La exploración espacial, un proyecto impulsado para desplazar
las tensiones de la Guerra Fría hacia un terreno más “deportivo”,
parece renacer después de un período de languidez presupuestaria,
y ahora han surgido nuevos actores que se suman a las dos potencias de entonces.
Actualmente, hay varios robots y sondas que están explorando Marte y
el estudio del sistema solar avanza a ritmo sostenido. El llamado del cosmos
parece haber sobrevivido a los objetivos político-militares que lo potenciaron,
y ahora convoca a otros intereses, que de algún modo permiten satisfacer
el interés científico.
El origen de la tecnología espacial suele remontarse a los cohetes alemanes
de la Segunda Guerra Mundial y al desarrollo de los misiles intercontinentales
durante la guerra fría. Pero si prescindimos de los crudos intereses
militares y políticos que inyectaron dinero y recursos para que pudiésemos
salir por primera vez de la Tierra, por cierto que el origen de la idea es muy
anterior. Es una idea que, a la manera del “gen egoísta”
de Dawkins o de la “astucia de la razón” hegeliana, se valió
de los intereses realistas de los poderosos de turno para realizar una fantasía
nacida en la cabeza de un par de jovencitos que, al parecer, habían leído
demasiadas novelas.
La historia comienza con dos adolescentes que vivieron en décadas distintas
y a miles de kilómetros de distancia; eran chicos que devoraban las fantasías
de Verne y de Wells y soñaban con viajar a los planetas. Uno era sordo
y había nacido en Rusia; el otro era norteamericano y la tuberculosis
lo había dejado discapacitado. En sus tiempos no había droga ni
rocanrol. El sexo escaseaba y tampoco había chateo ni jueguitos interactivos,
de manera que no quedaba otra cosa que hacer trabajar la imaginación.
Los dos tenían diecisiete años. Uno vivía en Moscú
y en una noche helada, a fines del siglo XIX, salió a mirar las estrellas.
Veintitrés años más tarde, el otro se subió a un
árbol en una granja de New England, y bajó convencido de que era
posible llegar a Marte. Esas fantasías, inspiradas por libros de ciencia
ficción que habían leído, fueron las que nos iban a llevar
al espacio, cuando los “realistas” se hicieron cargo de ellas.
EL MAESTRO RUSO
Konstantin Ziolkovski (1857-1935) no hizo muchos experimentos en su vida, pero
fue capaz de concebir todo lo que otros harían en el espacio y mucho
de lo que aún queda por hacer, unos cuantos años antes de que
el avión de los hermanos Wright levantara vuelo.
EL HOMBRE DE ROSWELL
Menos mesiánico que Ziolkovski, el norteamericano Robert H. Goddard (1882-1945)
fue el primero en llevar a la práctica algunas de las ideas del ruso.
En 1926, cuando aquél redactaba su plan utópico para la conquista
del cosmos, probó exitosamente el primer cohete de combustible líquido,
que lanzó desde la granja de su tía en Auburn, Massachusetts.
Hoy nos hemos acostumbrado a pensar a la exploración espacial como una
enorme empresa colectiva, pero Goddard todavía pertenecía a la
estirpe de los inventores solitarios.
Tras doctorarse en Física y trabajar como profesor universitario, Goddard
se dedicó afanosamente al desarrollo de sus cohetes, contando apenas
con los reducidos subsidios de fundaciones como la Smithsoniana, Carnegie y
Guggenheim, que logró obtener gracias a las recomendaciones de su amigo
el aviador Charles Lindbergh. Con ellos pudo organizar un programa de investigación
y montar un modesto laboratorio auspiciado por el ejército en Roswell,
Nuevo México, a mediados de los años treinta. Casi nadie ha reparado
que Roswell es el mismo lugar donde se originó la leyenda de un encuentro
con extraterrestres nacido apenas dos o tres años después de la
muerte de Goddard. Aparentemente, los vecinos de Roswell ya estaban acostumbrados
a observar luces en el cielo y ver artefactos que caían...
Goddard siguió trabajando durante la Segunda Guerra Mundial, aunque nunca
pensó que sus misiles podían llegar a ser usados como bombas voladoras.
Apenas soñaba con hacer impacto en la Luna y provocar un fogonazo de
magnesio que se viera desde aquí. Recién en sus últimos
años se puso a imaginar naves espaciales.
Goddard siempre sostuvo que para él todo había empezado el 19
de octubre de 1899, una fecha que siguió celebrando durante toda su vida.
Aquella tarde, trepado a un árbol de la granja, miró los tonos
rojizos del atardecer y se imaginó cómo sería estar en
Marte, contemplando las rojas planicies. Tenía diecisiete años,
la misma edad que tenía Ziolkovski cuando tuvo su primera intuición.
En el caso de Goddard, el catalizador de su imaginación había
sido H. G. Wells. Desde la infancia, Goddard no sólo había leído
y releído La guerra de los mundos sino hasta sus imitaciones, como Edison
conquista Marte de Garrett P. Serviss. Esas novelas –escribió–
“atraparon mi imaginación de una manera tremenda. Wells narraba
de una manera tan vívida que la posibilidad de realizar aquellas maravillas
físicas fue la que puso a trabajar mi mente”. En 1932, muchos años
más tarde, llegó a escribirle una apasionada carta al anciano
Wells para expresarle toda su gratitud.
STURMBANFÜHRER VON BRAUN
El tercer actor de esta historia tenía los mismos sueños, y llegó
a realizarlos sin reparar en los medios, con mucho más oportunismo que
conciencia ética. Wernher von Braun (1912-1977) era un aristócrata
alemán que había recibido una educación de excelencia.
Así como al niño Ziolkovski le habían regalado un globo,
uno de sus primeros juguetes fue un telescopio. A los trece años se compró
el libro de Oberth, y como no logró entender la matemática de
sus cálculos orbitales, decidió estudiar ingeniería.
Siendo estudiante, se unió a la Sociedad Alemana de Cohetes, un club
privado de inventores cuyas experiencias fueron prohibidas el día que
un misil experimental hizo impacto en una comisaría. Allí se hizo
ayudante de Oberth y conoció al futuro general Dornberger, quien se lo
llevó a trabajar para el ejército un año antes de que Hitler
llegara al poder.
Más tarde, los militares montaron un centro de investigación en
Peenemünde, sobre el Báltico. Oberth era nazi, pero no tenía
las características raciales del rubio Von Braun, quien fue elegido como
director de la base. El joven Wernher, convencido de que los militares eran
los únicos que podían darle los recursos necesarios para cumplir
su sueño, se afilió al Partido y llegó a tener el grado
de comandante de la SS.
En 1943 le presentó a Hitler su proyecto del cohete balístico
A4, que Goebbels rebautizó con el nombre nazi de Vergeltungswaffe 2 (“arma
de venganza” V2). Más tarde diseñó y construyó
el misil tierra-aire Wasserfall (“catarata”), que constaba de dos
etapas, como una verdadera nave espacial.
Miles de V2 cayeron sobre Inglaterra, Francia y Holanda, fabricadas a ritmo
brutal por los trabajadores esclavos de los nazis. Años después,
Von Braun se justificó diciendo que sólo había obrado por
patriotismo, escudándose en la neutralidad de la ciencia. Pero nadie
podría llegar aponer en duda de que estaba perfectamente al tanto de
lo que estaba ocurriendo.
Sin embargo, la tecnología es como el dinero, del cual se dice que no
tiene olor. Cuando el Tercer Reich colapsó, Von Braun optó por
rendirse a los yanquis; los rusos sólo alcanzaron a quedarse con algunos
prototipos de V2, que los discípulos de Ziolkovski aprovecharon muy bien.
Tras un par de seminarios de “desnazificación” intensiva,
Von Braun pasó a trabajar en la base norteamericana de Fort Bliss (Texas).
A partir de 1950, su equipo pasó a Huntsville (Alabama), donde construyó
los misiles intercontinentales Jupiter y Pershing: ahora defendía a la
democracia poniendo cabezas nucleares en lugar del amatol de las V2. Pronto
nació la NASA, y Von Braun estuvo detrás de todo el proyecto Apolo.
Pero en Texas y Alabama el agnóstico von Braun había tenido una
repentina conversión al fundamentalismo bíblico, y se hizo amigo
del general Medaris, otro converso que terminaría por ordenarse sacerdote
anglicano. Cosas como la medalla de San Cristóbal en el tablero de mandos
de los cohetes Saturno y las lecturas bíblicas de los astronautas de
la Apolo 11 se explican por el misticismo “cósmico” que Von
Braun y Medaris les infundieron a los equipos de la NASA durante años.
Sin embargo, cualquier conversión, ya sea a la fe o al ateísmo,
implica algún arrepentimiento de los pecados anteriores o la autocrítica
de los errores cometidos por el converso. Algo que Von Braun, responsable de
la muerte de miles de inocentes, jamás hizo, sacrificándolos en
aras de su sueño de llegar a Marte.
VERNE, WELLS & LASSWITZ
Willy Ley, el refugiado del nazismo que tanto hizo por difundir la “conquista
del espacio”, decía que toda la generación de Von Braun,
en la cual él mismo se incluía tuvo una marcada devoción
por una novela de ciencia ficción alemana, Entre dos planetas (1897),
de Kurt Lasswitz.
La novela, hoy olvidada, era una utopía situada en Marte, que comenzaba
cuando una expedición científica descubría una base marciana
en el Polo Norte. Los marcianos conocían la antigravedad y habían
construido una estación espacial sobre el Polo a la distancia de un diámetro
terrestre, desde la cual hacían viajes regulares a su planeta.
Esto explica cómo, a los diecisiete años, la misma edad que habían
tenido Ziolkovski y Goddard a la hora de la fantasía, Von Braun escribió
un pequeño ensayo sobre una posible estación espacial.
En 1952, ya en los Estados Unidos, le presentó a Eisenhower un complejo
proyecto para llegar a la Luna, que implicaba la construcción de una
estación espacial de forma toroidal a la cual se accedería mediante
cohetes de tres etapas. Allí se armarían las grandes naves espaciales,
que viajarían a los planetas. El proyecto no prosperó, a pesar
de que según Von Braun era más barato que el costo total del “puente
aéreo” montado en la posguerra para abastecer a Berlín.
Tampoco prosperó su proyecto de satélite artificial de 1954, pero
todo cambió cuando los rusos se adelantaron, poniendo en órbita
al Sputnik de 1957.
El día en que la Apolo 11 llegó a la Luna, John W. Campbell, el
ingeniero nuclear que durante dos décadas había liderado la ciencia
ficción norteamericana, reunió sus colaboradores para brindar:
“Nosotros lo hicimos –dijo– por menos de cinco centavos la
página...” Se diría que detrás de los astronautas,
no sólo estaba la tripulación literaria de Campbell, con todos
sus Heinlein y Asimov: había una pléyade de escritores del pasado.
Por esos días, un astronauta que estaba en caída libre dijo que
Newton estaba al mando de la nave. Pero también estaban Verne, Wells
y todos aquellos estrambóticos aventureros que habían “viajado”
durante variossiglos llevados por gansos salvajes y ampollas de rocío,
por el cañón Columbiad y por la “cavorita” de Wells.
Arthur Koestler dijo alguna vez que los científicos usan la imaginación
para entender los hechos, mientras que los artistas usan los hechos para estimular
la imaginación. En casos como éste, fue la imaginación
de los artistas la que logró poner en marcha a la inteligencia científica.
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