RESCATES
Amelia Bence
¿1911 /1914?- 2016
› Por Marisa Avigliano
Con Amelia murió algo más que el color de los ojos irreales, murió la boca que asfixiaba las palabras en deseo masticadas por el aliento y con la saliva justa, con Amelia murió un temblor monárquico criado en cuna de callejón porteño. Se llamaba María Amelia Batvinik, nació en una casa del Pasaje del Carmen y era la menor de los siete hijos de un matrimonio lituano. La vida pasaba en patios de inmigrantes cuando las vecinas Singerman, las hermanas Berta y Paulina, le dijeron a su madre que la llevara al Teatro Infantil Lavardén. Allí debutó a los cinco años vestida de varón. La anécdota mil veces contada dice que asustada se tragó la estampilla que tenía que poner en el sobre (en la obra le mandaba una carta a los Reyes Magos) y que lloró sin consuelo hasta que su maestra, la poeta Alfonsina Storni, profesora en el Lavardén, le dijo las palabras mágicas que varían según el día en el que se las recuerdan pero que decían más o menos así: “¡No llore mocosa, no sea tonta, a escena que será una gran actriz!”. Desde la estampilla devorada Alfonsina fue un soplo espiritual, un camafeo de piel tan íntimo y tan místico como para apoderarse del cuerpo de Amelia en Alfonsina, la película que protagonizó dirigida por Kurt Land en 1957 y una de sus preferidas cuando daba entrevistas con voz de obituario diseñado a gusto y placer. Hay que sumar los hombros de Amelia a la lista de lo que se llevó la muerte, los hombros que lucían escondidos en las blusas de La Guerra gaucha (1942) y que auguraban escotes de estrella en la “época de oro” del cine argentino. Un marido muy famoso, Alberto Closas, otros maridos y muchos amantes –de los que se recuerdan los nombres y de los otros– y una declaración constante sobre el deseo sexual. “Yo veo un tipo buen mozo y el corazón taca, taca, taca”. No es falsa alarma Amelia (esta vez no Joni Mitchell) esta vez es cierto que la verdad es belleza y la belleza verdad. Será que esos ojos verdes que sumaban otros colores a su destello violeta anhelaban –igual que el verde verbo escocés– romances perpetuos capaces de disolver el arsénico de los glaucos viperinos. Basta de ojos, que no sean ellos los que cubran mi lápida, que sean mis películas El tercer beso (1943), Son cartas de amor (1943), Los ojos más lindos de mundo (1943), Lauracha (1947) A sangre fría (1948) Danza del fuego (1950) El hombre que debía una muerte (1955), que sean las mujeres que fui pedía Amelia cuando los elogios redundantes se acomodaban en la mirada torrencial. Tenía más de cien años cuando murió, ciento uno y ciento cuatro eran los números que se disputaban el podio de la inmortalidad perdida mientras su voz de terciopelo fragoso aparecía en una de sus películas entre los escombros lejanos de un conventillo en derrumbe: “Qué importancia tiene, sigan bailando nomás señores, pensaba irme de todos modos, déjeme tranquila por lo que más quiera.” Hace más de veinte años en un bar de Palermo, sobre Coronel Díaz, un hombre se acercó a su mesa, le dijo “Bence Bence vencerás” y le dio una hoja escrita, era un poema sobre los ojos. Versos para los morados, cárdenos como el otoño de la desesperanza y para los de oro verde como el primer verde de la naturaleza, “se nota que lee a Machado y qué simpático” dijo Amelia cuando llegó al final y vio que vencerás estaba escrito con b.
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