Viernes, 18 de septiembre de 2015 | Hoy
RESCATES
Dorothy Richardson 1873 - 1957
Por Marisa Avigliano
Una placa azul en Woburn Walk en Bloomsbury la reconoce cien años después. Voces de tinta dicen que fue la primera en introducir en la novela “el flujo o fluir de la conciencia” (así lo llamó Mary Sinclair en una reseña de 1918), Dorothy odiaba aquella frase que sólo prometía la imbecilidad de las etiquetas. Monólogo interior, susurran los correctores cuando avisan que la voz que narra la historia en Pointed Roofs (1915) no es otra que la voz íntima de su heroína, Miriam Henderson. “Quedaran conmovidos, porque es un libro sorprendentemente original”, escribía un crítico desconcertado del Manchester Guardian. El mundo de Dorothy Richardson revolucionaba el mundo de los otros. Hoy –a pesar de la placa nueva– aquel mundo parece confinado a una casa abandonada: la novela psicológica. En realidad, fue ocupada con indiferencia y donaire por distintas supersticiones o cultos del siglo veinte y habitada por fantasmas nítidos, muy nítidos, que esperan la superproducción hollywoodense capaz de hacerlos visibles. Si bien es cierto que las voces de Richardson tenían mucho en común con el pasado, con aquellos pensamientos ensañados o, a su manera, salmodiosos y cautos, con un ruego a medida de la biblia del rey Jacobo y otro capaz de despertar en las alturas a alguna de las hermanas Brontë, también es cierto que ya habían sido domesticados y puestos en jaulas por Thackeray y Trollope. Entonces ¿qué es lo que se esperaba que hiciera Dorothy? Lo que se esperaba que hiciera Dorothy lo hizo con mayor desesperación (y acaso con mayor premura) Virginia Woolf. Y es de Virginia, de Proust y de Joyce de quienes se habla ahora cuando se descubre la placa de Dorothy y se lee su perplejidad –que la sintaxis apacigua– por un pretérito que no se amigaba con ninguna de las furias de la memoria. Dorothy ?a diferencia de sus célebres coetáneos- fue muy pobre casi toda la vida. Tenía tres hermanas. Cuatro mujeres para un hombre que sólo quería un hijo varón y que como no lo tuvo educó a la tercera (Dorothy) como el varón que no era. Los años bucólicos y de abundancia se terminaron cuando su padre quebró y su madre combinó depresión y locura para no probar el sabor de la indigencia. A los 17 años Dorothy dejó la casona familiar de parques anchos y se convirtió en una institutriz (en Alemania) que coleccionaba escenas para sus libros futuros. En 1917 se casó con Alan Odle, un pintor dieciséis años más joven, con quien vivió hasta la muerte de éste en 1938. Antes y después del olvido se enamoró de otros hombres y de algunas mujeres, tomó el té en el jardín acompañada por su perro enrulado, su perro cordero, sobreviviente de una segunda edad de oro. Sin dinero, la escritora solitaria de Pilgrimage, la novela de trece tomos en la que cuenta su vida, la jovencita que iba en bicicleta a las reuniones anarquistas vivió los seis últimos años de su vida en un asilo. La vida había pasado rápidamente por las ventanillas del tren esperando que el viento eligiera alguna página: “Consiguieron los detalles. Uno de ellos estaba camino a casa desde un vistoso nombre gentil, una luminosa caminata a orillas de un lago entre montañas. Para ella eso era cotidiano, la vida ahora tal como la conocía, con la cabeza enterrada en la soledad. Llegaban de muy lejos visitantes. Encontraban todo lleno de poesía. La veían a ella como un recorte de leyenda, una figura digna de un antiguo romance.” (fragmento de Oberland, 1927).
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