Sábado, 12 de junio de 2004 | Hoy
PSICOLOGIA Y DERECHOS HUMANOS
¿De qué se ríe la soldado estadounidense Sabrina Harman
detrás de esa pila de seres humanos desnudos? ¿Tuvo una infancia
terrible? ¿Fue sometida durante sus jóvenes veinte años
a las mismas aberraciones a las que ahora somete a soldados iraquíes?
Es la pregunta inexplicable frente a una sociedad escandalizada por la visión
de la tortura, que –hay que decirlo– tiene muy poco de rareza. Es
que detrás de la cubierta de civilización que se gasta en eventos
sociales, escuelas o la cola de la panadería, parece esconderse un torturador
potencial capaz de sumarse alegremente a las violaciones más repelentes
a los derechos humanos: alcanza con recordar miles de soldados nazis o simples
policías y militares argentinos que lejos de la excepción y la
obediencia debida ponían sin duda algo de pasión personal en crear
nuevos sufrimientos.
¿Cómo es posible que sea tan fácil lograr que alguien se
entregue al sadismo? Un viejo y famoso experimento psicológico que se
realizó en la Universidad de Stanford (Estados Unidos), en 1971, y que
hoy recuerdan los medios internacionales, parece demostrar que no hace falta
mucho esfuerzo para lograr que cualquiera saque a ese ser fascista que habita
dentro nuestro y al que se le suele atribuir una injustificada baja estatura.
EL EXPERIMENTO STANFORD
A principios de agosto de 1971 en el diario Palo Alto Times apareció
un aviso que pedía voluntarios dispuestos a someterse a un experimento
de dos semanas a cambio de 15 dólares diarios. Los setenta postulantes
fueron sometidos a numerosos exámenes para detectar a jóvenes
“normales”, es decir, sin particularidades dignas de señalarse.
Los nueve elegidos fueron arrestados frente a sus familias y vecinos por algunos
de los otros quince seleccionados que, vestidos de policía, los esposaron
y condujeron con las cabezas cubiertas a una prisión en un sótano
lleno de cámaras que permitían controlar el experimento. Una vez
allí, lo único que debían hacer los supuestos guardias
era vigilar a los nuevos presos sin utilizar la violencia física.
Los psicólogos que habían planificado el experimento durante meses
bajo las órdenes del doctor en Psicología Philip Zimbardo pudieron
ver el primer evento digno de mención a los dos días de iniciado
el experimento, cuando estalló un pequeño motín que fue
rápidamente controlado por los guardias. A partir de ese momento las
tácticas agresivas, las humillaciones y la deshumanización de
los presos fueron en aumento y los psicólogos debieron recordar a los
guardias que no podían utilizar la violencia. Durante las noches, cuando
los guardias suponían que los psicólogos dormían, obligaron
a sus prisioneros a limpiar los baños con las manos desnudas, colocaron
bolsas en sus cabeza, los desnudaron y los forzaron a simular actos sexuales.
Cuando estaban fuera de la prisión los guardias se comportaban normalmente,
pero cuando volvían al interior molestaban constantemente a los “presos”.
Quienes habían preparado el experimento estaban maravillados con la velocidad
a la que obtenían resultados. Familiares de los jóvenes, un cura
y varios psicólogos más se acercaron a conocer la experiencia.
El crescendo continuó cadencioso hasta el quinto día, cuando la
novia -también psicóloga– del director del experimento se
acercó a ver cómo iba el trabajo de su pareja. Después
de inspeccionar lo que ocurría allí logró, a los gritos,
detener todo el experimento y que se liberara a los jóvenes. Aún
faltaban 9 días para que se cumplieran las dos semanas previstas de encierro
y ya habían sido liberados cinco “prisioneros” debido al
estrés. Según el doctor Zimbardo, quien actualmente dirige los
estudios sobre prisiones de la Universidad de Stanford, el experimento fue un
éxito en cuanto a la información que se obtuvo y un fracaso al
mismo tiempo, al decepcionar a todos con la condición humana. Desde entonces
no se repiten pruebas de este tipo y en los experimentos actuales se enfrenta
a la gente a preguntas del tipo “¿qué haría usted
si fuera guardia en una prisión y...?”.
Aunque aislado, el resultado no parece ser casualidad. Una prueba anterior,
de 1965, conducida por el también psicólogo Stanley Milgram, parece
demostrar que este caso no es una rareza. En él se intentaba comprobar
el grado de obediencia de distintos individuos que eran llamados a ayudar a
un profesor que hacía preguntas a otra persona –en realidad un
actor advertido sobre el experimento–. Si las respuestas no eran correctas,
el científico ordenaba a su ayudante que diera una supuesta descarga
eléctrica al examinado. Por cada respuesta equivocada la descarga subía
15 volts, hasta llegar al nivel que indicaba “Peligro-Shock severo”.
En la primera versión del experimento, en la que el ayudante no tenía
contacto con el entrevistado, casi ningún ayudante mostró resistencia
a hacer la tarea asignada. Sorprendido, Milgram hizo una nueva versión
en la que el ayudante tenía a la supuesta víctima al lado suyo
suplicando a los gritos que la dejaran irse; el 30% de los sujetos no pareció
incomodarse demasiado y llegó a lo que Milgram llamó “obediencia
perfecta”, es decir, el grado más intenso de electricidad. Este
experimento llegó al cine en I... como Icaro.
EL CAJON PODRIDO
La conclusión principal a la que llegó el doctor Zimbardo fue:
“No es que hayamos puesto una manzana podrida en un buen cajón.
Pusimos manzanas buenas en un cajón podrido. El cajón corrompe
todo lo que toca”. O por decir lo mismo de otra manera, “yo soy
yo y mis circunstancias”. La conclusión parece servir para desestimar
la pregunta, aquí simplificada, sobre si el hombre es esencialmente malo
o bueno. Al parecer el hombre puede ser ambas cosas, pero las conductas esperables
de una persona pueden cambiar mucho en un entorno amigable (supongamos un concierto
de música clásica) y otro en el que se premia la falta de escrúpulos
(como en una cárcel). Puede parecer una extrapolación algo ingenua,
pero tal vez el ejemplo sirva para comprender cómo es que las sociedades
tienden cada vez más hacia el egoísmo y la competencia, probablemente
porque el entorno (o las circunstancias) estimulan y premian esos comportamientos,
lo que, a su vez, refuerza el sistema. Y con un país que impone los peores
cajones a otros, es probable que muchas manzanas más sigan pudriéndose...
y degollando.
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