas novelas.
La historia comienza con dos adolescentes que vivieron en décadas distintas y a miles de kilómetros de distancia; eran chicos que devoraban las fantasías de Verne y de Wells y soñaban con viajar a los planetas. Uno era sordo y había nacido en Rusia; el otro era norteamericano y la tuberculosis lo había dejado discapacitado. En sus tiempos no había droga ni rocanrol. El sexo escaseaba y tampoco había chateo ni jueguitos interactivos, de manera que no quedaba otra cosa que hacer trabajar la imaginación.
Los dos tenían diecisiete años. Uno vivía en Moscú y en una noche helada, a fines del siglo XIX, salió a mirar las estrellas. Veintitrés años más tarde, el otro se subió a un árbol en una granja de New England, y bajó convencido de que era posible llegar a Marte. Esas fantasías, inspiradas por libros de ciencia ficción que habían leído, fueron las que nos iban a llevar al espacio, cuando los “realistas” se hicieron cargo de ellas.

EL MAESTRO RUSO
Konstantin Ziolkovski (1857-1935) no hizo muchos experimentos en su vida, pero fue capaz de concebir todo lo que otros harían en el espacio y mucho de lo que aún queda por hacer, unos cuantos años antes de que el avión de los hermanos Wright levantara vuelo.

Ziolkovski nació en Ryazán en una familia de dieciocho hermanos. A los diez años la escarlatina lo dejó sordo, de manera que tuvo dificultades en la escuela y tuvo que recurrir a la nutrida biblioteca paterna para aprender los rudimentos de la física y la matemática. Con todo, llegó a ganarse el diploma de maestro y se fue a enseñar a la provincia de Kaluga, aunque seguía dedicándole todo su tiempo libre a los estudios científicos y a sus diversas invenciones.
Cuando tenía veintitrés años se animó a enviar algunos trabajos a la Sociedad de Física y Química de San Petersburgo. Los académicos pensaron que se estaba burlando de ellos porque les presentó una memoria sobre la teoría de los gases y un método para medir la velocidad de la luz que ya eran conocidos, aunque él los había desarrollado por su cuenta. Pero hubo quien supo comprender las dificultades del joven autodidacta y le escribió una carta de aliento: fue nada menos que Dimitri Mendeleiev, el creador de la tabla periódica.
Con algunos míseros subsidios, Ziolkovski se precipitó sobre el problema que lo venía preocupando desde esa noche de 1873, cuando, a la edad de diecisiete, se le había ocurrido que la fuerza centrífuga podría llevar una nave hasta la Luna y Marte. Cuando revivía aquella noche, no dejaba nunca de señalar que la idea se la había sugerido Julio Verne. Lo expresó en estos términos: “Verne dirigió mi pensamiento por ciertos canales; luego llegó el deseo y por último el trabajo mental”.
Más tarde conoció al filósofo Nikolai Federov, quien le enseñó una ambiciosa doctrina de la evolución del género humano. Según Federov, la humanidad debía abandonar la Tierra antes de llegar al último estadio evolutivo, el de “la autocreación, la inmortalidad y la semejanza divina”, y era inevitable que descubriésemos cómo hacerlo.
Ziolkovski hizo algunos trabajos experimentales (construyó uno de los primeros túneles aerodinámicos que hubo en Rusia) y tuvo por colaborador a Jacob Perelman, cuya Física recreativa aún se sigue leyendo. Fue el primero en concebir vehículos espaciales, a los que imaginó impulsados por cohetes de combustible líquido y con varias etapas descartables para alcanzar la velocidad de escape. Dibujó proyectos de estaciones espaciales, estabilizadores giroscópicos, cabinas presurizadas y trajes espaciales. Se planteó todos los problemas de la vida en el espacio, la ingravidez, la atmósfera y la alimentación en las estaciones orbitales. Hasta llegó a imaginar los biosistemas cerrados que las harían autosuficientes.
Todo esto lo detalló en más de quinientos trabajos científicos, de los cuales unos pocos aparecieron entre 1883 y 1903. El resto vio la luz cuando el alemán Hermann Oberth los rescató en 1923 bajo el título de El cohete hacia el espacio cósmico. Oberth los completó con sus complejos cálculos de órbitas y trayectorias.
El ambicioso Plan de Exploración Espacial de Ziolkovski data de 1926: incluye la construcción de planetas artificiales, la colonización del sistema solar y la expansión de la humanidad hacia la galaxia, en cuanto el Sol comience a extinguirse. Serguei Korolev, quien sería el arquitecto del proyecto espacial soviético, fue su discípulo y colaborador.
Ziolkovski se sentía deudor de Jules Verne, de manera que también él incursionó en la ciencia ficción, con tres novelas: En la Luna (1895), Sueños de la Tierra y el Cielo (1895) y Más allá de la Tierra (1920).

EL HOMBRE DE ROSWELL
Menos mesiánico que Ziolkovski, el norteamericano Robert H. Goddard (1882-1945) fue el primero en llevar a la práctica algunas de las ideas del ruso. En 1926, cuando aquél redactaba su plan utópico para la conquista del cosmos, probó exitosamente el primer cohete de combustible líquido, que lanzó desde la granja de su tía en Auburn, Massachusetts.
Hoy nos hemos acostumbrado a pensar a la exploración espacial como una enorme empresa colectiva, pero Goddard todavía pertenecía a la estirpe de los inventores solitarios.
Tras doctorarse en Física y trabajar como profesor universitario, Goddard se dedicó afanosamente al desarrollo de sus cohetes, contando apenas con los reducidos subsidios de fundaciones como la Smithsoniana, Carnegie y Guggenheim, que logró obtener gracias a las recomendaciones de su amigo el aviador Charles Lindbergh. Con ellos pudo organizar un programa de investigación y montar un modesto laboratorio auspiciado por el ejército en Roswell, Nuevo México, a mediados de los años treinta. Casi nadie ha reparado que Roswell es el mismo lugar donde se originó la leyenda de un encuentro con extraterrestres nacido apenas dos o tres años después de la muerte de Goddard. Aparentemente, los vecinos de Roswell ya estaban acostumbrados a observar luces en el cielo y ver artefactos que caían...
Goddard siguió trabajando durante la Segunda Guerra Mundial, aunque nunca pensó que sus misiles podían llegar a ser usados como bombas voladoras. Apenas soñaba con hacer impacto en la Luna y provocar un fogonazo de magnesio que se viera desde aquí. Recién en sus últimos años se puso a imaginar naves espaciales.
Goddard siempre sostuvo que para él todo había empezado el 19 de octubre de 1899, una fecha que siguió celebrando durante toda su vida. Aquella tarde, trepado a un árbol de la granja, miró los tonos rojizos del atardecer y se imaginó cómo sería estar en Marte, contemplando las rojas planicies. Tenía diecisiete años, la misma edad que tenía Ziolkovski cuando tuvo su primera intuición.
En el caso de Goddard, el catalizador de su imaginación había sido H. G. Wells. Desde la infancia, Goddard no sólo había leído y releído La guerra de los mundos sino hasta sus imitaciones, como Edison conquista Marte de Garrett P. Serviss. Esas novelas –escribió– “atraparon mi imaginación de una manera tremenda. Wells narraba de una manera tan vívida que la posibilidad de realizar aquellas maravillas físicas fue la que puso a trabajar mi mente”. En 1932, muchos años más tarde, llegó a escribirle una apasionada carta al anciano Wells para expresarle toda su gratitud.

STURMBANFÜHRER VON BRAUN
El tercer actor de esta historia tenía los mismos sueños, y llegó a realizarlos sin reparar en los medios, con mucho más oportunismo que conciencia ética. Wernher von Braun (1912-1977) era un aristócrata alemán que había recibido una educación de excelencia. Así como al niño Ziolkovski le habían regalado un globo, uno de sus primeros juguetes fue un telescopio. A los trece años se compró el libro de Oberth, y como no logró entender la matemática de sus cálculos orbitales, decidió estudiar ingeniería.
Siendo estudiante, se unió a la Sociedad Alemana de Cohetes, un club privado de inventores cuyas experiencias fueron prohibidas el día que un misil experimental hizo impacto en una comisaría. Allí se hizo ayudante de Oberth y conoció al futuro general Dornberger, quien se lo llevó a trabajar para el ejército un año antes de que Hitler llegara al poder.
Más tarde, los militares montaron un centro de investigación en Peenemünde, sobre el Báltico. Oberth era nazi, pero no tenía las características raciales del rubio Von Braun, quien fue elegido como director de la base. El joven Wernher, convencido de que los militares eran los únicos que podían darle los recursos necesarios para cumplir su sueño, se afilió al Partido y llegó a tener el grado de comandante de la SS.
En 1943 le presentó a Hitler su proyecto del cohete balístico A4, que Goebbels rebautizó con el nombre nazi de Vergeltungswaffe 2 (“arma de venganza” V2). Más tarde diseñó y construyó el misil tierra-aire Wasserfall (“catarata”), que constaba de dos etapas, como una verdadera nave espacial.
Miles de V2 cayeron sobre Inglaterra, Francia y Holanda, fabricadas a ritmo brutal por los trabajadores esclavos de los nazis. Años después, Von Braun se justificó diciendo que sólo había obrado por patriotismo, escudándose en la neutralidad de la ciencia. Pero nadie podría llegar aponer en duda de que estaba perfectamente al tanto de lo que estaba ocurriendo.
Sin embargo, la tecnología es como el dinero, del cual se dice que no tiene olor. Cuando el Tercer Reich colapsó, Von Braun optó por rendirse a los yanquis; los rusos sólo alcanzaron a quedarse con algunos prototipos de V2, que los discípulos de Ziolkovski aprovecharon muy bien. Tras un par de seminarios de “desnazificación” intensiva, Von Braun pasó a trabajar en la base norteamericana de Fort Bliss (Texas). A partir de 1950, su equipo pasó a Huntsville (Alabama), donde construyó los misiles intercontinentales Jupiter y Pershing: ahora defendía a la democracia poniendo cabezas nucleares en lugar del amatol de las V2. Pronto nació la NASA, y Von Braun estuvo detrás de todo el proyecto Apolo.
Pero en Texas y Alabama el agnóstico von Braun había tenido una repentina conversión al fundamentalismo bíblico, y se hizo amigo del general Medaris, otro converso que terminaría por ordenarse sacerdote anglicano. Cosas como la medalla de San Cristóbal en el tablero de mandos de los cohetes Saturno y las lecturas bíblicas de los astronautas de la Apolo 11 se explican por el misticismo “cósmico” que Von Braun y Medaris les infundieron a los equipos de la NASA durante años.
Sin embargo, cualquier conversión, ya sea a la fe o al ateísmo, implica algún arrepentimiento de los pecados anteriores o la autocrítica de los errores cometidos por el converso. Algo que Von Braun, responsable de la muerte de miles de inocentes, jamás hizo, sacrificándolos en aras de su sueño de llegar a Marte.

VERNE, WELLS & LASSWITZ
Willy Ley, el refugiado del nazismo que tanto hizo por difundir la “conquista del espacio”, decía que toda la generación de Von Braun, en la cual él mismo se incluía tuvo una marcada devoción por una novela de ciencia ficción alemana, Entre dos planetas (1897), de Kurt Lasswitz.
La novela, hoy olvidada, era una utopía situada en Marte, que comenzaba cuando una expedición científica descubría una base marciana en el Polo Norte. Los marcianos conocían la antigravedad y habían construido una estación espacial sobre el Polo a la distancia de un diámetro terrestre, desde la cual hacían viajes regulares a su planeta.
Esto explica cómo, a los diecisiete años, la misma edad que habían tenido Ziolkovski y Goddard a la hora de la fantasía, Von Braun escribió un pequeño ensayo sobre una posible estación espacial.
En 1952, ya en los Estados Unidos, le presentó a Eisenhower un complejo proyecto para llegar a la Luna, que implicaba la construcción de una estación espacial de forma toroidal a la cual se accedería mediante cohetes de tres etapas. Allí se armarían las grandes naves espaciales, que viajarían a los planetas. El proyecto no prosperó, a pesar de que según Von Braun era más barato que el costo total del “puente aéreo” montado en la posguerra para abastecer a Berlín. Tampoco prosperó su proyecto de satélite artificial de 1954, pero todo cambió cuando los rusos se adelantaron, poniendo en órbita al Sputnik de 1957.
El día en que la Apolo 11 llegó a la Luna, John W. Campbell, el ingeniero nuclear que durante dos décadas había liderado la ciencia ficción norteamericana, reunió sus colaboradores para brindar: “Nosotros lo hicimos –dijo– por menos de cinco centavos la página...” Se diría que detrás de los astronautas, no sólo estaba la tripulación literaria de Campbell, con todos sus Heinlein y Asimov: había una pléyade de escritores del pasado.
Por esos días, un astronauta que estaba en caída libre dijo que Newton estaba al mando de la nave. Pero también estaban Verne, Wells y todos aquellos estrambóticos aventureros que habían “viajado” durante variossiglos llevados por gansos salvajes y ampollas de rocío, por el cañón Columbiad y por la “cavorita” de Wells.
Arthur Koestler dijo alguna vez que los científicos usan la imaginación para entender los hechos, mientras que los artistas usan los hechos para estimular la imaginación. En casos como éste, fue la imaginación de los artistas la que logró poner en marcha a la inteligencia científica.

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