ESCENAS
La Pilarcita muestra un pequeño pueblo que se pone de pie para adorar la muerte de una niña.
› Por Alejandra Varela
Pilar salta de la carreta para rescatar a su muñeca. Una rueda la aplasta. La niña muere. La familia que llegaba a Encarnación para escapar de un destino amargo se encuentra con la tragedia. El hecho se convierte en mito y la niña en santa.
Esa necesidad de creer y de inventar dioses ilumina la dramaturgia de La Pilarcita. Si en sus comienzos la escritura teatral era una forma de llevar a escena esos mitos colosales donde la desmesura parecía crecer en los cuerpos de un pueblo que inevitablemente era llamado a la moderación, la obra de María Marull se contagia de las nuevas religiosidades, de los modos en que una sociedad procesa el dolor de una muerte inocente, como si entrara en las voces y rezos de una procesión.
La Pilarcita se aproxima a una estética costumbrista, pero el lenguaje del Litoral que se desprende elástico, exultante en el diálogo de esas dos amigas jóvenes, chicas de pueblo que se miden en pequeñas tenciones donde comienzan a delimitar ese mundo y sus personajes para pasarlos por la cuchilla de sus deseos y dolores, les da espesura como personajes. Ellas entienden a esa señora que llega de la ciudad, que nunca sale de la habitación alquilada en la casa de Celina. Ellas ven, no sólo por un afán chismoso sino porque entre las tres se enlaza una identificación, como una hermandad gustosa que encuentra en lo agrio la oportunidad de la risa.
Atoradas en ese patio donde Celina intenta estudiar, Celeste coser su vestido para la comparsa y Selva escapar del calor, empiezan a romper el aire macizo con preguntas, palabras pulidas por pequeñas frustraciones, rivalidades que duran un instante para convertirse en una amistad un poco encandilada por la noche, por las miles de personas que quieren brindarle una ofrenda a la Pilarcita. Una muñeca hermosa, perfecta o pobre pero que sea sufriente para que la pequeña diosa realice el prodigio.
Como en las películas de Lucrecia Martel, la fe religiosa se mide por las desilusiones y los deseos. Si en La ciénaga el desencanto volvía imposible la visión de la virgen y en La niña santa el exceso de fe hacía de lo carnal un llamado divino, en La Pilarcita el milagro se sostiene en la posibilidad de recuperar cierta inocencia. Ellas saben que la suerte está en otra parte, tal vez en muchos de esos personajes que ellas describen en sus relatos entre punzantes y tiernos donde el afuera se convierte en una maraña que las expulsa, que las deja tiradas al costado del escenario, sin lentejuelas ni plumas, sin marido pero con la inesperada capacidad de hacer de la propia bronca un llamado que despierte a su amiga o a la recién llegada, a reaccionar.
En esa transpiración femenina de cuerpos que se muestran con la naturalidad que regala un verano de pueblo empantanado de fieles, de cerveza y baile, el único personaje masculino se instala como narrador. Dulce observador de esa trama donde improvisa un canto con su guitarra y, de algún modo, ordena esa historia mítica que les sirve de amparo. El también ansía triunfar en un concurso como cantor y su ingenuidad se mezcla con la de su hermana y su amiga porque el sueño no es en la dramaturgia de Marull una materia plana, un escapismo torpe, es algo que se debe restituir en la derrota para reconstruirse. Y sus protagonistas tienen esa potencia. Están armadas desde una conflictividad interna a la que ellas se acercan en sus parlamentos como a una zona tormentosa donde no van a permanecer mucho tiempo. La palabra tiene esa sonoridad que destruye el lamento. Los textos operan como acciones, van hacia delante, aun cuando se proponen contar, cuando el dato se tuerce para intervenir sobre la otra, la compañera de escena a la que siempre alguien parece decirle que la comprende, que el dolor está allí, como el alma de la Pilarcita a la que todxs le rezan y le piden pero ellas además van a actuar porque la fe se traduce en la capacidad de confiar en la sabiduría del propio movimiento.
La Pilarcita, escrita y dirigida por María Marull, con las actuaciones de Paula Grinszpan, Lucía Maciel, Luz Palazón y Juan Grandinetti, se presenta los viernes a las 20 y a las 22 en El Camarín de las Musas.
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