PERFILES > MARíA EUGENIA VIDAL
› Por Luciana Peker
Dejó de tomar helado. Digamos lo que importa, lo que les importa, incluso a las periodistas mujeres que reclamaban a gritos que hubiera mujeres en el debate presidencial y que enarbolan la delgadez como bandera de victoria de María Eugenia Vidal. “Qué flaca está Vidal”, dicen, dicen, dicen como si la delgadez dijera todo. Y es cierto que dice. En el PRO dicen que su adelgazamiento impactó en el electorado como un valor de superación personal casi equivalente al de Gabriela Michetti que transmite agallas por ascender políticamente aun sentada en su silla de ruedas. Que se note que adelgazó –ni siquiera que es delgada, sino que pudo adelgazarse– como valor, ya no de elección personal o de obsesión patria flacamaníaca, sino de elección colectiva muestra algo más que una mujer en jean y camisa como uniforme de campaña. Muestra lo que no muestra. Muestra el cuerpo desaparecido como una exaltación de su boca cerrada. La lengua no mordisquea el dulce de leche pecaminoso. Las caderas no delatan el gusto de la noche. Y el cuerpo lineal con curvas restringidas ostenta la aclamada represión femenina. Una mujer que cierra la boca. No come de más, por gusto, por gula, por ganas. Y tampoco habla. Ni de más, ni de menos, ni lo que le parece. Habla y gesticula casi como un guión de tolerancia positiva. Incluso sonríe cuando falla. “Esta noche cambiamos futuro por pasado”, arengó el domingo de su victoria desde Costa Salguero. Y, asumido la gaffe, hizo del traspié una nueva sonrisa, con esa risa a medias, que no desencaja pero que no falla incluso, cuando la tomaban –en un debate pre electoral, en TN– mientras Felipe Solá decía que una funcionaria porteña no podía gobernar la provincia. Ella no contestaba. Sonreía como una Monalisa a la que hay que adivinar la euforia, la gracia o la furia. Como una Monalisa con pómulos inflados –se presume con alguna agujita estética– pero que en ella pasa como imperceptible. Igual que su maquillaje. Nunca está a cara lavada, pero en “Clarín” destacan que es una mujer a cara lavada –a diferencia de su Némesis, la yegua, con los ojos delineados en negro y las sombras blancas o grises– como si la pureza de su BB face color nude fuera garantía de transparencia con el rostro liso –y el cuerpo caminado de tanta campaña y cinta para adelgazar– a los 42 años.
“Yo no vengo a hablar, sino a escuchar”, recalcó Vidal el domingo, cuando fue electa gobernadora de la provincia de Buenos Aires. Pero no dijo que era la primera mujer. No decir tiene sus consecuencias. Los elogios de Nerudas a los que el silencio femenino les parece cautivante y de periodistas a las que la mudez de género les parece una revancha frente a tanto discurso presidencial decidido. “Una le habla a la gente desde la cadena nacional: hizo 44 en lo que va del año. Impone su visión del mundo, de la historia, de la Argentina. La otra escucha, atiende, tiende su mano, agradece. Una habla desde arriba. La otra va de casa en casa, golpea puertas, espera. ¿Quién es de derecha y quién no?”, arremetió Ricardo Roa, en la editorial del 27 de octubre, de “Clarín”, en clara apología del bozal machista. Por supuesto, Roa también la subestima y no es cierto que se llegue –como Vidal dice y repite– solo por obra y gracia de la dedocracia de Mauricio Macri. Pero, a contramano de los tiempos del empoderamiento, el marketing Vidal hace obra y gracia de una virginidad celestial en donde se escala en política sin decisión ni ambición –como la Virgen María a la maternidad sin sexo– y por pura gracia de los votantes convertidos en vecinos parlanchines de una representante de las inquietudes de la cuadra.
En “Intratables”, Nik la dibujó como una mamá equivalente al papá que para la democracia fue Raúl Alfonsín. La figura maternal no tendría por qué tener nada de malo, ni de mala. La llegada al poder de una mujer con tres hijos –Camila, María José y Pedro– en edad escolar, es un desafío personal y social sobre como compatibilizar la vida laboral, política y social con la maternidad. Sin embargo, el debate sobre las políticas de cuidados –jardines maternales, salas cuna, licencias más extensas, extensión de horario escolar– estuvo absolutamente ausente de los temas de la campaña electoral. La maternidad es exacerbada como virtud. Pero no es puesta como abrecaminos para que otras mujeres también puedan caminar de la calle a la casa con menos obstáculos.
Vidal asumió en el 2008 el Ministerio de Desarrollo Social porteño después de tomarse licencia por embarazo. Hacía dos años que la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia reclamaba ante el Superior Tribunal de Justicia de la Ciudad de Buenos Aires que todas las mamás tengan jardines maternales donde dejar a sus hijos/as. Pero no fue una iniciativa propia. Recién por acorralamiento judicial, el 15 de febrero del 2011, ella aceptó la orden de construir salas para los 6.000 bebés y niños/as sin vacantes. También tuvo paros de la línea de atención de la Dirección de la Mujer por malas condiciones laborales para atender a víctimas de violencia. Ser mujer no garantiza ocuparse de otras mujeres y decir que se escucha tampoco garantiza que los reclamos de las mujeres sean, realmente, escuchados.
Tal vez, su mayor fortaleza para ser la sorpresa electoral del 25 de octubre hayan sido –como un espejito rebotín bien utilizado– las críticas. En principio, que se calzó las botas de lluvia después de las inundaciones bonaerenses para recorrer (es cierto que justo en el medio del barro cuando la vereda estaba seca) los municipios con agua y divulgar la foto. Sin embargo, su capacidad de trabajo y su presencia permanente en situaciones difíciles son las fortalezas que la hicieron crecer en la gestión porteña. En las inundaciones del 2 de abril del 2013 Mauricio Macri y Horacio Rodríguez Larreta se habían tomado vacaciones lejos, lejos como para pegar la vuelta. Ahí, como en la represión en el Borda, fue Vidal quien se calzó un piloto amarillo y salió a responder por los ocho muertos por el temporal en la Ciudad de Buenos Aires. Después le criticaron que se tomó unos días de descanso, junto a su familia, en Bariloche y que había ido de shopping por portación de una bolsa con chocolates. Por un chocolate Bariloche no se juzga a nadie y no es ostentación de rica sino un disfrute permitido también para las políticas junto a sus hijos e hijas. También la revista “Noticias” la tildó de Heidi. Ella retrucó mejor que si su abuelito la hubiera defendido en la pradera. “Cuando conozco a las voluntarias de los comedores no tengo derecho a victimizarme. Mirá si me voy a victimizar porque me dicen Heidi”, alegó. Sonrió. Uso como boomerang el apodo frente a sus contrincantes y, con menos inocencia que la simulada, pareció soltar globos y ofensas, en estrategia calculadamente zen de la tapada que descolla con su inocencia.
Ahora, incluso, se dice que no podrá manejar las cámaras legislativas, la policía, los gremios y a los intendentes peronistas. “Primero decían que no podía ser la candidata de Macri y me quisieron correr; después me dijeron que no podía ganar; la nueva es que no voy a poder gobernar”, se queja. Y asciende si la critican por mujer. La idea de debilidad femenina la fortalece frente a otras mujeres que arremeten con que sí puede y varones que buscan defenderla como en un escudo de barones conurbanos (con las v y la b) resentidos por el desplazamiento del poder.
El punto V es que Vidal se muestra como mujer y madre frente a una idea de política masculina, pero sin pedir, reclamar o incluir a más mujeres en la agenda política. Se declaró celosa y controladora de las mujeres que trabajan con su marido, Ramiro Tagliaferro, recientemente electo intendente de Morón. Y ese recelo personal parece extenderse más allá de la oficina marital.
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