Sáb 12.07.2003
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Bacterías que restauran el arte
Casi indefectiblemente, las bacterias comúnmente son asociadas a suciedad, enfermedades y toda clase de cuestiones poco higiénicas. En verdad, estos minúsculos organismos no tienen mucha suerte: nunca fueron parte del buen gusto popular; algunas viven muy poco y para colmo muchas campañas sanitarias las tienen como el gran enemigo a vencer. Sin embargo, las bacterias a veces le dan una mano al hombre: recientemente, una especie de estos microbios unicelulares ayudó a un grupo de curadores de arte italianos a restaurar pinturas del siglo XIV y XV, que forman parte de uno de los mayores claustros de frescos medievales en el mundo. La bacteria, conocida como Pseudomonas stutzeri, disolvió los compuestos orgánicos que cubrían los frescos de la “Conversión de San Efisio y Batalla”, del artista toscano Spinello Aretino que se encuentran en el cementerio Camposanto de Pisa (Italia), y que empañaban las figuras haciéndolas casi irreconocibles.
Los frescos, también obra de artistas como Buonamico Buffalmacco, Antonio Venziano y Benozzo Gozzoli, y que cubren casi los dos mil metros cuadrados de las paredes del cementerio, cercano a la famosa torre inclinada, casi fueron destruidos en 1944 cuando el ejército estadounidense bombardeó por accidente la zona. Y peor aún: en un fallido intento de restauración que hizo más mal que bien, las pinturas fueron retiradas de las paredes y colocadas sobre lienzos con un pegamento orgánico que dañó sus pigmentos originales. Parecía que no había nada que hacer. Y entonces, allí donde toda clase de solventes químicos fallaron, el cultivo de bacterias salió airoso: en menos de 10 horas, la Pseudomonas stutzeri degradó 80 por ciento del nocivo pegamento, revelando las coloridas vestimentas de los ángeles de Aretino y al mismo San Efisio. Tal fue el éxito, que ahora la eficiente bacteria tiene una nueva misión: remover la mugre, acumulada durante siglos, de los antiguos monumentos del Teatro de Epidaurus ubicado en Grecia.

NewScientist
E l abuelo de los brontosaurios
Algunos descubrimientos surgen de modo verdaderamente curioso: revisando un depósito de fósiles, un paleontólogo dio con los huesos de un antiquísimo animal que, sin que nadie lo hubiese notado antes, resultó ser el pariente más antiguo de la familia de los saurópodos, los animales más grandes que caminaron sobre la Tierra. Todo comenzó en 1981, en Sudáfrica, cuando el cazador de fósiles James Kitching encontró parte del esqueleto de un dinosaurio. Por entonces se pensó que era un Euscelosaurus, un prosaurópodo tardío (a diferencia de los saurópodos, los prosaurópodos andaban en dos patas). Desde entonces, los huesos, de 220 millones de años de antigüedad, permanecieron guardados en un depósito del Instituto de Investigación Paleontológica Bernard Price, de la Universidad de Witwatersrand, Johannesburgo. Pero hace poco, el paleontólogo Adam Yates y el propio Kitching volvieron a examinarlos, y descubrieron que se había cometido un error: las patas delanteras de esta criatura eran casi tan largas como las traseras (algo típico de los saurópodos), y su espinazo tenía características más modernas. “En realidad, es un animal de transición entre los prosaurópodos y los saurópodos, un eslabón perdido entre unos y otros”, dice Yates. La especie ha sido bautizada Antetonitrus ingenipes: andaban en cuatro patas, medían diez metros de largo, dos de alto y pesaban tres toneladas. No es mucho si se tiene en cuenta que sus descendientes, los brontosaurios, que vivieron sesenta millones de años más tarde, medían 30 metros de largo y pesaban 50 toneladas, o más. Pero, aun así, estaban entre los animales más grandes del Triásico tardío.

Science
P istas sobre la timidez
La timidez es una carga psicológica difícil de sobrellevar, y parece que no es nada fácil sacársela de encima. Una flamante investigación, publicada en la revista Science, sugiere que aquellas personas que han sido tímidas de muy chicas, siguen mostrando, en su juventud, una marcada diferencia de actividad cerebral ante rostros desconocidos respecto de la gente que siempre ha sido desinhibida. El estudio, realizado por Carl Schwartz y sus colegas del Hospital General de Massachussets (Estados Unidos), se basa en un grupo de jóvenes (en torno de los 20 años), que ya habían participado de una investigación similar cuando tenían sólo dos años. La prueba fue así: Schwartz y su equipo pusieron a los voluntarios frente a unos monitores, y les mostraron, uno tras otro, varias fotos de rostros con expresiones neutras. Pasado este período de “familiarización” con aquellas caras, los investigadores volvieron a mostrarles esos mismos rostros, pero intercalados con otros nuevos. Y al mismo tiempo, estudiaron su actividad cerebral –especialmente de una región conocida como amígdala– mediante imágenes por resonancia magnética. Conclusión: los jóvenes que de muy niños habían sido tímidos, mostraron mucha mayor actividad cerebral que los demás participantes de la prueba. Los investigadores estadounidenses reconocen que la muestra es pequeña, y que todavía es demasiado temprano para establecer vínculos claros entre la timidez y ciertos patrones cerebrales. De todos modos, dice Schwartz, este estudio sugiere que “las huellas de las diferencias de temperamento persisten cuando una persona pasa de niño a adulto, y pueden medirse”.

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