Sáb 06.11.2004
futuro

El lado...

Por Pablo Capanna

Corría el año 1940, y Hollywood ya había comenzado a producir películas de guerra. Ese año la Warner estrenaba Muerte en el aire (Murder in the Air), dirigida por el desconocido Lewis Seiler. El protagonista era Ronald Reagan, futuro gobernador de California y presidente de Estados Unidos, aquí acompañado por la olvidada Lya Lys.
En el afiche se podía ver un bombardero bimotor que estallaba en el aire, herido por un haz de rayos que desde tierra le disparaba un ominoso artilugio con aspecto de transformador. La leyenda prometía: “¡Enemigos ocultos! ¡Secretos robados! ¡Un arma misteriosa y su rayo de horror! ¡Vea al Servicio Secreto luchando por el poder del arma más terrorífica jamás inventada!”
El inexpresivo Ronald Reagan encarnaba aquí al agente secreto Brass Bancroft, que protegía de ominosos espías al “proyector inercial”, destinado a ser el arma más espantosa de todos los tiempos. Con ese rayo “América sería invencible”, y esta circunstancia habría de convertirla en “la mayor fuerza al servicio de la paz mundial”. Obviamente, lo que era bueno para Estados Unidos tenía que ser bueno para la humanidad.
Ese “rayo misterioso” obviamente no era aquel al cual le había cantado Gardel en El día que me quieras. Era el más reciente avatar de un sueño paranoico, la fantasía colectiva de la súper-arma que haría invencible para siempre a Estados Unidos. Ese papel ya lo habían desempeñado otras armas como el submarino de Fulton, allá por 1806, y el poder aéreo de Billy Mitchell, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra Fría, las armas finales habían sido las bombas nucleares de Edward Teller, los bombarderos del Comando Aéreo Estratégico y los misiles intercontinentales.
A Reagan, que abandonaba los papeles de cowboy y al año siguiente se disponía a encarnar a un voluntario norteamericano al servicio de la RAF en International Squadron (1941), aquel rayo debe de habérsele grabado en el inconsciente. Cuarenta y tres años más tarde, siendo ya presidente de Estados Unidos, fue él quien anunció aquella parafernalia de satélites y rayos láser que fue bautizada como Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI). Prometió que con ella no sólo se iba a neutralizar el poder soviético sino cualquier amenaza posible para la Unión. Por una extraña paradoja, la prensa comenzó a mencionar el sistema como Star Wars o Guerra de las Galaxias, aunque se diría que en la película de Lucas se trataba más bien de luchar contra el Imperio, no de consolidarlo.

SI QUIERES LA PAZ, PREPARA LA GUERRA
El 23 de marzo de 1983 el presidente Ronald Reagan (1911-2004), flanqueado por George Bush (padre) se dirigía a la Unión, pero indirectamente hablaba para la URSS, “el Imperio del Mal”: “Déjenme compartir con ustedes una visión esperanzada del futuro. Nos estamos embarcando en un programa destinado a contrarrestar la espantosa amenaza de los misiles soviéticos mediante medidas defensivas (...) He convocado a la comunidad científica de nuestro país, a los hombres que nos dieron las armas nucleares, para que pongan su talento al servicio de la causa de la humanidad y de la paz mundial, dándonos los medios para volver impotentes y obsoletas aquellasarmas (...) Mis amigos de América, esta noche estamos lanzando una iniciativa que encierra la promesa de cambiar la historia humana”.
Fuera de los militares, los sectores más duros del Partido Republicano y algunos escritores de ciencia ficción, no eran muchos los que compartían la ciega confianza que Reagan depositaba en la SDI. Los científicos no comprometidos fueron muy escépticos y la juzgaron un bluff. Ese mismo año, la Conferencia Episcopal católica norteamericana dio una declaración que decía: “la carrera armamentista debe ser condenada como un peligro, un acto de agresión contra los pobres, una locura que nunca nos dará esa seguridad que promete”.
Toda esta historia iba a contarla más tarde el historiador Martin Rogin en un libro titulado Ronald Reagan, la película y otros episodios de demonología política que publicó la Universidad de California en 1987.

EL RAYO MISTERIOSO
El mismo año 1940 en el que Reagan, desde la pantalla del cine, la emprendía a tiros y trompadas contra los enemigos de la democracia, en el New York Times del 22 de septiembre aparecía un artículo bastante sensacionalista. En él se le atribuía al octogenario inventor Nikola Tesla el proyecto de un dispositivo capaz de crear “una Muralla China invisible” que protegería a Estados Unidos de todo mal, dándole “absoluta protección contra cualquier ataque aéreo”. Se trataba de un haz de rayos “de una cienmillonésima de cm2 de diámetro” que con su enorme voltaje destruiría los aviones enemigos en vuelo, cumpliendo con su misión de “destructividad defensiva”.
Cuarenta y tres años más tarde, algo bastante parecido (el láser de partículas) ya resultaba factible. Por entonces hacía su aparición la tercera generación de armas nucleares. La primera había sido la bomba de fisión (A), y la segunda era la de fusión (H). La tercera generación usaría una bomba atómica para detonar una de hidrógeno y “bombear” lásers de rayos X en un radio de alcance extremo. Estas armas orbitales se complementarían con un sistema satelital de alerta temprana que permitiría reaccionar al instante ante cualquier posibilidad de ataque enemigo. Ese fue el motivo por el cual Estados Unidos se negó a considerar la iniciativa soviética de desarme de 1985-87. Por otra parte, usar ese tipo de armas hubiera sido violar los tratados de desmilitarización del espacio.
También había muchos que pensaban que el proyecto agotaría las finanzas estadounidenses, a pesar de que el programa espacial ya había sido recortado tanto como los servicios asistenciales. Con él se vinculaba la construcción del “Desertrón”, un acelerador dotado de un presupuesto de 2000 millones de dólares que había sido diseñado con la intención de que sirviera para desarrollar el láser de partículas. Su elevado costo hizo que no llegara a construirse; de haberlo hecho, hubiera tenido que ocupar una superficie superior a la de Luxemburgo.
Después del anuncio, el gobierno estadounidense lanzó una intensa campaña de prensa para convencer al público de las ventajas del proyecto que había confiado a la fuerza aérea y puesto bajo la dirección del general James Abrahamson. Otro militar, el general Daniel Graham, escribió en su apoyo el manifiesto High Frontier, que contaba con el respaldo de importantes grupos de presión de la derecha, como la Heritage Foundation, la Hertz Foundation y la Institución Hoover de la Universidad de Stanford.
Los diarios y las revistas, alentados por el gobierno, comenzaron a dedicarle espacio al tema, aunque a menudo presentaban como novedosos proyectos que habían sido suspendidos años antes. Por fin, la influyente Aviation Weekly “reveló” el secreto del láser de rayos X y los satélites armados, con muchos toques de sensacionalismo y vívidos relatos de lo que sería la guerra en el espacio, a cargo de escritores profesionales.

DE WAR STARS A STAR WARS
El hombre que en enero de 1982 visitó a Reagan y lo convenció de las ventajas del plan fue el veterano físico Edward Teller, el mismo que había estado detrás del proyecto Manhattan y el diseño de la bomba de hidrógeno. Teller era famoso por sus opiniones tan irresponsables como francamente belicistas, y ya había sido inmortalizado como el doctor Strangelove en la película Doctor Insólito de Stanley Kubrick (1964). También había inspirado a ese “Dr. Bruno Bluthgeld” (dinero sangriento) que desencadenaba el holocausto nuclear en la novela Dr. Bloodmoney, o cómo nos las arreglamos después de la bomba (1965) de Philip K. Dick.
Entre quienes asesoraban a Teller hubo un pequeño grupo de presión integrado por conocidos escritores de ciencia ficción, que tuvieron a su cargo buena parte de la campaña. Ellos eran los fundadores del Consejo Asesor Ciudadano para la Política Nacional del Espacio, una entidad civil con gran llegada a Reagan.

EL LOBBY DE LA CIENCIA FICCION
A pesar de ser despreciada por los académicos como un género literario menor, la ciencia ficción gozaba en Estados Unidos de un gran prestigio social, especialmente en su versión “dura”, es decir aquella que tenía una fuerte carga de información científica.
Si bien había escritores “humanistas” del género como Bradbury, Sturgeon o Dick que lograban interesar a otro tipo de lectores, el gran público seguía considerando la ciencia ficción como una rama de la divulgación científica. Autores como Asimov, que ostentaba un doctorado en química, eran consultados como expertos futurólogos, y como tales aparecían en los medios. Hasta Frank Herbert, el autor de Duna, protagonizó en 1984 el corto publicitario de una empresa de informática, a pesar de que en sus obras nunca se había ocupado del tema.
El caso es que el gobierno no sólo aprovechó el prestigio de los escritores, como cabía esperar. Por el contrario, se diría que todo el proyecto nació en las mentes de un grupo de escritores “duros”, en su mayoría vinculados con la industria aeroespacial, la cual esperaba obtener jugosos dividendos. Ellos fueron quienes le vendieron la idea a Reagan.
El Citizen’s Advisory Council on National Space Policy era un grupo asesor civil fundado en 1982 que lideraban los escritores de ciencia ficción “dura” Jerry Pournelle y Larry Niven. Pournelle era ingeniero y analista político; en su juventud había sido comunista, pero llevaba quince años trabajando en la North American Aviation para el proyecto Apolo y había ido girando hacia la extrema derecha. Tenía en su haber algunos éxitos de ciencia ficción, pero también había sido jefe de campaña de un alcalde republicano y editaba la revista Soldier of Fortune, dirigida a los mercenarios. En colaboración con el ideólogo de derecha Stefan T. Possony había escrito el ensayo La estrategia de la tecnología (1970). Solía publicar con seudónimo novelas crudamente anticomunistas y su ficción belicista, El mercenario (1977), contaba con todo un público adicto.
Otra figura importante del grupo era Ben Bova, que había trabajado como editor técnico de la Martin Aviation y como gerente de marketing de Avco Everett Research Lab. Bova iba a ser el editor de Analog y Omni, dos revistas especializadas en ciencia ficción que serían vitales para la propaganda de las armas espaciales. La ironía está en que Analog era la revista de John W. Campbell, el hombre que más había hecho para espantar a la opinión pública con el peligro de una guerra nuclear. Bova contribuyó al proyecto con un libro programático: Supervivencia asegurada (1984).
El grupo se reunía en casa del matemático Larry Niven, el exitoso autor de Mundo anillo (1970), e incluía al físico Gregory Benford y a un ingeniero veterano de la Fuerza Aérea llamado Dean Ing. Todos eran escritores del género en su versión “dura”.Una de las figuras clave del grupo era sin duda el físico Edward Teller, que luego llegaría a ser asesor de Reagan. Al viejo “Doctor Strangelove” se le atribuye esta frase: “en el largo plazo, autores como Heinlein, Clarke y Asimov son más importantes que cualquier secretario de Defensa”.
Sin embargo, la mente más creativa de todas era la de otro veterano, Robert A. Heinlein (1907-1988), el escritor de ciencia ficción que más había vendido en toda la historia del género. El era quien había intentado –sin éxito– sumar al grupo al astrofísico británico Arthur C. Clarke, quien siguió siendo adverso a la idea. En cambio, logró convocar al prestigioso Isaac Asimov.
Heinlein no era un autor específicamente “duro”. Había estudiado física, pero era un oficial retirado de la Marina, que había trabajado como ingeniero militar durante la guerra mundial. Curiosamente, la lucha contra el Eje parecía haberle despertado simpatías por el fascismo.
Lejos de ser un epíteto, calificarlo de “fascista” es un acto estrictamente descriptivo. Basta leer Tropas del espacio (1959) –que más tarde Verhoeven llevó al cine como Invasión– para asomarse a una “utopía” donde para ser ciudadano es preciso ser veterano de guerra, como en los viejos fasci di combattimento del Duce. Por lo menos, no era racista (siempre y cuando se tratara de negros afroamericanos) y era capaz de poner como protagonista de la novela a un coronel de comandos llamado Rico, nacido en Buenos Aires.
Heinlein había sido uno de los apologistas de la bomba atómica, aun antes de Hiroshima, y estaba convencido de la inevitabilidad de una nueva guerra mundial. Su contribución al proyecto fue concebir una vasta red de satélites que envolviera al planeta, cargados de misiles nucleares y lásers de alto poder, que bautizó “estrellas de guerra” (War Stars). De allí a Star Wars, por contagio con la película de Lucas, había un solo paso, y la prensa lo supo dar.
Pournelle y Dean Ing escribieron un libro que eufemísticamente titularon Supervivencia mutua asegurada, en una época en que era habitual hablar de MAD o “destrucción mutua asegurada”. Se lo dedicaron a Reagan y le obsequiaron un ejemplar bastante antes de entregarlo al mercado editorial en 1984.
Reagan quedó tan impresionado que les agradeció escribiendo una contratapa para el libro, aun a pesar de que éste había sido editado por un sello de escasa importancia. Allí Reagan se explayaba sobre satélites armados y lásers con base en el espacio o bien disparados desde tierra. Hasta hablaba de armas de partículas. ¡El rayo misterioso había llegado! A la hora en que Teller le presentó el proyecto a Reagan, el libro ya había servido para convencerlo. El resto, es historia conocida.
De este modo, un grupo de escritores de un género menor, que los críticos consideraban apenas apto para adolescentes, impulsó una política de Estado que endeudó a Estados Unidos, acabó por hacer tambalear a Gorbachov, condujo al colapso soviético, abrió paso a la globalización y produjo un nuevo desorden mundial. Menos mal que se trataba de una literatura inocua, apta para impúberes; salvo que ése fuera el nivel mental de los líderes.
Con la caída del Muro y la implosión de la URSS, ya no quedaban adversarios dignos de la megalomanía imperial, y el proyecto se diluyó, dejando mal parada a gente como ese ingeniero que encarna Michael Douglas en el film Un día de furia. Allí Douglas enloquecía al preguntarse por qué se había pasado la vida diseñando misiles, antes de que lo echaran por la reducción de personal en la industria aeroespacial.
Llegó el siglo XXI y el mundo, ya globalizado y disfrutando de ese “fin de la historia” que anunciaba Fukuyama, se estremeció un 11 de septiembre cuando unos aviones de línea made in USA destruyeron las Torres Gemelas. No eran sofisticados misiles que hubiese podido detectar ningún sistema dealerta temprana. Tampoco había rayos de partículas que los detuvieran, ni siquiera defensas antiaéreas convencionales.
El veterano Dean Ing, que junto a Pournelle había sido uno de los creadores del proyecto de invencibilidad norteamericana, bien podía haber recordado entonces una novela que él mismo había escrito en 1979, con el título Blancos fáciles (Soft Targets). En su tapa aparecía nada menos que la Estatua de la Libertad (las Torres todavía no habían sido levantadas), impactada por un avión de aspecto convencional, exactamente como los que iba a usar Bin Laden.

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