AVENTURAS DE UN NATURALISTA
› Por Raul A. Alzogaray
Entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, Darwin dio la vuelta al mundo a bordo del “Beagle”, un navío de la Marina Real Británica comandado por el capitán Robert Fitz Roy. El principal objetivo del viaje era confeccionar cartas marinas de las costas sudamericanas. Darwin, que entonces tenía 22 años, fue invitado a participar de la expedición como naturalista sin goce de sueldo.
A comienzos de agosto de 1833, el “Beagle” dejó a Darwin en la desembocadura del río Negro, en la Patagonia argentina. Desde Carmen de Patagones, cabalgó hasta el río Colorado, donde se topó con el campamento del general Rosas, y un pequeño ejército enviado por el gobierno de Buenos Aires para despejar de indios los campos y asegurar la frontera. “Seguramente los soldados de ningún otro ejército han tenido tal apariencia de bandidos y villanos”, escribió Darwin en su diario, el mismo que publicaría en 1939 bajo el nombre de Viaje de un naturalista alrededor del mundo.
El secretario de Rosas lo recibió con frialdad, pero se deshizo en sonrisas y amabilidades al ver que llevaba una carta de recomendación del gobierno de Buenos Aires. No bien se enteró de la llegada del viajero, Rosas le mandó decir que deseaba conocerlo. Darwin aceptó, a pesar de que la reunión le haría perder al menos un día de viaje.
Describió a Rosas como “un hombre de un carácter extraordinario, que ejerce una notable influencia en este país, al que probablemente terminará gobernando [...], ha obtenido una popularidad sin límites y, en consecuencia, un poder despótico”. Dos años más tarde, Rosas fue elegido gobernador de Buenos Aires, se le otorgaron facultades extraordinarias y la suma del poder público.
La entrevista tuvo su costado positivo, porque Rosas le entregó un pasaporte y una autorización para usar los puestos militares del gobierno bonaerense. Con la venia del caudillo federal y siguiendo el camino señalado por los puestos –una línea imaginaria que, pasando por Tapalqué, unía Bahía Blanca con Buenos Aires– Darwin cruzó las pampas en dirección al Río de la Plata.
A lo largo del viaje, cabalgó en compañía de gauchos y soldados. Vio estancias y tolderías. Hábil con las armas –competencia que supo cultivar durante los otoños en Woodhouse o en Maer (Inglaterra)–, cazó animales para su colección o para comerlos. Tomó mate, comió armadillo asado y fumó “cigarritos” con los gauchos. Un día los hizo reír a carcajadas, cuando intentó arrojar unas boleadoras, pero sólo consiguió enredarlas en su propio caballo.
En otra ocasión, llegó a un puesto donde fue recibido con desconfianza, hasta que mostró los documentos que lo acreditaban como naturalista. De inmediato lo trataron con gran respeto, aunque “probablemente ninguna de estas personas tenía claro qué era un naturalista”.
Luego descansó unos días en Buenos Aires, más tarde viajó a la provincia de Santa Fe y regresó navegando por el Paraná. Descubrió que durante su ausencia los simpatizantes de Rosas habían sitiado Buenos Aires. No dejaban entrar ni salir a nadie, pero a Darwin le permitieron pasar cuando mencionó que había sido huésped del general. Finalmente, a comienzos de diciembre, partió a bordo del “Beagle” con rumbo a Puerto Deseado.
Años después, Darwin reconoció que la diversidad biológica de las islas Galápagos, los fósiles que descubrió en la Argentina y el estudio de la distribución geográfica de los ñandúes, fueron las tres cosas que más claramente le inspiraron la teoría de la evolución.
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