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Bacterías que restauran el arte
Casi indefectiblemente, las bacterias comúnmente son asociadas a suciedad,
enfermedades y toda clase de cuestiones poco higiénicas. En verdad, estos
minúsculos organismos no tienen mucha suerte: nunca fueron parte del
buen gusto popular; algunas viven muy poco y para colmo muchas campañas
sanitarias las tienen como el gran enemigo a vencer. Sin embargo, las bacterias
a veces le dan una mano al hombre: recientemente, una especie de estos microbios
unicelulares ayudó a un grupo de curadores de arte italianos a restaurar
pinturas del siglo XIV y XV, que forman parte de uno de los mayores claustros
de frescos medievales en el mundo. La bacteria, conocida como Pseudomonas stutzeri,
disolvió los compuestos orgánicos que cubrían los frescos
de la “Conversión de San Efisio y Batalla”, del artista toscano
Spinello Aretino que se encuentran en el cementerio Camposanto de Pisa (Italia),
y que empañaban las figuras haciéndolas casi irreconocibles.
Los frescos, también obra de artistas como Buonamico Buffalmacco, Antonio
Venziano y Benozzo Gozzoli, y que cubren casi los dos mil metros cuadrados de
las paredes del cementerio, cercano a la famosa torre inclinada, casi fueron
destruidos en 1944 cuando el ejército estadounidense bombardeó
por accidente la zona. Y peor aún: en un fallido intento de restauración
que hizo más mal que bien, las pinturas fueron retiradas de las paredes
y colocadas sobre lienzos con un pegamento orgánico que dañó
sus pigmentos originales. Parecía que no había nada que hacer.
Y entonces, allí donde toda clase de solventes químicos fallaron,
el cultivo de bacterias salió airoso: en menos de 10 horas, la Pseudomonas
stutzeri degradó 80 por ciento del nocivo pegamento, revelando las coloridas
vestimentas de los ángeles de Aretino y al mismo San Efisio. Tal fue
el éxito, que ahora la eficiente bacteria tiene una nueva misión:
remover la mugre, acumulada durante siglos, de los antiguos monumentos del Teatro
de Epidaurus ubicado en Grecia.
NewScientist
E l abuelo de los brontosaurios
Algunos descubrimientos surgen de modo verdaderamente curioso: revisando un
depósito de fósiles, un paleontólogo dio con los huesos
de un antiquísimo animal que, sin que nadie lo hubiese notado antes,
resultó ser el pariente más antiguo de la familia de los saurópodos,
los animales más grandes que caminaron sobre la Tierra. Todo comenzó
en 1981, en Sudáfrica, cuando el cazador de fósiles James Kitching
encontró parte del esqueleto de un dinosaurio. Por entonces se pensó
que era un Euscelosaurus, un prosaurópodo tardío (a diferencia
de los saurópodos, los prosaurópodos andaban en dos patas). Desde
entonces, los huesos, de 220 millones de años de antigüedad, permanecieron
guardados en un depósito del Instituto de Investigación Paleontológica
Bernard Price, de la Universidad de Witwatersrand, Johannesburgo. Pero hace
poco, el paleontólogo Adam Yates y el propio Kitching volvieron a examinarlos,
y descubrieron que se había cometido un error: las patas delanteras de
esta criatura eran casi tan largas como las traseras (algo típico de
los saurópodos), y su espinazo tenía características más
modernas. “En realidad, es un animal de transición entre los prosaurópodos
y los saurópodos, un eslabón perdido entre unos y otros”,
dice Yates. La especie ha sido bautizada Antetonitrus ingenipes: andaban en
cuatro patas, medían diez metros de largo, dos de alto y pesaban tres
toneladas. No es mucho si se tiene en cuenta que sus descendientes, los brontosaurios,
que vivieron sesenta millones de años más tarde, medían
30 metros de largo y pesaban 50 toneladas, o más. Pero, aun así,
estaban entre los animales más grandes del Triásico tardío.
Science
P istas sobre la timidez
La timidez es una carga psicológica difícil de sobrellevar, y
parece que no es nada fácil sacársela de encima. Una flamante
investigación, publicada en la revista Science, sugiere que aquellas
personas que han sido tímidas de muy chicas, siguen mostrando, en su
juventud, una marcada diferencia de actividad cerebral ante rostros desconocidos
respecto de la gente que siempre ha sido desinhibida. El estudio, realizado
por Carl Schwartz y sus colegas del Hospital General de Massachussets (Estados
Unidos), se basa en un grupo de jóvenes (en torno de los 20 años),
que ya habían participado de una investigación similar cuando
tenían sólo dos años. La prueba fue así: Schwartz
y su equipo pusieron a los voluntarios frente a unos monitores, y les mostraron,
uno tras otro, varias fotos de rostros con expresiones neutras. Pasado este
período de “familiarización” con aquellas caras, los
investigadores volvieron a mostrarles esos mismos rostros, pero intercalados
con otros nuevos. Y al mismo tiempo, estudiaron su actividad cerebral –especialmente
de una región conocida como amígdala– mediante imágenes
por resonancia magnética. Conclusión: los jóvenes que de
muy niños habían sido tímidos, mostraron mucha mayor actividad
cerebral que los demás participantes de la prueba. Los investigadores
estadounidenses reconocen que la muestra es pequeña, y que todavía
es demasiado temprano para establecer vínculos claros entre la timidez
y ciertos patrones cerebrales. De todos modos, dice Schwartz, este estudio sugiere
que “las huellas de las diferencias de temperamento persisten cuando una
persona pasa de niño a adulto, y pueden medirse”.
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