Si hay una enfermedad que merece recibir algún premio literario, seguramente
es la catalepsia. Comenzó su carrera hace muchos siglos, como inspiradora
de ancestrales terrores humanos, para luego dar origen a simpáticas leyendas
vampíricas. Luego evolucionó hacia la alta literatura, siendo
el cimiento de numerosos cuentos y el condimento de novelas famosas. También,
por supuesto, la excusa de películas baratas. Y lo mejor es que semejante
carrera la realizó sin ser siquiera –técnicamente hablando–
una verdadera “afección”.
La 25ª edición del acreditado Diccionario Médico de Steadman
la define como “un estado morboso caracterizado por la rigidez cérea
de las extremidades, que pueden ocupar diferentes posiciones mantenidas durante
un tiempo. El sujeto no responde a los estímulos, y el pulso y la respiración
se vuelven lentos. La piel se pone pálida”. Basta pensar en semejante
acumulación de síntomas para darse cuenta de lo cercano que esa
descripción se parece a la de la muerte, sobre todo porque son condiciones
que pueden durar un respetable tiempo. Y si le sumamos algunos otros ingredientes,
la idea de confundir un episodio cataléptico con una defunción
hecha y derecha deja de ser algo tan descabellado.
Olor humano
Veamos: cuando este “estado morboso” comenzó su carrera a
la fama, no existían, por supuesto, los electroencefalogramas planos
que pudieran dar una certeza de muerte cerebral. De hecho, fue difícil
para la ciencia imaginar el concepto y la función del cerebro como para,
encima, conjeturar ese moderno tipo de muerte. Durante buena parte de la historia
humana, como herramientas de verificación vital, los médicos o
familiares podían tratar de auscultar el corazón o, mejor, pispiar
si había un hálito de vida acercando un espejo a la boca del presunto,
esperando ver si algún vaho lo empañaba.
Otro componente que aporta a la confusión entre la catalepsia y la muerte
se lo encuentra en un irresistible libro escrito a fines del siglo XIX. Se trata
de Anomalías y curiosidades de la medicina, cuyos autores son George
Gould y Walter Pyle, y –aunque es sumamente entretenida– no es precisamente
una pieza recomendada para estómagos débiles. Allí se explica
un poco más por qué resultaba tan fácil confundir a una
persona en estado de catalepsia con un cadáver hecho y derecho. En el
libro se puede leer –entre una larguísima plétora de casos
raros– que “durante un estado de letargo o catalepsia, muy frecuentemente
la transpiración emana un olor cadavérico, lo que probablemente
ha contribuido en algunas ocasiones a diagnósticos equivocados de muerte.
Schaper y De Meara relatan casos de personas que han sido acompañadas
de ‘olor cadavérico’ a lo largo de toda su vida”.
Y si a todo esto lo condimentamos con que la morgue refrigerada no es precisamente
un invento antiguo, se entiende la urgencia de enterrar al muerto (presunto
muerto en el caso del cataléptico) lo antes posible. Con lo que algunas
ficciones de terror dejan de ser historias, aunque continúan siendo terroríficas.
De todos modos, si no se quiere dejar de lado la literatura, vale anotar que
la catalepsia es un recurso al que han recurrido con frecuencia Poe, Conan Doyle,
Dumas, Tennyson y Eliot, entre otros (ver recuadro). En el didáctico
libro de Gould y Pyle se explica que los episodios de catalepsia o “estado
de trance” pueden durar entre unas pocas horas a varios años. Y
enumera docenas de casos extraídos de la bibliografía médica
de los siglos XVIII y XIX. Un caso típico descripto en la obra es el
de un soldado español, de 22 años, confinado en el antiguo hospital
militar de San Ambrosio, en Cuba. El hombre estuvo en estado cataléptico
por un lapso de 14 meses. Ocasionalmente estornudaba o tosía y murmuraba
algunas palabras. Se anotó en su hoja clínica que algunos meses
antes de este episodio de trance, el paciente había sido herido y sufría
una extrema depresión que se atribuyó a la nostalgia por su patria.
Luego comenzó a desarrollar ataques catalépticos intermitentes
y temporales, que culminaron en el episodio de 14 meses de inmovilidad.
Enfermedades eran las de antes
Si nos atenemos a la referencia que ofrece el Real Patronato sobre Discapacidad
de España, la catalepsia aparece como consecuencia de algunas formas
de esquizofrenia, además de ser una posible consecuencia de la hipnosis,
o por alteraciones del sistema nervioso. Y se suele relacionar su presencia
con un puñado de enfermedades que abarca la depresión, la epilepsia,
un shock o un severo trauma emocional. Por lo tanto, es entendible que su tratamiento
se lo disputen –además de escritores y cineastas– los neurólogos
y los psiquiatras. Justamente estos últimos lo sitúan como un
síntoma de la esquizofrenia catatónica.
La Organización Mundial de la Salud viene coordinando desde 1948 revisiones
periódicas del saber médico que se condensan en una Clasificación
Internacional de Enfermedades (CIE). En la 10ª edición de este monumental
trabajo, bajo el acápite de los “Trastornos mentales y del Comportamiento”
encuentra su lugar la esquizofrenia, y entre los subtipos, se cobija la “catatónica”.
Si seguimos buceando en las definiciones, se podrá encontrar que “la
característica predominante y esencial de esta esquizofrenia es la presencia
de trastornos psicomotores graves, que varían desde la hiperquinesia
al estupor o de la obediencia automática al negativismo. Durante largos
períodos de tiempo [el paciente] puede mantener posturas y actitudes
rígidas y encorsetadas. Otra característica notable de este trastorno
puede ser la intensa excitación”. Así se llega a que –entre
los parámetros que se utilizan para diagnosticar una esquizofrenia catatónica–
se liste la “catalepsia” (adoptar y mantener voluntariamente posturas
extravagantes e inadecuadas).
Un detalle particular sale al cruce de las citas literarias a la catalepsia.
Aunque éstas sean muy abundantes, no parecen ser un reflejo de la actual
prevalencia de dicha condición médica. Como suele ocurrir, no
hay cifras certeras globales y las variaciones geográficas son notables.
Pero los escasos estudios epidemiológicos realizados muestran que la
esquizofrenia catatónica se encuentra en el 11,4 por ciento de los internos
de las instituciones psiquiátricas de Colombia, y en el 16,9 por ciento
de las de España. Eso sí: diversos autores remarcan que la frecuencia
de este trastorno ha venido disminuyendo drásticamente a lo largo del
siglo XX. Y ponen como ejemplo un estudio hecho en Gran Bretaña, donde
la incidencia de catatonias como motivo de admisión a instituciones de
salud mental cayó –en el siglo que va del 1850 al 1950– del
6 al 0,5 por ciento de los casos.
También es posible leer –en el sitio web de la Sociedad Española
de Psiquiatría– que “por razones oscuras, esta afección
es poco habitual en los países industrializados, a pesar de que sigue
siendo frecuente en otras partes del mundo”.
Más allá de las disputas de competencias profesionales y de los
sistemas de clasificaciones de las enfermedades, en honor a la verdad, lo cierto
es que ya no es tan fácil encontrar casos de catalepsia debido –en
parte– ala existencia de drogas que mitigan los síntomas relacionados
mucho antes de que un episodio cataléptico ocurra. Por lo tanto, muchos
diccionarios clínicos directamente califican la catalepsia entre los
“términos médicos antiguos”.
El “botón del pánico”
La anoclesia, un poco conocido sinónimo de catalepsia, no sólo
ha dado origen a obras literarias sino también a algunos géneros
menores y hasta a negocios muy particulares. Por lo pronto es un gran recurso
para diarios y revistas a la hora de poner algún contenido “de
color”. Y ese arbitrio no es cosa nueva. A simple modo de ejemplo, el
Washington Post reproducía, en su edición del 16 de marzo de 1931,
un cable transmitido desde Santiago de Chile cuyo título rezaba: “Mujer
se levanta de su cajón tres horas antes del entierro”.
Justamente, el fenómeno de la catalepsia parece hacer cierto hincapié
en el país trasandino porque, el pasado 29 de abril de este año,
los medios chilenos publicaban que “para evitar la macabra experiencia
de ser enterrado vivo, el cementerio evangélico Camino a Canaán
pondrá a disposición de sus clientes ataúdes dotados de
un sensor de movimientos, para que, apenas se mueva el ‘finado’,
se despliegue un operativo flash y lo rescate de la pesadilla”. La implementación
de “esta especie de ‘botón de pánico’ se encuentra
bien avanzada en la funeraria de dicho camposanto.
Así, los catalépticos chilenos, y del mundo entero, podrán
descansar realmente de paz.
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