Viernes, 6 de febrero de 2004 | Hoy
SOCIEDAD
El femicidio de la dirigente de Ammar Sandra Cabrera es la punta de un ovillo del que las trabajadoras sexuales son, apenas, los cuerpos más expuestos. Las declaraciones oficiales prometen investigaciones capaces de hallar (y condenar) culpables, pero nada dicen sobre las redes que conectan a prostíbulos, proxenetas y policías a cambio de pagos mensuales, cuyo rastro se pierde –gracias a un mecanismo institucional sistematizado hace 20 años– en los recovecos del sistema político. Mientras las compañeras de Cabrera reclaman justicia y persisten en su derecho a no ser regenteadas, Rosario continúa siendo una ciudad en la que el turismo sexual crece al calor del auge exportador de la soja.
Por Sonia Tessa
Las habituales paradas de las chicas en la zona de la Terminal de Omnibus de
Rosario están despobladas durante los primeros días después
del crimen de Sandra Cabrera. Si alguna se aventura en la esquina para trabajar,
lo hace con un sinfín de precauciones. Algunas se refugian en Piki-Piki,
un bar ubicado justo enfrente del edificio al que llegan y se van los micros
de larga distancia. Pero se pueden transitar cuadras y cuadras sin encontrar
las presencias que dan identidad a esas calles oscuras. Mujeres que llevan años
paradas en la esquina, con sus minifaldas y tacos altos, acostumbradas a aguantar
el frío, la lluvia y el calor. En otro espacio, la pequeña oficina
de ATE donde funciona Ammar (Asociación de Mujeres Meretrices de la República
Argentina), algunas compañeras de Sandra organizan la marcha de repudio
que se realizó ayer. Durante la reunión previa, con organizaciones
de un amplio espectro social, pidieron que se incluyera sólo dos reivindicaciones:
el esclarecimiento del asesinato de su dirigente y la despenalización
de su trabajo, con la derogación de los artículos del Código
de Faltas provincial que habilita a la policía a detenerlas, bajo una
figura ambigua como la prostitución escandalosa. “Pagó por
todas nosotras”, dicen con un nudo en la garganta, casi como una muletilla.
El escenario es muy diferente en uno de los lugares más recoletos de
la ciudad, del otro lado de la Terminal, sobre la calle Córdoba. En apariencia,
es un bar con espectáculos, algo más que striptease, sexo explícito.
Se presenta como un “sexy bar”. Pero una puerta conecta con el mini-hotel
donde trabajan las chicas. Allí no ocurrió nada. Ellas son jóvenes
y bellas, se preparan con un vestuarista para salir al escenario. Cualquiera
podría trabajar en una boutique sin desentonar, y ése es un argumento
de promoción. Como siempre, el sitio funciona al amparo de una cuota
que el propietario paga mes a mes a la policía. Lo frecuentan políticos,
jueces, hombres de negocios, jugadores de fútbol, jóvenes que
hacen allí su despedida de solteros, varios ricos y unos pocos famosos,
como el movilero de un canal de televisión nacional que otro cliente
todavía recuerda subido al escenario, revoleando su corbata. Nada perturba
su cotidianidad. La música, los shows, los clientes, todo sigue su curso.
La puerta de entrada es un abismo que separa ese espacio privado de las inclemencias
de la calle. Lo mismo ocurre en los departamentos céntricos a los que
concurren los clientes tras un contacto telefónico.
En apariencia, no existe ninguna relación entre esos dos mundos. “Cada
uno tiene que poder hacer su trabajo, no estoy de acuerdo con el hostigamiento
de los dueños de algunos boliches a las chicas que trabajan en la calle”,
dice con una alta cuota de cinismo el dueño de uno de los lugares top.
Para él, las chicas de la calle no son competencia. Pero la disputa entre
los dueños de los prostíbulos de la zona de la Terminal –protegidos
por la policía– y las integrantes de Ammar –que pelean por
ejercer sin tributar a ningún proxeneta– es la punta de un iceberg
que el gobierno provincial, pese a sus primeras manifestaciones grandilocuentes,
no parece dispuesto a desentrañar.
La práctica que recorre todo
el espinel de la prostitución es el pago de la cuota mensual a la policía.
Según algunos allegados al negocio, ese monto es de 1000 pesos mensuales
por establecimiento, pero también depende del volumen de dinero que allí
se maneje. La escalera que sube ese dinero no se detiene en el jefe de la seccional,
o la disuelta Moralidad Pública, tampoco en la Unidad Regional. “Esto
se va a terminar el día que algún ministro de Gobierno no acepte
más el sobre”, afirma fuera de micrófono un juez provincial.
Es una acusación audaz, pero los entendidos en la política provincial
aseguran que el sistema de recaudación de las actividades ilegales generadoras
de dinero, que pasa por la policía y termina en el sistema político,
fue sistematizado por el responsable de la cartera política tras la restauración
democrática en Santa Fe, Eduardo Cevallos. Pasaron 20 años, pero
el mecanismo se mantiene inalterado. “Es esencial controlar la financiación
ilegal de la política. La tradicional forma de recaudación es
netamente policial, pero tiene una fuerte vinculación con la política”,
afirmó Enrique Font, investigador de la Universidad Nacional de Rosario.
Sin embargo, la Justicia no pudo determinar la existencia de cajas negras, denunciada
en el 2001 por el diario La Capital. La causa se archivó sin que se hubieran
obtenido pruebas, pero tampoco se tomaron medidas como la evaluación
del patrimonio de jefes policiales. Aquello que los comerciantes –aun
los que realizan actividades legales– cuentan en cualquier bar de la ciudad
sobre la cuota que abonan a la policía, fue negado por la Justicia. La
falta de voluntad política para desentrañar el funcionamiento
de esas cajas impide que la sociedad civil denuncie lo que conoce. “Cualquiera
de estos mecanismos de ataque de la corrupción necesita flujo de información,
que es lo que a veces más cuesta conseguir. Lo que sí es muy claro
es que cuando aparece una clara voluntad política de atacar esos nudos,
la información fluye y llega.”
Los bares, whiskerías y cabarets se combinan con el espacio más
protegido de la prostitución: los departamentos céntricos donde
los clientes concurren tras un contacto telefónico. Hay páginas
web donde se pueden ver las fotos de las chicas, pero desde que el diario publica
los clasificados con números de teléfono, el negocio es floreciente.
Una pretendida casa de masajes, también en el macrocentro, dos o tres
whiskerías en la zona de San Martín y Sargento Cabral, muy cerca
del río, a cuatro cuadras de la peatonal Córdoba, son otros eslabones
del negocio. Allí se trabaja con embarcados, clientes llegados a los
puertos de la zona por el boom sojero. Allí se paga en dólares.
En Pichincha, el histórico barrio prostibulario, hoy se concentran dos
o tres whiskerías para clientes de menor poder adquisitivo. La prostitución
callejera tiene varias zonas rojas. Además de la Terminal de Omnibus,
a 20 cuadras del microcentro, otra zona de las denominadas “rojas”
está ubicada en Ituzaingó y Sarmiento, concentrada alrededor de
una plaza llamada Libertad. Es un barrio de clase media, ubicado a tres cuadras
de la avenida Pellegrini, límite del centro de la ciudad. En esa zona,
travestis y mujeres se alternan en diferentes cuadras.
En la historia de Rosario, la actividad
prostibularia es también un signo de identidad. Estuvo reglamentada entre
1874 y 1932, con casas de tolerancia que debían anotar a sus prostitutas
y garantizar los controles sanitarios. “El sistema reglamentarista consistía
en una serie de controles sanitario-político-administrativos y policiales
que se les imponían tanto a las mujeres como a las casas donde se ejercía
la prostitución. Aunque el problema era considerado básicamente
como un asunto de política municipal, la policía debía
colaborar auxiliando al poder político y así debía tener
nómina de las casas, ubicación, nombre de los propietarios, y
vigilar y denunciar a las personas que ejercían la prostitución
clandestina. El personal policial no podía penetrar –salvo si estaba
de servicio– ni permanecer en las casas de tolerancia”, relata la
historiadora de la Universidad Nacional de Rosario María Luisa Mugica,
autora del libro Sexo bajo control.
Las normas no estaban para que los efectivos la cumplieran. “La relación
con el delito es constitutiva de la institución policial en la Argentina,
y toda América latina”, expresa el investigador de la Universidad
Nacional del Litoral Máximo Sozzo. “La policía infringía
las ordenanzas –sigue el relato de Mugica– y a veces se exoneraba
a alguno por haberlo encontrado en un prostíbulo con uniforme sin estar
de servicio, por ebriedad o escándalo, y frecuentemente en clandestinos.
La prensa también denunciaba que la policía hacía la ‘vista
gorda’ respecto de los clandestinos, que salían con la dirección
completa en los diarios, y se llegó a denunciar que cierto jefe político
era dueño de una casa de tolerancia.” La historia vuelve a ser
una herramienta preciosa para entender el presente.
“Es obvio que le pago a la policía, eso no lo tenés que
preguntar siquiera. Pero no lo vas a poner en el diario”, dice el dueño
de uno de los boliches. Pretende que tampoco se consigne el ejercicio de la
prostitución en el lugar. “Si ponés que acá se coge...”,
empieza la frase que termina apenas con el gesto de una pistola sobre la cabeza.
Pasado el momento, propagandiza su negocio y se autodefine como un “fiolo
aggiornado” porque habla con las chicas, las aconseja. Lo cierto es que
se lleva el 50 por ciento de lo que ellas cobran. Y que, si bien la prostitución
no es delito, sí lo es el proxenetismo. Para Susana Chiarotti, del Instituto
de Género, Derecho y Desarrollo, la existencia de los proxenetas explica
la penalización de la prostitución callejera. La especialista
exige la derogación de los artículos del Código de Faltas
que “son imprecisos, fascistas, invaden el derecho a la intimidad, le
dan al Estado la posibilidad de juzgar la moral ciudadana y a la policía
la posibilidad de opinar qué cosa es escandalosa en unos márgenes
amplísimos”.
La oposición solicitó al gobernador Jorge Obeid que enviara a
sesiones extraordinarias (las ordinarias comienzan recién el 1º
de mayo) el proyecto del diputado provincial Eduardo Di Pollina para eliminar
los artículos 78 y 81 de la ley 10.703, que califican como contravención
a la prostitución callejera. El oficialismo, en cambio, pretende modificar
esas normas, temeroso de la reacción de los vecinos si hay una despenalización
lisa y llana, pero también atento a sus propias relaciones con la Iglesia
santafesina.
El debate se abrirá como efecto
de la muerte de Sandra Cabrera, que peleó para lograr la derogación
de esos artículos. “Son restos, coletazos de las viejas leyes de
prostitución. Precisamente no quedaba claro qué era eso del escándalo,
qué se consideraba incluido en esta figura”, indica Mugica. “Particularmente
pienso que el esquema reglamentarista fracasó porque era verdaderamente
estrecho de miras y apuntaba exclusivamente sus dardos sobre sólo una
de las partes de la relación sexual: sobre la figura de la prostituta.
Sólo sobre ellas estaba focalizado el interés, puesto que se las
veía como las únicas responsables de la propagación de
las enfermedades venéreas.” Para la historiadora, “la solución
no es volver a impulsar la reglamentación de la prostitución,
como en el pasado, con las zonas, las casas y las chicas inscriptas, porque,
como decían los anarquistas, el parasitismo por entonces era cuádruple:
el Estado (por el municipio), la policía, el proxeneta y la regenta.
Las viejas leyes han perdurado porque la figura de la prostituta –hoy
como ayer– remite y remitía a aspectos simbólicos, y producía
un profundo impacto en el imaginario social, despertando temores y fantasías
de lo más diversas”.
Chiarotti sostiene que el accionar de Sandra provocó un daño en
un sistema aceitado para explotar los cuerpos de las mujeres. “Las mujeres
independientes que ejercen la prostitución en las calles sin un proxeneta
al que le paguen un porcentaje para que las ‘protejan’ son un mal
ejemplo para el resto de las mujeres, porque los proxenetas pierden mucho dinero.”
En cambio, la muerte de Sandra viene a decir que “es mucho más
seguro estar en un lugar organizado, donde los dueños ganan toneladas
de dinero. Ahí habría la primera división, mujeres independientes
y proxenetas, que cotizan para la policía mensualmente y representan
un ingreso seguro”. En ese sentido, se distinguen dos clases de lugares:
los más elegantes, considerados “abiertos”, que permiten
a las mujeres transitar libremente, y “los lugares que les retienen a
las mujeres los pasaportes y documentos, que se llaman 860, donde se las amenaza
para que no dejen al proxeneta”, apuntó Chiarotti, quien consideró
el “ejemplo más claro de estas prácticas” los asesinatos
de prostitutas en Mar del Plata, a las que “mataban porque querían
irse”.
En el debate sobre la condición de la prostitución, Chiarotti
es de las que consideran que no puede denominarse como trabajo a la explotación
de los cuerpos. “El cuerpo humano no puede ser usado para el placer de
una persona que tiene el poder y el dinero para comprarlo. Sin embargo, respeto
que ellas se denominen trabajadoras sexuales y rescato que se organicen para
luchar por sus derechos”, afirmó.
Las trabajadoras sexuales de la calle
son el eslabón más vulnerable, y la recaudación que la
policía obtiene de ellas –menguada tras la aparición de
Ammar como instrumento de denuncia y protección de las meretrices–
es también marginal en un negocio millonario. Son de 20 a 50 pesos semanales,
o la coima eventual para los oficiales que recorren la zona. El miedo a ser
detenidas, y el terror a que las levanten con un cliente son los argumentos
para exigir el pago. Las chicas saben que los arreglos debían hacerse
con Moralidad Pública y la seccional respectiva. Ahora, el gobierno provincial
disolvió la división Moralidad Pública, fundada en 1923
para perseguir la prostitución. Pero sus miembros continuarán
en otros estamentos de la institución. Incluso, algunos de los que pasaron
por allí hoy son subjefes de comisarías donde hay prostitución
callejera. Las chicas los conocen, se esconden para evitar que las detengan.
La peor pesadilla es que las encuentren cuando están con un cliente,
una situación que en la jerga se conoce como el “positivo”.
En esos casos, ellas pasan detenidas ocho días, y el cliente paga una
coima para que su buen nombre y honor no quede manchado por la publicidad de
esa situación, tal el argumento utilizado por la policía para
pedirles el dinero. Para hablar de la persecución policial, piden la
más estricta reserva de la identidad, pero la charla se desliza hacia
el extenso anecdotario que recogieron durante sus años de calle. Algunas
cuentan que se “comieron” un positivo cuando iban en el auto con
hombres que no eran sus clientes, otras recuerdan cuando un agente mantuvo a
un grupo de trabajadoras sexuales detenidas en la vieja alcaidía y luego
les ofreció liberarlas a cambio del producto de una “vaquita”:
“Pusimos lo que cada una tenía, y así nos pudimos ir”.
Otro maridaje que denuncian es el de los jueces de faltas con algunos abogados:
cuando ellas caen presas, el magistrado les propone que contraten a esos profesionales
para defenderlas. En una charla que toma tintes catárticos, otra de las
chicas –retirada– rememora cuando se escondía en los árboles
para impedir que los agentes de Moralidad Pública la encontraran cuando
hacía una salida. “No somos dueñas ni siquiera de nuestra
vida privada. Nos persiguen cuando vamos a comer a los bares, nos levantan por
cualquier cosa aunque no estemos trabajando”, dicen en presente sobre
las denuncias que Sandra Cabrera hizo, con nombre y apellido, en los Tribunales.
Chiarotti considera que el debate sobre el Código de Faltas en la Legislatura
no debiera poner todo el acento en penalizar la oferta sexual sino en atender
la existencia de la demanda. “Los integrantes hipócritas de la
buena sociedad se escandalizan con la prostitución callejera, pero toleran
los prostíbulos donde proxenetas y madamas explotan a las mujeres. Además
de penalizar la oferta, hay que poner el eje sobre la demanda, que está
creciendo en forma escandalosa en Rosario de la mano de la fiebre sojera.”
Pone como ejemplo la reglamentación en Suecia, donde es penalizado el
que consume la oferta sexual.
Un taxista acostumbrado a recorrer
la noche confirma la influencia de la cosecha record de soja en el boom prostibulario.
Por los puertos cercanos a la ciudad se embarca casi el 80 por ciento de los
granos, y los productores agropecuarios de la zona viven una época de
esplendor por los altos precios. “Vienen los chacareros de todos los pueblos
de la zona y piden ir a lugares donde haya chicas.” En el cabaret o la
whiskería, más aún en el sexy bar, la detención
no es una amenaza sobre las mujeres que allí trabajan. “Esa relación
entre la policía y la prostitución no está signada por
el ejercicio de la violencia, como sí pasa con la prostitución
callejera. En esos lugares mueven muchísimo más dinero, y para
subsistir deben estar relacionados con la policía, pero eso se realiza
en otro nivel, sin los acontecimientos que se produjeron con el asesinato de
Sandra Cabrera”, analizó Sozzo, investigador de la Universidad
Nacional del Litoral que se dedica a estudiar el papel de la policía.
Al plantear el hostigamiento de las trabajadoras sexuales callejeras, Sozzo
apela al concepto de microilegalidades, que nomina a las acciones ilegales de
la policía que aparecen como marginales o poco importantes, pero advierten
que “tienen una influencia mucho más amplia si se las considera
desde el rol que la policía moderna mantiene con la ley, ya que hay ilegalidades
policiales en todos lados”. La muerte de Sandra Cabrera es “una
forma trágica de resolución de estas prácticas, que demuestra
la importancia de las redes de microilegalidades en sí mismas, porque
pueden producir semejantes daños. Y también porque queda al descubierto
que no sólo afectan a las personas que ejercen la prostitución
o se ven sometidas a estas exacciones”.
Es por eso que el argumento de sectores ligados a la investigación se
cae. Dicen que el crimen fue muy burdo, en un momento en que Sandra había
hecho público su enfrentamiento con la policía. Para el investigador,
“la historia argentina reciente tiene ejemplos sobrados de cómo
funciona este aparato policial, y la misma reacción del gobierno provincial
ante la muerte demuestra que la hipótesis de participación de
la policía tiene asideros muy reales”.
La muerte de Sandra intentó ser ejemplificadora y las chicas lo saben. Después del asesinato, comenzaron a trabajar sólo con clientes conocidos, que las contactan por teléfono. Incluso temen a las salidas con ellos. “Pueden usar a algún conocido”, afirman sobre los peligros que corren. “Si Ammar muere, les damos el engorde a los chanchos”, dicen sobre la continuidad de su organización gremial, que tiene como próximo desafío la despenalización de la prostitución callejera. Argumentan que hacen su trabajo “sin ponerle un revólver en el pecho a nadie”, y prometen pelear por sus derechos, en el camino que dejó abierto la compañera asesinada. “Pagó por todas, y por eso la lucha sigue.”
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