NASA (Negocios Austeros Sociedad Anónima)
Por Federico Kukso
Todos lo saben y a pocos les mueve un solo pelo. La NASA, en sus 45 años de vida, se convirtió en la maestra indiscutible a la hora de sacudir la atención del público y hacerse autobombo tenga o no con qué. Sus anuncios son grandilocuentes, bien orquestados, hollywoodenses. Y parecería que las conferencias de prensa (hábitat natural para muchos de sus miembros) fueran tan (o más) importantes que los logros mismos. Pero si algo sale mal, hay un error, o se presenta cualquier imprevisto que amerita un humilde mea culpa, esconden la cabeza.
Basta recordar el ridículo alarde que hicieron en 1996 cuando presentaron –ni más ni menos que en boca del por entonces presidente estadounidense Bill Clinton– al meteorito marciano ALH 84001 (que cayó en la Antártida en 1984) como prueba de que en Marte existió alguna vez vida. No muchos científicos extra-NASA se prendieron a la efervescencia propagandística encendida por la roca del tamaño de una papa, y la discusión rápidamente emigró de los titulares de los diarios.
Su liderazgo en la materia es indiscutido tanto fáctica como lingüísticamente: sólo cuatro letras sirven para designarla sin necesidad de aclarar que las N, A, S y A corresponden al acrónimo de National Aeronautics and Space Administration (Agencia Espacial y Aeronáutica Nacional).
A la hora de conseguir cuantiosos recursos económicos, sus avisos son sus principales caballitos de batalla. Que nadie hable de ella debe ser la peor de las catástrofes y más que nada ahora, cuando todo apunta al reinicio de una carrera espacial que tiene esta vez como contendientes a chinos, indios, europeos y estadounidenses.
Del mismo modo que cuando la NASA fue creada, el 1º de octubre de 1958, en plena Guerra Fría y en respuesta al golpe asestado contra el ego norteamericano por la Unión Soviética (con el exitoso lanzamiento del Sputnik I, el primer satélite artificial del mundo, el 4 de octubre de 1957), hoy el poderío político-económico-ideológico estadounidense precisa ser mantenido a toda costa tanto dentro como fuera del planeta. Así lo comprendió el siempre avispado Bush Jr. que elevó el presupuesto de la agencia a 15.500 millones de dólares (un 3 por ciento superior al de 2003 y con un alza del 4,7 por ciento para el proyecto del transbordador).
Ahora más que nunca necesitaban que la bandera estadounidense se posase nuevamente sobre Marte, territorio por ahora libre de terrorismo –como ocurrió con las Viking I y II y la Mars Pathfinder–, y en prime-time televisivo (el descenso de la Spirit fue el 3 de enero pasado a las 20.35, hora del Pacífico) e “internético” (el sitio de la NASA, marsrovers.jpl.nasa.gov cosechó 109 millones de visitas en las horas posteriores al amartizaje de la nave). La sonda japonesa Nozomi se había perdido; el robot británico Beagle 2 no daba señales de vida. Ellos no podían fallar. Para colmo, la NASA aún llevaba a cuestas la tragedia del transbordador espacial Columbia ocurrida el 1º de febrero de 2003, que hizo tambalear sus mismos cimientos. ¿Qué mejor manera de demostrar al mundo (y ante los bolsillos de los contribuyentes estadounidenses) que aún valía la pena apostar en ellos?
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