CINE
Llegó a la pantalla grande Carol, aquella gran novela de Patricia Highsmith sobre una historia de amor entre mujeres en los 50.
› Por Marina Yuszczuk
Carol es la versión cinematográfica de El precio de la sal, la segunda novela de Patricia Highsmith que fue publicada en 1952 bajo el seudónimo de Claire Morgan (la anterior, no se olviden, era Extraños en un tren, que rápidamente fue llevada al cine por Alfred Hitchcock). Todd Haynes, artista de lo queer en películas como Velvet Goldmine (1998) y enamorado también del melodrama clásico en dramas como Lejos del paraíso (2002) –aunque el “también” supone engañosamente una suma de intereses cuando en realidad, estos se articulan a la perfección, y estaban ya prefigurados en ese gusto por el melodrama que se podría llamar queer, que en nuestro país tuvo un cultor en Manuel Puig– esperó quince años hasta dar con el guión perfecto para hacer de El precio de la sal una película, y lo encontró en la versión de Phyllis Nagy, otra mujer. Son sólo algunos datos que podrían explicar el origen de Carol, pero lo que Todd Haynes hizo con eso es otra cosa.
La historia es simple, tanto, y con tan pocas vueltas, que en un primer momento la película podría resultar hasta básica: Carol Aird es una mujer bastante rica que vive en las afueras de New Jersey con un marido y una hija, pero en algún punto de ese matrimonio aburguesado se descubre lesbiana y después, en pleno proceso de divorcio, conoce a Therese Belivet y se enamora de ella. Por el lado de Therese, que se emplea en una tienda mientras sueña con vivir de la fotografía, lo que hay es un estado de indefinición juvenil que la aparición de Carol viene a romper. Therese se saca de encima a un novio que no le interesa, se va de viaje con Carol, y cambia para siempre. Lo importante es que, mientras ellas dos se podrían haber casado y hasta tenido hijos en común si la historia transcurriera en el presente, esto es Estados Unidos en la década del 50. El amor entre Carol y Therese es prohibido, y Haynes encuentra una manera honda y delicada de hacer que se vuelva perceptible en la pantalla, sin decirlo jamás, el temblor que eso produce.
Porque la película de Haynes es puro lirismo contenido, tanto, y tan elegante, que por momentos tiene la frialdad de una publicidad de Chanel, aparte de que suma capas y capas de fetichismo en cada traje, saco, botitas de taco alto ribeteadas en piel y lápiz labial rojo que se ponen Carol o Therese. Lo mismo pasa con sus criaturas: el personaje de Cate Blanchett es una creación pasmosa, un huracán de puro cine clásico que no podría ser más perfecta –casi inhumana– en la forma de prender un cigarrillo y colocárselo entre los labios rojos, pero a la vez es maravillosamente queer, masculina (tanto como lo eran las heroínas clásicas), sobre todo cuando aparece con una bata a cuadros que deja caer para mostrar una espalda musculosa, fuerte. Therese parece percibir algo de todo eso cuando la mira embelesada mientras Carol está al volante, en ese viaje que comparten juntas, como si en ese asiento de acompañante encontrara un lugar cómodo en el que recostarse y al mismo tiempo una verdad. Haynes filma todo esto como si fuera una revelación, también, para los ojos del espectador, que le llega entre reflejos de luz o a través de vidrios empañados.
Hay muchas historias como Carol pero no hay muchas películas así, que ganen intensidad a fuerza de no mostrar nunca –mucho menos decir– el núcleo poderoso que contienen. Es casi como si Todd Haynes se propusiera velar todo lo posible la atracción entre Carol y Therese, y algo de esto puede verse en la escena de sexo entre ellas, cuando el pelo, o partes de la cara, o el plano que se invierte, se interponen entre los ojos del espectador y la exhibición plena, directa, del sexo entre las dos (y ahí está una porquería como La vida de Adele para demostrar lo frívolo de poner dos lesbianas a cogerse como conejitos desenfrenados para que la película sea intensa).
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