PANTALLA PLANA
Pakapaka vuelve a sorprender con un ciclo dedicado al gran director japonés Hayao Miyazaki.
› Por Marina Yuszczuk
Sophie fabrica sombreros para ganarse la vida, va de la casa al trabajo y del trabajo a la casa con la misma alegría suave que tantos otros personajes de las películas del japonés Hayao Miyazaki y vive en una pequeña ciudad que podría ser algún lugar de Francia o de Austria a fines del siglo XIX pero está atravesada desde el cielo por aviones y magia, uno de esos lugares ficcionales donde los mejores sueños de la modernidad conviven con fuerzas primitivas, no sin conflicto, y que sirven de escenario a tantas de las historias de Studio Ghibli (el estudio de animación que Mikayazi fundó con Isao Takahata). Pero un día le cae un hechizo y se transforma en una vieja. Hechizo, no maldición: no hay nada en la vejez que se perciba en El increíble castillo vagabundo como tragedia, a lo sumo un poco más de lentitud o cansancio. La búsqueda de una solución la lleva a ese castillo que da nombre a la película, una enorme estructura bamboleante con alas de proto-avión y patas de ave, techo de tejas, balcón y varias chimeneas que le dan el aspecto de una gaita, además de una gallina torpe. El castillo está habitado por Howl, un joven mago que tiene un lado oscuro incontrolable, y un huérfano al que Sophie enseguida empezará a cuidar como una madre o una abuela.
El increíble castillo vagabundo es una de las siete películas de Miyazaki que forman parte de un ciclo dedicado al director en el Canal Pakapaka, los sábados a las 20 con repeticiones los domingos y los jueves. Y es tan perfecta como cualquier otra de sus películas para asomarse a un mundo del que la bondad es tan constitutiva que no necesita insertarse como moraleja, donde el mal y la destrucción existen como parte de la vida, el pasado está presente bajo la forma de esa corriente de creatividad ambigua que en los dos últimos siglos dio lugar a la conquista de la naturaleza y a su destrucción, y lxs niñxs son los protagonistas de pequeñas aventuras fantásticas y formadoras. En las próximas semanas se verán por Pakapaka otras creaciones suyas como Ponyo en el acantilado, sobre una pececita o sirena (uno más de esos seres que no se pueden definir) que quiere abandonar el mar y tener brazos y piernas para poder vivir como una nena, o Mi vecino Totoro, donde dos hermanitas se mudan a una casa en el campo y reciben de una criatura de la naturaleza un puñado de semillas, la plenitud de ver crecer un árbol y el apoyo que necesitan mientras la madre está internada en un hospital. De todas formas, como pasa con las mejores películas, la historia es lo de menos: Miyazaki, que en esto se diferencia de las narrativas occidentales, se toma su tiempo para mostrar cómo sus niñxs lavan la ropa y la ponen a secar junto con los padres, se alegran porque la mamá está haciendo la leche o porque sale agua cuando abren la canilla, o se toman la molestia, como Kiki, la aprendiz de bruja, de volar con la escoba para alcanzarle el chupete que se le cayó a un bebé.
Si hablamos de lo imaginario, no existe un mundo más creativo y bondadoso que el de Miyazaki para criar niñxs y tiene sentido que este ciclo se dé en Pakapaka, un canal que desde el principio se planteó otro modo de representar a lxs chicxs y otras cosa para ofrecerles distintas de los canales en los que lxs chicxs se construyen antes que nada como consumidores. Cualquiera que haya hecho zapping entre Boomerang, Nickelodeon o Disney Channel y llegue a Pakapaka saturado de comerciales de chiches y animaciones digitales horribles que sirven para vender esos mismos chiches se habrá sorprendido de ver nenes y nenas de distintos lugares del país mostrando cómo juegan con lxs amigxs o de descubrir rarezas de una calidad altísima como Minuscule, la vida privada de los insectos. No toda la televisión es basura ni está condenada a rendirse a los pies del mercado: eso se elige.
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