futuro

Sábado, 14 de agosto de 2004

FíSICA E HISTORIA

La montaña mágica

 Por Federico Kukso

Son retorcidas, frenéticas, titánicas, e invitan desmesuradamente al vértigo. Las montañas rusas –o “máquinas de gritos” que combinan el exotismo geológico con la diplomacia soviética– consiguen despertar sin mucho esfuerzo al masoquista que cada uno lleva adentro. Y lo hacen sin grandes secretos, motores o chirimbolos tecnológicos. Simplemente les basta dejar actuar tres fuerzas comunes y corrientes (inercial, gravitacional y centrípeta). El resto viene solo. En cualquier caso, emprender estos viajes garantiza pasaje directo a un mundo de estados alterados en donde el propio cuerpo es carne de experimentos.

TOBOGANES Y CUBITOS
Las montañas rusas impactaron de tal manera en la cultura popular que incluso llegan a tener su propio ejército de historiadores. La mayoría concuerda en que el ancestro directo de estas volteretas hechas con acero o madera se lo puede encontrar, justamente, en los toboganes de hielo rusos del siglo XVI y XVII. Se cree que para matar el aburrimiento, a algún aristócrata de San Petersburgo se le ocurrió levantar plataformas de 20 metros de altura y 50 grados de pendiente y luego cubrirlas de hielo para dejarse resbalar sobre ellas. La costumbre continuó en el siglo XVIII, y hasta la emperatriz Catalina la Grande era asidua de estos divertimentos gélidos: contrariando los consejos de sus médicos, la rolliza mandataria se tiraba por la ladera subida en un cajón de madera.
El siguiente paso evolutivo de estas construcciones (denominadas desde entonces “montañas rusas” aunque en Estados Unidos hayan sustituido tal nombre por el apolítico “roller coaster”) fue llevado a cabo por los franceses que le agregaron ruedas a los carritos y desterraron el hielo para siempre. En 1817, las montañas rusas de Belleville se convirtieron en las primeras en llevar a cuestas trencitos encastrados a las vías.
Pero el verdadero boom montañero estalló en tierras norteamericanas a fines del siglo XIX cuando se maquillaron viejos rieles de ferrocarril para la diversión de todo aquel que pagase cinco centavos para subirse en ellos. Los parques de diversiones ya no se consideraban tales si no tenían en su menú una de estas maquinarias, apuestas a lo pasajero y lo fugaz. En 1927, en Buffalo, Nueva York, un parque anunció contar con “la más terrorífica de cuantas se hubieran construido”. Casi 75 mil personas acudieron el primer día para cobijarse bajo la sombra de aquel monstruo mecánico. Así fue como por un breve pero sostenido período las ciudades norteamericanas además de ostentar sus grandes edificios públicos se sentían grandes según los metros de sus montañas rusas. No por nada Estados Unidos es el país con mayor número no sólo de presos (1,8 millones) sino de montañas rusas en el mundo.

VELOCIDAD TERMINAL
“La ciudad crea ciudadanos y no hombres, como la selva pájaros y no jaulas”, decía Ezequiel Martínez Estrada. Así también podría alegarse que las montañas rusas engendran sus propios adictos, sedientos de emociones fuertes que sus vidas no les suministran. La virtud montañera es la de encender el descontrol, agitado por la fuerza de gravedad que tironea más que nunca al pobre visitante. No son necesarios motores adosados a loscarritos sino el simple empuje de la caída libre arremetida luego de alcanzar la parte más alta del trecho. Los subibajas se repiten así una y otra vez pero siempre en menor altura hasta que el carrito se estaciona en el punto de largada. La impaciencia de la subida iguala el desenfreno de la caída en sólo unos segundos, eternos. Se gana emoción pero se pierde energía. Por eso es que a medida que se avanza en el recorrido la altura de la montaña rusa se achica.
Como si hubieran sido construidas exclusivamente para probar sus teorías, en las montañas rusas anidan todas las palabras que Newton balbuceó en sus Principia: aceleración, velocidad, masa, gravedad, movimiento, inercia. Pero lo que verdaderamente provee la emoción y el terror (casi la compasión y el terror de la tragedia) es la caída libre, la pérdida momentánea de peso, la sensación de flotar y caer sin límites, la atracción del abismo; el momento inmediatamente anterior a la caída, cuando se sabe que se va a caer, irremediablemente, y no se puede hacer nada, absolutamente nada por evitarlo. También es posible que el pánico a la caída sea un terror ancestral, de cuando éramos criaturas arbóreas, y durante la noche, o el día, el peligro de caer desde los grandes árboles acechaba. Un terror imprescindible para la evolución, y que aún permanece en alguna circunvolución de nuestro cerebro.

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