Viernes, 6 de febrero de 2004 | Hoy
EXPERIENCIAS
A partir de un taller de fotografía, cinco adolescentes del Bajo Flores recuperaron su identidad y su autoestima, y extendieron la estimulante experiencia (re)conociendo el vecindario y el propio paisaje barrial. El trabajo quedó reflejado en un calendario cuyas imágenes se exponen en el Centro Cultural Konex del Abasto.
Tres niñas sonríen
frente a la mirada de una cuarta, paradas frente a la cámara, una al
lado de la otra, muestran sus panzas con cierta vergüenza. Cuatro años
después de aquel primer retrato, examinan las fotos y luego escriben
sus deseos, sus ilusiones y fantasías formuladas en largas conversaciones,
durante sus juegos, entre la reflexión o el cuidado del cuerpo.
“Nosotras hemos decidido ahora mirarnos –escriben–, encontrarnos,
pertenecernos.” Y ésta podría ser la definición de
cinco personas adultas que han transformado profundamente su vida cotidiana,
que se han detenido a observar sus propias costumbres, sus gestos más
íntimos y los han reinventado o reafirmado por propia elección.
Que incluso han “desnaturalizado sus hábitos de toda la vida”,
como ellas dicen con un dejo de extrañamiento, de asombro todavía.
Sin embargo, tal es la conclusión de cinco adolescentes del Bajo Flores
–del Asentamiento 1-11-14–, desde donde posan el objetivo de su
cámara fotográfica para conducir la mirada hacia ellas mismas,
y hacia afuera, sobre las esquinas o las mujeres del vecindario, y más
allá, en las “marchas y movilizaciones que consideramos justas”,
aseguran. Las Feas del Bajo, las Brujas –como se/les dicen también–,
son un grupo de cinco mujercitas de entre diecisiete y diecinueve años
que viene coleccionando historias desde hace más de cinco años,
en clave de relato fotográfico, de vívida experiencia que recorre
la percepción y los roles femeninos en una cuidada apuesta a técnicas
de educación popular, cuyos resultados se pueden ver hasta fines de febrero
en el Centro Cultural Konex.
Ese primer retrato pudoroso del 2000 –acaso despedida de la infancia,
pero no de una mirada fresca sobre el mundo– se logró gracias a
un taller de fotografía inicial. Un espacio donde se conjugaron dispositivos
comunicacionales como disparadores, herramientas que se pusieron a disposición
de las integrantes del grupo para trabajar sobre los temas propuestos por ellas,
sobre sus propias realidades dentro de la comunidad. “Para trabajar las
lógicas colectivas o estructuras de subordinación de las mujeres
dentro de la villa”, asegura Niza Solari Oyarzo, comunicadora social y
fotógrafa chilena que organizó el taller en virtud de una propuesta
de trabajo sobre adolescencia y prevención de vih, a partir de un programa
de la Dirección General de Niñez y Familia del GCBA, que rápidamente
quedó superado.
Por un lado, Niza estaba interesada en la fotografía social en la Argentina,
y por otro, Karina Reinaga, la primera integrante del taller, quería
practicar fotografía. Por iniciativa del grupo se empezó a trabajar
sobre el cuerpo, la sexualidad, los tabúes, la vergüenza, los abusos.
En un principio representaron sus figuras en un collage de imágenes conformadas
por retazos de revistas. “Pensamos en cómo deberíamos ser,
en cómo se nos exige que seamos –dice Laura Hernández, otra
integrante de la agrupación–, y entonces nos representamos flaquitas,
altas, éramos modelitos todas.” Las siluetas delgadas abrieron
curso a la discusión acerca de la presión de los modelos de belleza
imperantes, y otras formas de violencia –desde las más sutiles
hasta las evidentes– que sufren las mujeres en el interior de todas las
comunidades.
Salieron pues al barrio para buscar su historia en las imágenes de sus
vecinas, en los registros de voces de otras mujeres, las que entrevistaron y
grabaron. Así fueron reconociendo/se, tejiendo su propio relato en un
trabajo autobiográfico retrospectivo, una fotonovela sobre ellas y su
vida dentro de la comunidad.
Los martes por la tarde, los días de reunión en el centro comunitario
–COPA, ubicado en el asentamiento–, encontraron marcas de su tiempo
particular. Y se apropiaron de ese tiempo y de sus historias, comenzaron a analizar
artículos de diarios y revistas, reflexionaron sobre las políticas
del Gobierno, y salieron a fotografiar movilizaciones y marchas. Las imágenes
entre el 2002 y el 2003 muestran los primeros planos de distintas mujeres manifestando
en el Congreso, en la Plaza de Mayo, es decir, un lugar donde antes no se hubieran
imaginado. “Fue importante el contacto con esas luchas que nos identifican
–dicen Karina Reinaga, Lorena Hernández y Carmen Gandulia–.
Allí empezamos a reconocer nuestros verdaderos intereses, porque nosotras
íbamos creciendo, peleando y pensando al mismo tiempo, sin dejar de reclamar
lo que considerábamos justo, que nos correspondía. Todas las relaciones
se fueron modificando en torno a esta nueva manera de actuar.”
“Es interesante advertir cómo aparece en todas un conflicto con
las madres –asegura Niza–, porque empiezan a verla como una mujer,
como una par, y se enojan. Se preguntan, por ejemplo, ¿por qué
mi mamá se sometió tanto y nunca reaccionó? Se dan cuenta
de que las madres a veces no quieren que se diferencien de ellas, es un discurso
esquizoide: les dicen que estudien y, a la vez, les exigen que cumplan el rol
tradicional de mujer. Las chicas deben adquirir confianza a pesar de un contexto
donde la pequeña traición está a la vuelta de la esquina.
No la gran traición sino las pequeñas deslealtades, conflictos
que surgen inevitablemente, porque es difícil estar ahí y decidir
no ser madre adolescente, cuando ésa es una de las formas de refrendar
su identidad como mujeres: siendo madres. El embarazo adolescente es una problemática,
pero de una manera diferente de cómo la experimenta la clase media. En
la villa, en cambio, las chicas al tener hijos se sienten con alguna forma de
propiedad de ese niño. Dentro de la misma familia se producen choques
y es difícil para una chica expresar su deseo profundo y sostenerlo,
por más que se trate de un embarazo indeseado.”
Esa tenaz, rigurosa, incesante revisión, les valió el seudónimo:
Las Feas del Cuartel las llamaron sus compañeros –en alusión
a la telenovela Betty, la fea–, y también Las Brujas, entre la
ironía y la burla. Un apodo del que se apropiaron alegremente desconociendo
lo del cuartel, que sonaba muy milico, “porque total, no nos dejamos llevar
por lo que nos puedan decir”, concluye Karina. “No nos afecta y,
además, para nosotras lo feo no representa lo mismo que para ellos.”
Para estas chicas en plan de autoestimarse, “una bruja –según
aclaran en la portada del delicado almanaque artesanal 2004 que fabricaron con
la intención de difundir y financiar su trabajo– es alguien que
tiene poder sobre su vida, que dicta sus propias reglas. Es aquella que no es
domesticada, que transforma la energía y se apasiona por sus ideales.
Una bruja es desordenada, caótica, capaz de alterar la realidad”.
Esta manera de asumir su condición de mujeres sintetiza hasta cierto
punto las experiencias de los últimos cuatro años. Un tiempo en
que cambió la manera de encarar el disfrute sexual: “Antes pensábamos
que el placer era sólo de hombres, que las mujeres no teníamos
que sentir placeres, o ¿cómo masturbarnos? Es de hombres o es
un pecado. Nos daba vergüenza tocarnos a nosotras mismas y permitir que
nos tocaran también, ¿cómo me voy a tocar yo, producirme
yo misma el placer?”
Pronto el concepto inicial desbordó, superó la idea original,
y derivó en un grupo compacto de adolescentes que ahora examina la subordinación
femenina en el contexto de realidades particulares. Que quiere llevar su propuesta
más allá, trabajar con otras adolescentes en otros barrios. Ya
tienen un proyecto –para el cual buscan financiamiento– compuesto
por dos módulos. Uno teórico, que estaría a cargo de Niza
y otras colaboradoras. Y otro práctico, coordinado por ellas, mediante
el cual reiterarían la experiencia en torno a la realización de
producciones audiovisuales. Lo harían en el Bajo, en Soldati y en Barracas.
A esa actividad se dedican durante estos días mientras esperan ver los
resultados de su trabajo en el Centro Cultural Konex, la repercusión
entre el público y, en especial, en el Bajo, donde a pesar de los años
que llevan actuando, aún no son conocidas. Además de ser protagonistas
conscientes de sus propias historias, ellas quieren participar en otras historias,
comunicar a otras mujeres sus inquietudes y conocer las de ellas, continuar
en un camino que fue tomando forma y sentido a medida que lo transitaban. Por
eso, ahora quieren compartirlo y ampliar sus horizontes.
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