POLíTICAS
Puntos suspensivos...
› Por Sandra Russo
Interrumpidos, suspendidos, colgando. Así han quedado los proyectos personales y familiares desde hace mucho tiempo, desde mucho antes de que las cacerolas se hicieran oír. Con puntos suspensivos. La ruptura de la cadena de pagos llevó al paroxismo la paralización: de lo macro a lo micro, lo que fuimos dejando “para más adelante” pasó de un viaje a Europa a una compra de supermercado, de una mudanza a una fiesta de cumpleaños, de la inscripción en un curso o en una carrera a una clase de gimnasia o un chequeo médico. Sumergidos como buzos en el universo TN, atiborrados de noticias de último momento, digeridores instantáneos de sucesos, los argentinos nos hemos congelado a la espera de saber exactamente cuánto ganamos, cuándo nos pagarán nuestros sueldos, cuándo podremos cancelar una deuda o cuándo nuestras vidas o las de nuestros seres más queridos volverán a encarrilarse en esa meseta que hoy se nos antoja entrañable, la meseta de la vida cotidiana tal como la recordamos, con trabajo, clases, elecciones, aguinaldos, cine, helados, tertulias, debates, sobremesas, planes, deseos, noticieros a las nueve de la noche, visitas inesperadas, en fin, esas pequeñas cosas, esas insignificancias cuya trascendencia sólo se hace visible hoy, cuando han quedado en el aire.
En su análisis del discurso amoroso, Roland Barthes decía que el amor apasionado supone la interrupción de la vida cotidiana. Ah, ser francés. Los argentinos podemos dar cuenta de situaciones mucho menos deseables que ésa, mucho más drásticas y descorazonadoras, de crisis agudas como ésta, en las que todo aquello que la rutina de los tiempos normales vuelve tedioso, hasta hartante, reaparece en el imaginario colectivo como una nueva y módica meta a la que es necesario volver, volver a llegar.
Como si cada quien y sin proponérselo tuviera disponible dentro de sí un gotero de adrenalina –un gotero con un medidor exacto–, lo novedoso, lo divertido, lo sensual, lo excitante o lo desconocido son en estos días bocaditos con los que tememos indigestarnos: la realidad política y económica es en sí misma tan adrenalínica, que no nos queda margen en los medidores personales. Mejor acostarse temprano, hablar poco, tomarse un Alplax –que encima escasea– y a otra cosa.
Somos ciudadanos de una guerra no declarada, agotados por el estrés de una guerra no declarada. O acaso sí haya sido declarada y seamos nosotros mismos quienes lo hayamos hecho. Como fuere, viajamos en un tren que inevitablemente iba a pasar por esta estación incierta que es la devaluación, y el aceleramiento de los tiempos políticos no se cayó de maduro: fue arrancado por las manos y los gritos de protesta de miles de ciudadanos. Aun así, cuesta soportar esta interrupción de los proyectos. De eso hablaban esta semana los cientos de personas que hacían cola en los consulados español e italiano buscando una salida rápida de este estado de cosas. De la insoportable falta de proyectos. Del escarpado vacío que en las almas deja la falta de proyectos.
Librados al día a día, con nuestras vidas todavía interrumpidas, los argentinos seguimos padeciendo este país que supimos conseguir. Tal vez logremos zafar si entendemos –con un entendimiento más sanguíneo que ideológico, más visceral que especulativo– que los proyectos personales deseables sólo podrán tomar cuerpo en un proyecto más abarcativo, en un proyecto de conjunto. No nos pondremos de acuerdo en la decoración de este nuevo país, pero sí es posible que consensuemos si la Argentina posible es de hormigón o de papel glacé. Recién entonces podremos retomar aquellos viejos ritos, los adorables ritos de la vida cotidiana, y planear nuestras vidas: cuando sepamos en qué país vamos a vivir.