VISTO Y LEíDO
La primera novela de la periodista Virginia Mejía cuenta la historia de un cardenal argentino de familia “bien” que no pudo llegar a Papa.
“El mundo de la Iglesia católica como institución es fascinante; un hombre ingresa en ella para dedicar toda su vida a la carrera eclesiástica, con categorías preestablecidas, con cargos, títulos. El deseo de ser Papa siempre está presente. Entonces inventé a este personaje, Jorge Ortiz de Urbina, un porteño ‘con cuna’, un erudito y un bon vivant, que a los veintidós años se va a Roma para triunfar. Asciende y en 2001 es el único argentino nombrado cardenal junto con Bergoglio. Ambos tienen carreras exitosas, cada uno en su estilo: uno populista junto a los pobres y el otro elitista junto a los Papas. Pero triunfa Bergoglio y eso conlleva el derrumbe definitivo de una familia oligárquica caída en desgracia”, dice Virginia Mejía, la autora de Non habemus papam, una novela profana protagonizada por cardenales aburguesados con secretarios diligentes, familias patricias, alianzas espurias y una narradora que se siente ajena a ese submundo. Desde el título, la novela de Mejía guarda semejanzas con Habemus papam, la película de Nanni Moretti donde un atribulado cardenal renunciaba a la tarea de convertirse en el sucesor de san Pedro. En Non habemus… se reemplazan las honduras psicológicas de aquellos personajes por una comedia de esnobs.
“Empecé en el taller de crónica de María Moreno de la Biblioteca Nacional; allí llevaba los capítulos con las andanzas del monseñor. En general las crónicas son historias de suburbios, de clases bajas y por eso me interesó contar lo que pasa en otro mundo: en los palazzos romanos, en San Isidro y en Recoleta. Viajé incluso a Roma y conviví entre curas, monjas y millonarios católicos. Después, cuando retraté a cada personaje, me di cuenta de que todo era absurdo y que lo que en un principio fue una crónica vaticana se había transformado en algo desopilante. Cuando le llevé la novela a Américo Cristofalo, me propuso darle una vuelta de tuerca definitiva hacia lo grotesco.” Ese grotesco incluye ciertas postales de época, como cuando monseñor visita al ex presidente Fernando de la Rúa, mientras la crisis se cocinaba a fuego lento en el país y la Iglesia, como otras corporaciones, pedía soluciones. A la salida de ese encuentro, en sus declaraciones el prelado apenas se refiere a un parentesco lejano con Inés Pertiné.
Marina, la narradora, una joven periodista sobrina de Pancho, percibe el comportamiento de su tío de una manera diferente de la de sus parientes: “¿Me preguntás por Fulanita casada con Menganito, que es sobrina nieta de los Sulanitos de la rama de los Sulanitos Menganitos Fulanitos?”, lo oye preguntar en medio de un diálogo saturado de apellidos: los Amoedo, los Padilla, los Ortiz de Rosas, los Lynch y los Quesada. “En el capítulo ‘Las primas’ se desenmascara a ese grupo social. Está situado en Barrio Norte pero también podría transitar en un barrio ‘paquete’ de París o de Nueva York. Los Ortiz de Urbina son una familia enorme, católica, donde las mujeres y los hombres conservan ritos de casta. Marina es la única que logra salir del círculo del clan. Pero ella sale y también entra cuando quiere. Los observa, marca sus contradicciones y luego los satiriza a todos, incluso a ella misma.”
A la luz de los escándalos de la curia romana, la novela de Mejía se redefine como una variante del realismo eclesiástico del siglo XXI: sacerdotes millonarios, prostitución vip en Ciudad del Vaticano, chanchullos financieros. De San Isidro a Roma, pasando por Barrio Norte y las estancias, las aventuras del Papa que no fue están narradas en clave de sátira. “Esta es la forma que elegí para contar una historia que transformé en desopilante gracias a mis sesiones de psicoanálisis –dice Mejía?, cuando me di cuenta de que nada mejor que el humor para tomar distancia de asuntos que para algunos son demasiado serios: religión y la familia.”
Non habemus papam
Virginia Mejía
Paradiso
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