Volver
al Futuro
Por Leonardo Moledo
La verdad es que el
futuro no existió siempre, es una idea reciente, muy reciente,
casi de hoy ayer mismo. Ningún homínido pensaba en el futuro;
ninguna estrella piensa en el futuro; ninguna de las primeras culturas
pensaban en el futuro, sino en el tiempo circular (ya lo dijeron
los alumnos de Pitágoras...), en un tiempo que volvía
una y otra vez sobre sí mismo, en una crispación, una exasperación
del presente, en un presentismo que no redituaba nada, más que
el frío ser por sólo hecho de ser... ser por el solo hecho
de ser... ¿se podrá percibir aquello que se es cuando no
se es uno? Quizás ése sea el Nirvana.
La cultura judeocristiana aceptó el futuro, pero un futuro limitado,
un mísero espacio de tiempo entre la creación y el juicio
final, o el fin del mundo, más parecido al futuro que puede existir
en una obra de teatro, antes del cual no había nada, salvo dios,
que no tiene futuro, ni pasado, ni presente ni tiempo, y después
del cual seguía la eternidad que tampoco es el futuro, puesto que
la eternidad puede ser, pero no transcurrir; la eternidad no es tiempo,
y por lo tanto, no incluye el futuro.
Cuando los pueblos europeos adoptaron el cristianismo y las edades oscuras
se apoderaron de ellos, se olvidaron por completo del futuro y entronizaron,
en su imaginario, al pasado, a veces degradado en forma de nostalgia:
se anhelaba el pasado, se extrañaba el pasado, en el pasado se
cifraba la edad de oro perdida, el paraíso del cual el hombre había
sido expulsado para vivir el presente (no el futuro) con el sudor de su
frente, y solamente subsistir, era apenas una máquina biológico-teológica
que transpiraba su presente perpetuo.
Otra de las formas del anhelo por el pasado fue el recuerdo del Imperio,
del gran Imperio Romano, destrozado en minúsculos presentes geográficos
que no significaban nada y que no lo significaron durante mucho tiempo.
Aquí y allá, durante esos duros tiempos, mientras el pasado
se guardaba y momificaba en las abadías, se empezaban a abrir pequeños
islotes de futuro: las ciudades acogían a quienes huían
de la servidumbre rural, bajo el lema el aire de la ciudad hace
libre, y en efecto, quien pasaba un año y un día entre
los muros de la ciudad, rompía sus relaciones de vasallaje. El
fulano en cuestión iba a la ciudad buscando libertad y futuro (curiosamente,
la idea de libertad, en la Edad Media, estaba ligada al pasado, cuando
algún grupo social pedía libertades, reclamaba
estatutos atribuidos a la edad de oro y perdidos).
En realidad, el futuro fue un invento de la burguesía y su idea
de progreso, personal primero, social después. Fue a partir de
la Ilustración, que la imaginación viró definitivamente
del pasado hacia el futuro ubicando en el futuro la edad de oro y el bienestar.
No fue así, pero el desarrollo de la técnica respetaba la
inflexible flecha del tiempo de la termodinámica, y en especial,
el arrollador avance y éxito de la ciencia desde que la Revolución
Científica rehízo el universo, le dio a la idea de progreso
y de futuro solidez, consistencia, armonía y el socialismo ubicó
en el futuro una utopía.
La posmodernidad retoma el presentismo y el pasadismo de otras épocas,
descree del futuro, lo considera un mito discursivo, una de las tantas
religiones imperantes, con su lógica de supermercado, que también
es un templo del presente, con sus góndolas siempre idénticas
y sus productos que parecen cambiar pero que son siempre los mismos.
Hay personas, hay suplementos, que siguen aferrados al futuro como ideal
de progreso, de justicia, de conocimiento.
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El
límite del tiempo
Por Esteban Magnani
Me resulta paradójico
que el tema del aniversario del suplemento sea justamente el futuro. A
lo largo de años de colaboraciones se me cruzó por la cabeza,
insistentemente, investigar un tema apasionante: el omnipresente tiempo.
Ineludible y elusivo a la vez, me venció sistemáticamente
a la hora de hacer una nota y peor aún entender qué
es, más allá de las intuiciones con las que lo vivo. Por
eso esta ocasión de festejo será aprovechada para escribir
sobre lo no escrito.
Normalmente, investigar un tema nuevo es un desafío apasionante,
como si se conquistara un bastión que parecía irreductible,
pero que finalmente, tras lecturas y entrevistas, se entrega. La confirmación
del éxito llega cuando se elabora una metáfora capaz de
explicar el fenómeno y el científico entrevistado la aprueba.
Es cierto que existen muchos temas que resultan imbatibles, como, por
ejemplo, la naturaleza de la gravedad, pero como esto también es
un enigma para científicos preparados, el consuelo está
al alcance de la mano. En cambio, con el tiempo es difícil
cruzar más allá de la explicación inútil de
que se trata de la cuarta dimensión, palabras vacías
que no permiten comprender demasiado. La Real Academia Española,
por su parte con esa habilidad para evitar la esencia de las cosas,
patea el problema sin resolverlo: Magnitud física que permite
ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente
y un futuro. Su unidad en el Sistema Internacional es el segundo.
La derrota llega a doler cuando intento intervenir en la eterna lucha
entre ciencia y sentido común (un sentido común que últimamente
aparece penetrado por toques de posmodernismo al estilo X es una
construcción). Es que, cuando se trata del tiempo, no encuentro
argumentos sólidos externos a nuestras percepciones sino apenas
cierta convicción sobre su esquiva existencia como fenómeno
físico.
Queda un pequeño consuelo: tras la Revolución Francesa se
propuso modificar todos los sistemas de pesos y medidas (lo que dio origen
al triunfante sistema métrico, por ejemplo); el tiempo no quedó
afuera y se propuso un sistema decimal con un día de 10 horas,
100 minutos, etc., obviamente de distinta duración que los actuales.
Allí donde las explicaciones sobre el sistema métrico resultaron
convincentes, el sistema decimal del tiempo fracasó irremediablemente.
El sistema de división del tiempo, con raíces tan antiguas
como los babilonios, es parte tan constitutiva de nuestra percepción
del mundo que resulta ¿imposible? tomar la distancia necesaria
como para poder verlo.
Así las cosas, no queda más que rendirme a las agujas que
acumulan sin esfuerzo algo que se me escapa después de cada uno
de sus pasos.
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El
futuro ineludible
Por Pablo Capanna
Se dice que no es
posible hablar del futuro, porque no existe. Tampoco habría que
hablar del pasado, que ha dejado de existir. Seamos realistas, hablemos
del presente. Pero el presente resulta ser tan volátil e inasible
como el cursor que se desplaza por el texto mientras escribo.
El presente histórico todavía es más ambiguo. La
actualidad siempre tiene un pie en el antes y otro en el después.
Nada envejece más rápido que los análisis de coyuntura
y los libros de futurología.
Cualquier decisión que tomamos hoy contiene supuestos sobre el
futuro; como que saldrá el Sol y la Tierra no chocará con
un asteroide. Pero por corto que sea el plazo que elijamos, lo que decidimos
hoy también está condicionado por un porvenir que es aún
imaginario.
El minimalismo y el fin de la utopía de fines del siglo
pasado han instaurado una generalizada precariedad de la existencia que
parece desdibujar cualquier futuro. Pero esa incertidumbre no nos permite
siquiera pensar lo inmediato. Si el futuro deja de ser deseable, todo
se torna frágil. No hay proyectos de vida, relaciones durables
ni obras de largo alcance. Ni siquiera edificios duraderos.
El siglo XIX pensó que el futuro era una suerte de meta que nos
estaba aguardando: hasta Martín Fierro decía que el tiempo
sólo es tardanza de lo que está por venir.
El siglo XX vino a exacerbar ese futurismo y llegó a pensar que
era lícito sacrificar al prójimo para abrir
paso a un lejano idealizado.
El colapso de los guiones ideológicos, incluyendo el del progresismo
técnico, pareció dar vía libre a todo lo que habían
reprimido; pero terminó por arrojar al bebé junto con el
agua del baño.
Quedamos pues a la intemperie, expuestos a un discurso globalizador que
sólo promete un futuro para pocos. El eclipse del pensamiento crítico
nos invita a imaginar autosrobot o celulares holográficos,
pero no nos permite pensar en cómo acabar con la exclusión
de media humanidad.
Algunas mentes lúcidas han llegado a hablar de un presente
insaciable que nos impide pensar el futuro; es una expresión
que usaron autores tan dispares como J.G. Ballard y Andrei Tarkovski.
Pero el frente de tormenta de este presente cargado de desprecio por los
derechos de las generaciones futuras, ya está comenzando a chocar
con las consecuencias de sus actos.
Se necesita una ética de la responsabilidad que nos comprometa
a pensar un futuro mejor. Al fin y al cabo, el porvenir es lo único
que podemos modificar. Pero eso empieza ahora.
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El
punto F
Por Federico Kukso
El futuro no tiene
nombre ni apellido. No se sienta porque no tiene rodillas y no se para
porque le faltan ligamentos. No come pizzas de alcauciles, tortas de banana,
ravioles con salsa blanca ni milanesas con puré, porque no tiene
boca, dientes, lengua ni saliva. Tampoco toma todos los días el
colectivo 160, el 126, y ni siquiera la línea E de subte.
El futuro no respira, no corre, no transpira, no se enferma, no habla
por teléfono, no toma azúcar (ni siquiera en cubitos).
Sin embargo, vive en la Luna, almuerza con extraterrestres y su pecado
favorito es la euforia. Siempre lo llaman, lo evocan, lo prometen y lo
sueñan, aunque haya algunos que lo nieguen, lo pisen y lo arruinen.
La nostalgia es su némesis, y la profecía, su aliada. Y
el crack del presente su padre no reconocido.
Desde su Big-Bang, la literatura lo secuestró y no pidió
rescate. Nadie sabe cómo, pero la primera bomba atómica
y la inevitabilidad de la marea de la Guerra Fría hicieron que
de a poco se desvaneciera. Pero por suerte, como todo, todo pasa, y en
los plateados ochenta fue nuevamente inflado y coqueteado. No estaba muy
lejos. Simplemente estaba.
Era inevitable: autos que hablaban, lagartos alienígenas que mostraban
al mundo su verdadero ser arrancándose la piel, un primer oficial
con orejas puntiagudas en una nave Empresa, un maestro jedi
con aires de rana, dos robots histéricos, ufólogos enamorados,
federaciones interplanetarias y varias guerras galácticas volvieron
a abrir un paisaje sin sustancia pero latente.
Al futuro, el realismo lo esquiva, el punk lo ataca, la ciencia ficción
lo adora, el apocalipsis lo clausura y la religión le teme. Los
tarotistas dicen ultrajar sus secretos íntimos, pero lo único
que hacen es ver los deseos del cliente reflejados. Y aun así,
el futuro exige que le crean.
En sus libros, Dick, Ballard, Clarke, Asimov, Verne y Wells se jactan
de haberlo secado. Hasta le han dado un nombre a tal deporte: futurismo.
¡Pobres mortales! ¿Acaso no les informaron que al futuro
le quedan chicos los ismos? Eso será común entre
marxistas, surrealistas e idealistas. Pero no para el futuro.
El futuro, que emula el fluir de las películas, en las que el happy
ending prologa la partida, se las arregla para vivir de impulsos frenéticos,
de ecos agónicos y fantasías electrónicas. Todo tiene
que ver con él; todos lo conocen, lean o no este suplemento.
Acorralado por cuatro números (2000), el futuro provocador
de vértigo y arcadas de entusiasmo se pensó vencido.
Lo ayudó el genoma, los clones, los problemas matemáticos
sin solución, las vacunas a inventar, los planetas a visitar, los
objetos a descubrir, los anhelos de madres, padres, abuelas y tíos.
Seamos pacientes. El futuro no es todavía.
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Para una mitología
futura
Por Juan Ignacio Boido
Hace poco apareció
una noticia de esas que dan risa o escalofríos. En síntesis,
decía: en una de sus ideas, Einstein especulaba que, para producirse
el Big Bang, debió existir una fuerza antigravitatoria capaz de
vencer por un instante la gravedad que mantenía a toda la materia
del universo comprimida en una bola del tamaño de una naranja.
Desde entonces, la fuerza antigravitatoria es lo que motoriza la expansión
del Universo; y la gravitatoria, la que mantiene, dentro de esa expansión,
todo unido: los electrones alrededor de los núcleos atómicos,
los átomos en las moléculas, las moléculas en la
materia, la materia en los planetas, los planetas alrededor de las estrellas,
las estrellas en las galaxias, las galaxias en el Universo. Hasta ahí,
Einstein. Y acá la hipótesis de risa o escalofrío
de estos científicos: en algún momento, el equilibrio entre
esas dos fuerzas que mantienen al universo unido y en constante expansión
se quebrará. Las posibilidades son dos: o bien la fuerza que tira
hacia afuera comienza a ceder ante la resistencia de la gravedad, produciendo
un paulatino detenimiento del Universo; o bien el Universo se expande
tanto que la gravedad ya no puede mantener semejante peso unido. Los desenlaces
hipotéticos son ambos escalofriantes. En el primer caso, siguiendo
las leyes de la termodinámica, los científicos deducen que
a menor velocidad, menor calor generará el Universo, produciendo
un enfriamiento paulatino pero sostenido que cristalizará, finalmente,
en un Universo frío, helado como los muertos. En el segundo caso,
la fuerza hacia afuera vence la resistencia de la gravedad y el Universo
sencillamente se desgarra como una tela: las galaxias pierden sus sistemas
solares, los soles pierden sus planetas, los planetas pierden lo que tengan
en su superficie, las aguas se elevan, las tierras se abren, el fuego
se alza, la materia misma comienza a desgarrarse: el caos ha vencido y
ya no hay fuerza que mantenga a las moléculas unidas. Con el último
tic tac del reloj universal, se sellará el desmembramiento definitivo
de todo lo aparente: el fin del mundo será apenas una colección
de protones y neutrones sin posibilidad de conectar, de partículas
elementales flotando en el vacío.
Las hipótesis podrán ser equivocadas o estar, dado
los rudimentos de la explicación, mal desarrolladas, pero
son sin duda un hito: son, finalmente, una tentativa de reescribir el
Apocalipsis de San Juan según el paradigma de nuestro tiempo. Ahora
que resulta imposible pensar en el Dios bíblico sin pasarlo por
Einstein y Borges. Ahora que tenemos para una mitología futura
el carro del Dios Real tirado por dos infatigables corceles alados que
en la tierra de los hombres se conocen como Tiempo y Espacio. Ahora que
se vislumbra en el horizonte la posibilidad de reescribir esa hipótesis
final que habíamos pasado con pavor a retiro. Ahora que tenemos
de nuevo el mito. Ahora que sabemos que el futuro está en nosotros,
como nosotros estuvimos en quienes nos precedieron. Ahora, esta vez, ¿estaremos
a la altura?
El resto del futuro no me importa demasiado.
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Los
economistas
(Se supone que) por
Alfredo Zaiat
Con la economía
existe un estado de confusión generalizado, abonado por muchos
que estudiaron esa materia, que se travistieron en profesionales del lobby,
y por legos que piensan que la razón y las penurias de sus vidas
pasan fundamentalmente por las condiciones que determinan el sube y baja
del dólar. La economía no es una ciencia exacta, como confunden
algunos despistados que egresaron de facultades prestigiosas. Está
más cerca de una ciencia social, aunque puristas del saber no le
asignan ni la jerarquía de ciencia ni de social. Puede ser que
tengan razón. Pero, ¿qué importa en qué categoría
del saber se encuentra, cuando, en última instancia, a la economía
hay que estudiarla y entenderla para saber qué les pasa a los países
y a su gente? Y si tantos se interesan en el tema, por algo será.
El origen de ese desconcierto puede rastrearse en una de las primeras
lecciones que aprenden los economistas en la universidad. Los modelos
para proyectar la evolución futura de ciertas variables comienzan
con la sencilla enunciación se supone que.... A partir
de esa premisa, fuente de toda sinrazón e injusticia, los economistas
profesionales se sienten habilitados a emprender sus tropelías.
Veamos un ejemplo: Se supone que los precios de los commodities
seguirán en valores elevados, sostiene el especialista. Entonces,
el país puede comprometerse a generar un superávit
fiscal del 3 por ciento del Producto para pagar los intereses de
la deuda, dado que esos precios de los commodities aseguran ingresos crecientes
para el fisco. Como la hipótesis inicial se basa en un supuesto
caprichoso, y es casi imposible que se mantenga en el tiempo porque se
producen cambios en el mundo como en la vida (a veces los economistas,
que, se sabe, no poseen corazón, no se percatan de semejante eventualidad),
las consecuencias de esa decisión de política económica
son desastrosas, como ya se conocen.
Una de las características de este tiempo, y que ha contribuido
en forma notable a las transformaciones sociales, políticas y económicas
del último cuarto de siglo, fue la omnipresencia de la figura del
economista. De ese economista, que con un respaldo pretendidamente científico
estableció qué es lo que se puede y no se puede hacer en
materia de política económica. En realidad, se trata de
un discurso acerca de lo económico que se presenta como técnico,
pero resulta fundamentalmente político e ideológico.
Entonces, a no desesperar. Los engaños y mentiras de los economistas
no deben confundir sobre la virtud de interpretación y de modificación
que tiene la economía en procesos sociales y políticos.
Para ello se requiere abandonar los supuestos que se pretenden científicos,
para incorporar en el análisis económico las cuestiones
sociales, políticas y culturales de un país. Esa es la forma
que tendrán los economistas de reivindicar su profesión,
que ha sido bastardeada por la presencia de mercaderes con trajes de consultores
de la city, economistas de fundaciones a sueldo de grandes empresas o
investigadores financiados por el Banco Mundial. Si esa forma de abordar
la materia es una ciencia o no, será tarea para los epistemólogos.
Mientras tanto, desconfíe de los economistas que, cuando comienzan
a exponer, dicen se supone que....
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La
cresta de la ola
Por Claudio Uriarte
El futuro nunca ha
sido tan brillante como hoy. La expectativa de vida aumenta, los descubrimientos
científicos están en auge y lo ayer imposible parece al
alcance de la mano. Sí, estimado lector: esto es efectivamente
para desmentir la turbulencia nihilista que hoy pasa por progresismo y
que no tiene rubor en proclamar la ridícula noción de que
nunca se estuvo peor que ahora, cuando hace sólo un siglo la gente
se moría apestada por enfermedades hoy perfectamente controladas
y Europa estaba por iniciar dos guerras civiles internacionales donde
la masacre y el bombardeo de ciudades eran la norma y los derechos humanos
podían considerarse un chiste.
De todas las perspectivas abiertas ante la humanidad, sin duda la más
excitante es la de la manipulación genética. Esto es así
porque todo lo artificial es bueno; es lo natural lo que es bárbaro,
regresivo, brutal, y lo que impone mayores restricciones a la posibilidad
de una vida plenamente disfrutada. Desde luego, siempre aparecerá
el falso progresismo en perfecta sintonía con el Vaticano
y con la administración Bush meneando gravemente su cabecita
sabatiana y preguntándose angustiosamente, entrecejo fruncido en
mano, cuáles son los límites de lo ético.
Por ejemplo, la clonación no sería ética, como tampoco
las alteraciones del organismo que posibilitarían una mayor inmunidad
a las enfermedades. De acuerdo con esta horrorosa concepción de
la vida, la vacuna contra la polio hoy no existiría y la gente
seguiría muriéndose de tifus (y no: no sirve alegar que
en muchas regiones de Africa la gente se muere de tifus, como la ausencia
de atmósfera en Marte no prueba la irrespirabilidad de la Tierra).
En el fondo, lo que se esconde tras el pesimismo profesional del seudoprogresismo
ejemplificado en bodrios solemnes y pretenciosos como la injustamente
venerada película Blade Runner es la nostalgia de un Estado
opresivo y una religión omnicomprensiva y totalitaria: no por nada
buena parte de esta gente encuentra solaz y simpatía en las vertientes
más represivas del Islam. El antioccidentalismo siempre viene acompañado
de cámaras de torturas y ablaciones de clítoris. Por eso,
es justo admitir que las fuerzas más dinámicas y revolucionarias
del mundo contemporáneo se encuentran en la cresta más avanzada
de las sociedades, y que un Hospital Monte Sinaí vale mucho más
que un derrame de petróleo en las aguas de Galicia. Lo contrario
es una elegante nostalgia por un mundo que no se sabe cuándo existió,
o la contradictoria nostalgia por lo que ayer se suponía que iba
a ser el futuro y que hoy encuentra a los envejecidos jóvenes de
ese ayer exprimiéndose las manos angustiados por lo que ayer suponían
que iba a ser su futuro.
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Final
de juego
Como nadie sabe dónde
está el Comisario Inspector Díaz Cornejo, no se le pudo
pedir que escribiera unas líneas para este número, así
que hubo que revisar viejos papeles de su archivo personal y extraer apostillas
parciales:
- Un hombre guardaba el futuro en frascos de mermelada usados, con los
que ocupaba estanterías enteras. Cuando se llenaban las estanterías,
vaciaba los frascos y empezaba a llenarlos de nuevo. Los vecinos lo llamaban
Don Tiempo, pero nadie advertía que los frascos eran todos iguales,
y siempre contenían lo mismo.
- Lo malo del futuro es el presente. Si uno pudiera vivir en el futuro
(o por caso, en el pasado), probablemente sería feliz. Pero el
presente, donde uno se ve obligado a permanecer, es tan fugaz que sólo
se puede percibir con la ayuda de drogas duras.
- En el bosque de Yaklon había una víbora que devoraba el
futuro: día tras día deglutía aquello que iba a pasar,
de tal modo que en ese bosque no ocurría nada, y con el tiempo
se transformó en un bosque petrificado.
- Los fósiles son lo opuesto del futuro, son antifuturo, pasado
químicamente puro; nada futuro se les parece.
- Si es verdad que el universo es determinista, como pretendía
Laplace, todo el futuro estaría contenido en el pasado, no habría
incertidumbre y también en ese caso la vida sería un cuento
contado por un idiota, lleno de sonido y de furia, y que nada significa.
- Lo contrario del futuro no es el pasado, sino la jalea de membrillo.
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El
futuro es un arma cargada de poesía
Por Juan Sasturain
Acaso sea hora de
revisar versiones, tergiversar el verso. Altri tempi, hace unas décadas
que son milenios, la poesía fue en boca y retóricos palotes
antifranquistas de Gabriel Celaya con Lorca muerto fusilado, con
Hernández muerto y sepultado lejos del lecho y del huerto
un arma cargada de futuro. Sonaba esperanzado y amenazante como un disco
desalambrado de Viglietti o un puño alzado por un desocupado pétreo
de Carpani. Era la poesía para esas guitarras, la letra de esos
gestos. Dejémosla, con el aire de su tiempo, temblando ahí.
Después, los punks dijeron no existís. Encrestados
en negro, vinieron de y trajeron con ellos un frío
tan cortante como la ominosa yilet que usaron para romper amarras y afeitar
el pastito de mañana: no future. La oscura poesía, desesperada
felicidad, fue ese revólver caliente gatillado desde el vacío
de adelante, el fogonazo al final del túnel. El punk no espera,
corre derecho hacia la bala ya disparada en el futuro para dejarlo sin.
Es la poesía para esas rabiosas pistolas sexuales que eyaculan
sin forro contra los tiempos del sida.
Pregonera de zanahorias o trovadora de la nada, la poesía saturó
o vació el futuro a voluntad, con la misma engrupida soberbia,
pero se ocupó de él: lo cargaba o se lo cargaba. Le dolía
con los dolores del parto o con la angustia de un miembro amputado. Pero
le dolía.
Hasta que llegó la mala hora de la prosa para poner la tapa. Un
oriental converso puso en negro sobre blanco el torpe dogma de un apocalipsis
berreta: se acabó la Historia, anunció sin pudor ni vergüenza
Fukuyama. La magia del prosaico verso liberal sin muros de contención
o lo que fueran permitía la suprema manganeta: despoblar
el futuro de sucesos o temblores, pero segmentarlo al milímetro
en cuotas de sangre con y sin tarjeta para todos, de aquí en más
y para siempre.
Tras el mesianismo revolucionario, el nihilismo devastador y la prosa
mentirosa del discurso único, el futuro vuelve a pedir la palabra
cargado de poesía. Pero ni la profecía ni el epitafio le
caben. Como en El Eternauta, la épica es el género que nos
contará el porvenir.
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El
cielo y el futuro
Por Mariano Ribas
No recuerdo bien cuándo
fue la primera vez que levanté la vista al cielo. Pero sí
estoy seguro de que desde ese momento nunca más pude dejar de hacerlo.
Allí arriba parece haber un misterioso imán que, desde siempre,
atrajo la atención del hombre, sin importar las épocas,
las culturas o las tecnologías. Cada noche, las estrellas, los
planetas y la Luna nos llaman, y nos invitan a soñar. Es que la
nuestra es una especie soñadora, curiosa y valiente, y en sus fibras
más íntimas late un poderoso impulso de exploración.
Al fin de cuentas, eso es lo que hemos hecho desde que salimos de Africa,
hace 100 mil años: explorar. Primero fueron las largas travesías
regionales, en busca de alimentos o climas más acogedores. Más
tarde, esas travesías se hicieron continentales. En los últimos
siglos fueron los mares y los océanos. Y en el más reciente
fragmento de la gran historia humana, el espacio. Hacia allí estamos
marchando, inevitable y afortunadamente. Ese es el futuro. Ya lo había
dicho alguna vez un astronauta ruso: La Tierra es la cuna de la
humanidad, pero no podemos quedarnos en la cuna para siempre.
Apenas estamos empezando a salir de la cuna, con tímidos y torpes
saltitos. Pero, de a poco, iremos aprendiendo a caminar, y a correr. Ni
siquiera ha pasado medio siglo desde el Sputnik, y ya hemos estado en
la Luna. Decenas de naves no tripuladas han explorado casi todos los planetas
del Sistema Solar, lunas, asteroides y hasta cometas. Y varias estaciones
orbitales se han cansado de dar vueltas alrededor de la Tierra, como la
gloriosa Mir, aquella inolvidable escuela de astronautas, tosca y querible.
Con el correr de los años, nuevos protagonistas se sumaron a la
aventura, y actualmente son más de veinte las naciones que participan
en distintos emprendimientos espaciales (como la actual misión
Cassini-Huygens, en Saturno).
Es difícil imaginar lo que vendrá. Pero si nuestra especie
es sabia y no se aniquila, y de no mediar ninguna catástrofe global,
el horizonte luce sumamente tentador. Siempre lamenté haberme perdido
el histórico alunizaje del Apolo XI (con sólo haber nacido
unos pocos años antes...). Sin embargo, estoy seguro de que, junto
a mis hijos, llegaré a ver algo aún más histórico:
el desembarco humano en Marte.
Mirando un poco más lejos, es muy probable que, de aquí
a unos siglos, la humanidad se haya convertido en una especie interestelar.
Y que, dentro de unos milenios, nuestros remotos descendientes estén
poblando buena parte de la galaxia. Generaciones enteras naciendo y muriendo
en otros mundos, orbitando a lejanas estrellas. Mirándonos desde
el futuro, ellos recordarán con simpatía nuestros primeros
intentos.
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