NOVEDADES EN CIENCIA
Science
Cuando en 1753 el sueco Carl Von Linné (Linneo en castellano) creó el sistema de taxonomías que desde entonces rige a la biología, jamás pensó que la cosa llegaría a tanto. Defensor a ultranza de la inmutabilidad de las especies, Linneo –es decir, su sistema de nomenclatura binomial– abrió las puertas para que cien años más tarde al evolucionismo se le facilitara la tarea de unir eslabones y para que ahora se desarrolle lo que a priori asoma como el horizonte de las clasificaciones: “Daisy”, o Digital Automated Identification System, una verdadera biblioteca digital que en algún momento albergará, según se espera, información de todos los rasgos biológicos de todas las especies de todas las formas de vida existentes en la Tierra.
Desde su forma, Daisy no es más que un sitio de Internet, pero sus valores están en los contenidos: ni más ni menos que las imágenes, los sonidos y hasta los códigos genéticos de todas las especies conocidas en el mundo. “Hasta ahora, la taxonomía es más una forma de arte que de clasificar el conocimiento científico”, dijo Norman MacLeod, paleontólogo del Museo Británico de Historia Natural y creador del sistema, al criticar la falta de rigor de la biología. Ahora, al parecer, bastará con tomar una fotografía del animal o la planta a investigar, enviarla de inmediato al sitio y esperar la respuesta que incluirá los datos necesarios para saber de qué especie se trata o, por qué no, si se está en presencia de una especie aún no clasificada.
El sistema se basa en una combinación de algoritmos informáticos –para reconocer los caracteres de los datos recibidos– e inteligencia artificial –para desarrollar el software que permite sumar y acumular en la base de datos la información recibida–. Pero para que todo tenga un status más o menos confiable, Daisy debería contener la información de una buena parte de los museos y centros de investigación del mundo, algo que no se logrará hasta dentro de un tiempo. Que se espera breve, bastante menos del que pasó entre Linneo y Darwin.
Archaeology
Tan insignificante como parece, el dedo meñique de los pies bien puede servir de indicio para la arqueología del mismo que la ceniza de un cigarrillo le servía a Sherlock Holmes. Claro que lo que arriesga Erik Trinkaus, antropólogo de la Universidad de Washington, en la revista Journal of Archaeological Science, no se le hubiera ocurrido a Conan Doyle ni para el caso más extremo del gran Sherlock: el hombre usa zapatos, o algo que podría ser llamado así, desde hace por lo menos 30 mil años.
Aunque no se tienen evidencias de los propios zapatos porque los materiales con que se fabricaban, por demás perecederos, no resistieron el paso del tiempo –los más antiguos hallados hasta el momento datan de hace 9 mil años–, la prueba está en el dedito, que no siempre fue el flojo de ahora. Antes, según Trinkaus, el meñique era fundamental para el agarre del homínido al suelo y, de tanta fuerza que poseía, pasaba indiferente entre los otros, incluso estéticamente. Hasta que comenzó a desarrollarse algo que lo contuvo y de manera paulatina lo volvió inútil. Qué si no un zapato.
Es más: el calzado habría sido decisivo para el Homo sapiens sapiens en su expansión geográfica por el mundo, uno de los rasgos hoy considerados paradigmáticos por la arqueología para explicar el predominio sobre el sedentario hombre de Neanderthal. Lo que hubo que sacrificar para la expansión: ni más ni menos que un dedo de cada pie.
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