futuro

Sábado, 3 de julio de 2004

11 miradas, 800 números

Volver al Futuro

Por Leonardo Moledo

La verdad es que el futuro no existió siempre, es una idea reciente, muy reciente, casi de hoy ayer mismo. Ningún homínido pensaba en el futuro; ninguna estrella piensa en el futuro; ninguna de las primeras culturas pensaban en el futuro, sino en el tiempo circular (“ya lo dijeron los alumnos de Pitágoras...”), en un tiempo que volvía una y otra vez sobre sí mismo, en una crispación, una exasperación del presente, en un presentismo que no redituaba nada, más que el frío ser por sólo hecho de ser... ser por el solo hecho de ser... ¿se podrá percibir aquello que se es cuando no se es uno? Quizás ése sea el Nirvana.
La cultura judeocristiana aceptó el futuro, pero un futuro limitado, un mísero espacio de tiempo entre la creación y el juicio final, o el fin del mundo, más parecido al futuro que puede existir en una obra de teatro, antes del cual no había nada, salvo dios, que no tiene futuro, ni pasado, ni presente ni tiempo, y después del cual seguía la eternidad que tampoco es el futuro, puesto que la eternidad puede ser, pero no transcurrir; la eternidad no es tiempo, y por lo tanto, no incluye el futuro.
Cuando los pueblos europeos adoptaron el cristianismo y las edades oscuras se apoderaron de ellos, se olvidaron por completo del futuro y entronizaron, en su imaginario, al pasado, a veces degradado en forma de nostalgia: se anhelaba el pasado, se extrañaba el pasado, en el pasado se cifraba la edad de oro perdida, el paraíso del cual el hombre había sido expulsado para vivir el presente (no el futuro) con el sudor de su frente, y solamente subsistir, era apenas una máquina biológico-teológica que transpiraba su presente perpetuo.
Otra de las formas del anhelo por el pasado fue el recuerdo del Imperio, del gran Imperio Romano, destrozado en minúsculos presentes geográficos que no significaban nada y que no lo significaron durante mucho tiempo. Aquí y allá, durante esos duros tiempos, mientras el pasado se guardaba y momificaba en las abadías, se empezaban a abrir pequeños islotes de futuro: las ciudades acogían a quienes huían de la servidumbre rural, bajo el lema “el aire de la ciudad hace libre”, y en efecto, quien pasaba un año y un día entre los muros de la ciudad, rompía sus relaciones de vasallaje. El fulano en cuestión iba a la ciudad buscando libertad y futuro (curiosamente, la idea de libertad, en la Edad Media, estaba ligada al pasado, cuando algún grupo social pedía “libertades”, reclamaba estatutos atribuidos a la edad de oro y perdidos).
En realidad, el futuro fue un invento de la burguesía y su idea de progreso, personal primero, social después. Fue a partir de la Ilustración, que la imaginación viró definitivamente del pasado hacia el futuro ubicando en el futuro la edad de oro y el bienestar. No fue así, pero el desarrollo de la técnica respetaba la inflexible flecha del tiempo de la termodinámica, y en especial, el arrollador avance y éxito de la ciencia desde que la Revolución Científica rehízo el universo, le dio a la idea de progreso y de futuro solidez, consistencia, armonía y el socialismo ubicó en el futuro una utopía.
La posmodernidad retoma el presentismo y el pasadismo de otras épocas, descree del futuro, lo considera un mito discursivo, una de las tantas religiones imperantes, con su lógica de supermercado, que también es un templo del presente, con sus góndolas siempre idénticas y sus productos que parecen cambiar pero que son siempre los mismos.
Hay personas, hay suplementos, que siguen aferrados al futuro como ideal de progreso, de justicia, de conocimiento.

El límite del tiempo

Por Esteban Magnani

Me resulta paradójico que el tema del aniversario del suplemento sea justamente el futuro. A lo largo de años de colaboraciones se me cruzó por la cabeza, insistentemente, investigar un tema apasionante: el omnipresente tiempo. Ineludible y elusivo a la vez, me venció sistemáticamente a la hora de hacer una nota y –peor aún– entender qué es, más allá de las intuiciones con las que lo vivo. Por eso esta ocasión de festejo será aprovechada para escribir sobre lo no escrito.
Normalmente, investigar un tema nuevo es un desafío apasionante, como si se conquistara un bastión que parecía irreductible, pero que finalmente, tras lecturas y entrevistas, se entrega. La confirmación del éxito llega cuando se elabora una metáfora capaz de explicar el fenómeno y el científico entrevistado la aprueba. Es cierto que existen muchos temas que resultan imbatibles, como, por ejemplo, la naturaleza de la gravedad, pero como esto también es un enigma para científicos preparados, el consuelo está al alcance de la mano. En cambio, con “el tiempo” es difícil cruzar más allá de la explicación inútil de que se trata de “la cuarta dimensión”, palabras vacías que no permiten comprender demasiado. La Real Academia Española, por su parte –con esa habilidad para evitar la esencia de las cosas–, patea el problema sin resolverlo: “Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro. Su unidad en el Sistema Internacional es el segundo”.
La derrota llega a doler cuando intento intervenir en la eterna lucha entre ciencia y sentido común (un sentido común que últimamente aparece penetrado por toques de posmodernismo al estilo “X es una construcción”). Es que, cuando se trata del tiempo, no encuentro argumentos sólidos externos a nuestras percepciones sino apenas cierta convicción sobre su esquiva existencia como fenómeno físico.
Queda un pequeño consuelo: tras la Revolución Francesa se propuso modificar todos los sistemas de pesos y medidas (lo que dio origen al triunfante sistema métrico, por ejemplo); el tiempo no quedó afuera y se propuso un sistema decimal con un día de 10 horas, 100 minutos, etc., obviamente de distinta duración que los actuales. Allí donde las explicaciones sobre el sistema métrico resultaron convincentes, el sistema decimal del tiempo fracasó irremediablemente. El sistema de división del tiempo, con raíces tan antiguas como los babilonios, es parte tan constitutiva de nuestra percepción del mundo que resulta ¿imposible? tomar la distancia necesaria como para poder verlo.
Así las cosas, no queda más que rendirme a las agujas que acumulan sin esfuerzo algo que se me escapa después de cada uno de sus pasos.

El futuro ineludible

Por Pablo Capanna

Se dice que no es posible hablar del futuro, porque no existe. Tampoco habría que hablar del pasado, que ha dejado de existir. Seamos realistas, hablemos del presente. Pero el presente resulta ser tan volátil e inasible como el cursor que se desplaza por el texto mientras escribo.
El presente histórico todavía es más ambiguo. La “actualidad” siempre tiene un pie en el antes y otro en el después. Nada envejece más rápido que los análisis de coyuntura y los libros de futurología.
Cualquier decisión que tomamos hoy contiene supuestos sobre el futuro; como que saldrá el Sol y la Tierra no chocará con un asteroide. Pero por corto que sea el plazo que elijamos, lo que decidimos hoy también está condicionado por un porvenir que es aún imaginario.
El minimalismo y el “fin de la utopía” de fines del siglo pasado han instaurado una generalizada precariedad de la existencia que parece desdibujar cualquier futuro. Pero esa incertidumbre no nos permite siquiera pensar lo inmediato. Si el futuro deja de ser deseable, todo se torna frágil. No hay proyectos de vida, relaciones durables ni obras de largo alcance. Ni siquiera edificios duraderos.
El siglo XIX pensó que el futuro era una suerte de meta que nos estaba aguardando: hasta Martín Fierro decía que el tiempo sólo es “tardanza de lo que está por venir”.
El siglo XX vino a exacerbar ese futurismo y llegó a pensar que era lícito sacrificar al “prójimo” para abrir paso a un “lejano” idealizado.
El colapso de los guiones ideológicos, incluyendo el del progresismo técnico, pareció dar vía libre a todo lo que habían reprimido; pero terminó por arrojar al bebé junto con el agua del baño.
Quedamos pues a la intemperie, expuestos a un discurso globalizador que sólo promete un futuro para pocos. El eclipse del pensamiento crítico nos invita a imaginar autos–robot o celulares holográficos, pero no nos permite pensar en cómo acabar con la exclusión de media humanidad.
Algunas mentes lúcidas han llegado a hablar de un “presente insaciable” que nos impide pensar el futuro; es una expresión que usaron autores tan dispares como J.G. Ballard y Andrei Tarkovski.
Pero el frente de tormenta de este presente cargado de desprecio por los derechos de las generaciones futuras, ya está comenzando a chocar con las consecuencias de sus actos.
Se necesita una ética de la responsabilidad que nos comprometa a pensar un futuro mejor. Al fin y al cabo, el porvenir es lo único que podemos modificar. Pero eso empieza ahora.

El punto F

Por Federico Kukso

El futuro no tiene nombre ni apellido. No se sienta porque no tiene rodillas y no se para porque le faltan ligamentos. No come pizzas de alcauciles, tortas de banana, ravioles con salsa blanca ni milanesas con puré, porque no tiene boca, dientes, lengua ni saliva. Tampoco toma todos los días el colectivo 160, el 126, y ni siquiera la línea E de subte.
El futuro no respira, no corre, no transpira, no se enferma, no habla por teléfono, no toma azúcar (ni siquiera en cubitos).
Sin embargo, vive en la Luna, almuerza con extraterrestres y su pecado favorito es la euforia. Siempre lo llaman, lo evocan, lo prometen y lo sueñan, aunque haya algunos que lo nieguen, lo pisen y lo arruinen. La nostalgia es su némesis, y la profecía, su aliada. Y el crack del presente su padre no reconocido.
Desde su Big-Bang, la literatura lo secuestró y no pidió rescate. Nadie sabe cómo, pero la primera bomba atómica y la inevitabilidad de la marea de la Guerra Fría hicieron que de a poco se desvaneciera. Pero por suerte, como todo, todo pasa, y en los plateados ochenta fue nuevamente inflado y coqueteado. No estaba muy lejos. Simplemente estaba.
Era inevitable: autos que hablaban, lagartos alienígenas que mostraban al mundo su verdadero ser arrancándose la piel, un primer oficial con orejas puntiagudas en una nave “Empresa”, un maestro jedi con aires de rana, dos robots histéricos, ufólogos enamorados, federaciones interplanetarias y varias guerras galácticas volvieron a abrir un paisaje sin sustancia pero latente.
Al futuro, el realismo lo esquiva, el punk lo ataca, la ciencia ficción lo adora, el apocalipsis lo clausura y la religión le teme. Los tarotistas dicen ultrajar sus secretos íntimos, pero lo único que hacen es ver los deseos del cliente reflejados. Y aun así, el futuro exige que le crean.
En sus libros, Dick, Ballard, Clarke, Asimov, Verne y Wells se jactan de haberlo secado. Hasta le han dado un nombre a tal deporte: futurismo. ¡Pobres mortales! ¿Acaso no les informaron que al futuro le quedan chicos los “ismos”? Eso será común entre marxistas, surrealistas e idealistas. Pero no para el futuro.
El futuro, que emula el fluir de las películas, en las que el happy ending prologa la partida, se las arregla para vivir de impulsos frenéticos, de ecos agónicos y fantasías electrónicas. Todo tiene que ver con él; todos lo conocen, lean o no este suplemento.
Acorralado por cuatro números (2000), el futuro –provocador de vértigo y arcadas de entusiasmo– se pensó vencido. Lo ayudó el genoma, los clones, los problemas matemáticos sin solución, las vacunas a inventar, los planetas a visitar, los objetos a descubrir, los anhelos de madres, padres, abuelas y tíos.
Seamos pacientes. El futuro no es todavía.

Para una mitología futura

Por Juan Ignacio Boido

Hace poco apareció una noticia de esas que dan risa o escalofríos. En síntesis, decía: en una de sus ideas, Einstein especulaba que, para producirse el Big Bang, debió existir una fuerza antigravitatoria capaz de vencer por un instante la gravedad que mantenía a toda la materia del universo comprimida en una bola del tamaño de una naranja. Desde entonces, la fuerza antigravitatoria es lo que motoriza la expansión del Universo; y la gravitatoria, la que mantiene, dentro de esa expansión, todo unido: los electrones alrededor de los núcleos atómicos, los átomos en las moléculas, las moléculas en la materia, la materia en los planetas, los planetas alrededor de las estrellas, las estrellas en las galaxias, las galaxias en el Universo. Hasta ahí, Einstein. Y acá la hipótesis de risa o escalofrío de estos científicos: en algún momento, el equilibrio entre esas dos fuerzas que mantienen al universo unido y en constante expansión se quebrará. Las posibilidades son dos: o bien la fuerza que tira hacia afuera comienza a ceder ante la resistencia de la gravedad, produciendo un paulatino detenimiento del Universo; o bien el Universo se expande tanto que la gravedad ya no puede mantener semejante peso unido. Los desenlaces hipotéticos son ambos escalofriantes. En el primer caso, siguiendo las leyes de la termodinámica, los científicos deducen que a menor velocidad, menor calor generará el Universo, produciendo un enfriamiento paulatino pero sostenido que cristalizará, finalmente, en un Universo frío, helado como los muertos. En el segundo caso, la fuerza hacia afuera vence la resistencia de la gravedad y el Universo sencillamente se desgarra como una tela: las galaxias pierden sus sistemas solares, los soles pierden sus planetas, los planetas pierden lo que tengan en su superficie, las aguas se elevan, las tierras se abren, el fuego se alza, la materia misma comienza a desgarrarse: el caos ha vencido y ya no hay fuerza que mantenga a las moléculas unidas. Con el último tic tac del reloj universal, se sellará el desmembramiento definitivo de todo lo aparente: el fin del mundo será apenas una colección de protones y neutrones sin posibilidad de conectar, de partículas elementales flotando en el vacío.
Las hipótesis podrán ser equivocadas –o estar, dado los rudimentos de la explicación, mal desarrolladas–, pero son sin duda un hito: son, finalmente, una tentativa de reescribir el Apocalipsis de San Juan según el paradigma de nuestro tiempo. Ahora que resulta imposible pensar en el Dios bíblico sin pasarlo por Einstein y Borges. Ahora que tenemos para una mitología futura el carro del Dios Real tirado por dos infatigables corceles alados que en la tierra de los hombres se conocen como Tiempo y Espacio. Ahora que se vislumbra en el horizonte la posibilidad de reescribir esa hipótesis final que habíamos pasado con pavor a retiro. Ahora que tenemos de nuevo el mito. Ahora que sabemos que el futuro está en nosotros, como nosotros estuvimos en quienes nos precedieron. Ahora, esta vez, ¿estaremos a la altura?
El resto del futuro no me importa demasiado.

Los economistas

(Se supone que) por Alfredo Zaiat

Con la economía existe un estado de confusión generalizado, abonado por muchos que estudiaron esa materia, que se travistieron en profesionales del lobby, y por legos que piensan que la razón y las penurias de sus vidas pasan fundamentalmente por las condiciones que determinan el sube y baja del dólar. La economía no es una ciencia exacta, como confunden algunos despistados que egresaron de facultades prestigiosas. Está más cerca de una ciencia social, aunque puristas del saber no le asignan ni la jerarquía de ciencia ni de social. Puede ser que tengan razón. Pero, ¿qué importa en qué categoría del saber se encuentra, cuando, en última instancia, a la economía hay que estudiarla y entenderla para saber qué les pasa a los países y a su gente? Y si tantos se interesan en el tema, por algo será.
El origen de ese desconcierto puede rastrearse en una de las primeras lecciones que aprenden los economistas en la universidad. Los modelos para proyectar la evolución futura de ciertas variables comienzan con la sencilla enunciación “se supone que...”. A partir de esa premisa, fuente de toda sinrazón e injusticia, los economistas profesionales se sienten habilitados a emprender sus tropelías. Veamos un ejemplo: “Se supone que los precios de los commodities seguirán en valores elevados”, sostiene el especialista. Entonces, “el país puede comprometerse a generar un superávit fiscal del 3 por ciento del Producto” para pagar los intereses de la deuda, dado que esos precios de los commodities aseguran ingresos crecientes para el fisco. Como la hipótesis inicial se basa en un supuesto caprichoso, y es casi imposible que se mantenga en el tiempo porque se producen cambios en el mundo como en la vida (a veces los economistas, que, se sabe, no poseen corazón, no se percatan de semejante eventualidad), las consecuencias de esa decisión de política económica son desastrosas, como ya se conocen.
Una de las características de este tiempo, y que ha contribuido en forma notable a las transformaciones sociales, políticas y económicas del último cuarto de siglo, fue la omnipresencia de la figura del economista. De ese economista, que con un respaldo pretendidamente científico estableció qué es lo que se puede y no se puede hacer en materia de política económica. En realidad, se trata de un discurso acerca de lo económico que se presenta como técnico, pero resulta fundamentalmente político e ideológico.
Entonces, a no desesperar. Los engaños y mentiras de los economistas no deben confundir sobre la virtud de interpretación y de modificación que tiene la economía en procesos sociales y políticos. Para ello se requiere abandonar los supuestos que se pretenden científicos, para incorporar en el análisis económico las cuestiones sociales, políticas y culturales de un país. Esa es la forma que tendrán los economistas de reivindicar su profesión, que ha sido bastardeada por la presencia de mercaderes con trajes de consultores de la city, economistas de fundaciones a sueldo de grandes empresas o investigadores financiados por el Banco Mundial. Si esa forma de abordar la materia es una ciencia o no, será tarea para los epistemólogos. Mientras tanto, desconfíe de los economistas que, cuando comienzan a exponer, dicen “se supone que...”.

La cresta de la ola

Por Claudio Uriarte

El futuro nunca ha sido tan brillante como hoy. La expectativa de vida aumenta, los descubrimientos científicos están en auge y lo ayer imposible parece al alcance de la mano. Sí, estimado lector: esto es efectivamente para desmentir la turbulencia nihilista que hoy pasa por progresismo y que no tiene rubor en proclamar la ridícula noción de que nunca se estuvo peor que ahora, cuando hace sólo un siglo la gente se moría apestada por enfermedades hoy perfectamente controladas y Europa estaba por iniciar dos guerras civiles internacionales donde la masacre y el bombardeo de ciudades eran la norma y los derechos humanos podían considerarse un chiste.
De todas las perspectivas abiertas ante la humanidad, sin duda la más excitante es la de la manipulación genética. Esto es así porque todo lo artificial es bueno; es lo natural lo que es bárbaro, regresivo, brutal, y lo que impone mayores restricciones a la posibilidad de una vida plenamente disfrutada. Desde luego, siempre aparecerá el falso progresismo –en perfecta sintonía con el Vaticano y con la administración Bush– meneando gravemente su cabecita sabatiana y preguntándose angustiosamente, entrecejo fruncido en mano, cuáles son los límites de “lo ético”. Por ejemplo, la clonación no sería ética, como tampoco las alteraciones del organismo que posibilitarían una mayor inmunidad a las enfermedades. De acuerdo con esta horrorosa concepción de la vida, la vacuna contra la polio hoy no existiría y la gente seguiría muriéndose de tifus (y no: no sirve alegar que en muchas regiones de Africa la gente se muere de tifus, como la ausencia de atmósfera en Marte no prueba la irrespirabilidad de la Tierra).
En el fondo, lo que se esconde tras el pesimismo profesional del seudoprogresismo –ejemplificado en bodrios solemnes y pretenciosos como la injustamente venerada película Blade Runner– es la nostalgia de un Estado opresivo y una religión omnicomprensiva y totalitaria: no por nada buena parte de esta gente encuentra solaz y simpatía en las vertientes más represivas del Islam. El antioccidentalismo siempre viene acompañado de cámaras de torturas y ablaciones de clítoris. Por eso, es justo admitir que las fuerzas más dinámicas y revolucionarias del mundo contemporáneo se encuentran en la cresta más avanzada de las sociedades, y que un Hospital Monte Sinaí vale mucho más que un derrame de petróleo en las aguas de Galicia. Lo contrario es una elegante nostalgia por un mundo que no se sabe cuándo existió, o la contradictoria nostalgia por lo que ayer se suponía que iba a ser el futuro y que hoy encuentra a los envejecidos jóvenes de ese ayer exprimiéndose las manos angustiados por lo que ayer suponían que iba a ser su futuro.

 

Final de juego

Como nadie sabe dónde está el Comisario Inspector Díaz Cornejo, no se le pudo pedir que escribiera unas líneas para este número, así que hubo que revisar viejos papeles de su archivo personal y extraer apostillas parciales:
- Un hombre guardaba el futuro en frascos de mermelada usados, con los que ocupaba estanterías enteras. Cuando se llenaban las estanterías, vaciaba los frascos y empezaba a llenarlos de nuevo. Los vecinos lo llamaban Don Tiempo, pero nadie advertía que los frascos eran todos iguales, y siempre contenían lo mismo.
- Lo malo del futuro es el presente. Si uno pudiera vivir en el futuro (o por caso, en el pasado), probablemente sería feliz. Pero el presente, donde uno se ve obligado a permanecer, es tan fugaz que sólo se puede percibir con la ayuda de drogas duras.
- En el bosque de Yaklon había una víbora que devoraba el futuro: día tras día deglutía aquello que iba a pasar, de tal modo que en ese bosque no ocurría nada, y con el tiempo se transformó en un bosque petrificado.
- Los fósiles son lo opuesto del futuro, son antifuturo, pasado químicamente puro; nada futuro se les parece.
- Si es verdad que el universo es determinista, como pretendía Laplace, todo el futuro estaría contenido en el pasado, no habría incertidumbre y también en ese caso la vida sería un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y de furia, y que nada significa.
- Lo contrario del futuro no es el pasado, sino la jalea de membrillo.

El futuro es un arma cargada de poesía

Por Juan Sasturain

Acaso sea hora de revisar versiones, tergiversar el verso. Altri tempi, hace unas décadas que son milenios, la poesía fue en boca y retóricos palotes antifranquistas de Gabriel Celaya –con Lorca muerto fusilado, con Hernández muerto y sepultado lejos del lecho y del huerto– un arma cargada de futuro. Sonaba esperanzado y amenazante como un disco desalambrado de Viglietti o un puño alzado por un desocupado pétreo de Carpani. Era la poesía para esas guitarras, la letra de esos gestos. Dejémosla, con el aire de su tiempo, temblando ahí.
Después, los punks dijeron “no existís”. Encrestados en negro, vinieron de –y trajeron con ellos– un frío tan cortante como la ominosa yilet que usaron para romper amarras y afeitar el pastito de mañana: no future. La oscura poesía, desesperada felicidad, fue ese revólver caliente gatillado desde el vacío de adelante, el fogonazo al final del túnel. El punk no espera, corre derecho hacia la bala ya disparada en el futuro para dejarlo sin. Es la poesía para esas rabiosas pistolas sexuales que eyaculan sin forro contra los tiempos del sida.
Pregonera de zanahorias o trovadora de la nada, la poesía saturó o vació el futuro a voluntad, con la misma engrupida soberbia, pero se ocupó de él: lo cargaba o se lo cargaba. Le dolía con los dolores del parto o con la angustia de un miembro amputado. Pero le dolía.
Hasta que llegó la mala hora de la prosa para poner la tapa. Un oriental converso puso en negro sobre blanco el torpe dogma de un apocalipsis berreta: se acabó la Historia, anunció sin pudor ni vergüenza Fukuyama. La magia del prosaico verso liberal sin muros –de contención o lo que fueran– permitía la suprema manganeta: despoblar el futuro de sucesos o temblores, pero segmentarlo al milímetro en cuotas de sangre con y sin tarjeta para todos, de aquí en más y para siempre.
Tras el mesianismo revolucionario, el nihilismo devastador y la prosa mentirosa del discurso único, el futuro vuelve a pedir la palabra cargado de poesía. Pero ni la profecía ni el epitafio le caben. Como en El Eternauta, la épica es el género que nos contará el porvenir.

El cielo y el futuro

Por Mariano Ribas

No recuerdo bien cuándo fue la primera vez que levanté la vista al cielo. Pero sí estoy seguro de que desde ese momento nunca más pude dejar de hacerlo. Allí arriba parece haber un misterioso imán que, desde siempre, atrajo la atención del hombre, sin importar las épocas, las culturas o las tecnologías. Cada noche, las estrellas, los planetas y la Luna nos llaman, y nos invitan a soñar. Es que la nuestra es una especie soñadora, curiosa y valiente, y en sus fibras más íntimas late un poderoso impulso de exploración. Al fin de cuentas, eso es lo que hemos hecho desde que salimos de Africa, hace 100 mil años: explorar. Primero fueron las largas travesías regionales, en busca de alimentos o climas más acogedores. Más tarde, esas travesías se hicieron continentales. En los últimos siglos fueron los mares y los océanos. Y en el más reciente fragmento de la gran historia humana, el espacio. Hacia allí estamos marchando, inevitable y afortunadamente. Ese es el futuro. Ya lo había dicho alguna vez un astronauta ruso: “La Tierra es la cuna de la humanidad, pero no podemos quedarnos en la cuna para siempre”.
Apenas estamos empezando a salir de la cuna, con tímidos y torpes saltitos. Pero, de a poco, iremos aprendiendo a caminar, y a correr. Ni siquiera ha pasado medio siglo desde el Sputnik, y ya hemos estado en la Luna. Decenas de naves no tripuladas han explorado casi todos los planetas del Sistema Solar, lunas, asteroides y hasta cometas. Y varias estaciones orbitales se han cansado de dar vueltas alrededor de la Tierra, como la gloriosa Mir, aquella inolvidable escuela de astronautas, tosca y querible. Con el correr de los años, nuevos protagonistas se sumaron a la aventura, y actualmente son más de veinte las naciones que participan en distintos emprendimientos espaciales (como la actual misión Cassini-Huygens, en Saturno).
Es difícil imaginar lo que vendrá. Pero si nuestra especie es sabia y no se aniquila, y de no mediar ninguna catástrofe global, el horizonte luce sumamente tentador. Siempre lamenté haberme perdido el histórico alunizaje del Apolo XI (con sólo haber nacido unos pocos años antes...). Sin embargo, estoy seguro de que, junto a mis hijos, llegaré a ver algo aún “más histórico”: el desembarco humano en Marte.
Mirando un poco más lejos, es muy probable que, de aquí a unos siglos, la humanidad se haya convertido en una especie interestelar. Y que, dentro de unos milenios, nuestros remotos descendientes estén poblando buena parte de la galaxia. Generaciones enteras naciendo y muriendo en otros mundos, orbitando a lejanas estrellas. Mirándonos desde el futuro, ellos recordarán con simpatía nuestros primeros intentos.

 

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