CINE
Se estrenó Cómo ser soltera, una película que invita a pensar en las nuevas representaciones de la soltería femenina en las comedias románticas, cargadas de sexo y con una especie de nuevo mandato: se puede soportar la soltería pero hay que coger, y mucho. De lo que no zafamos para este guión que pesca en el aire algo de lo que “el público pide ver” desde Sex and the City a la actualidad es del “final feliz”, que siempre encauza a la soltera loca al altar o a la pareja monogámica, ni hablar si en sus planes (y siempre está en nuestros planes, ¡cómo no!) está convertirse en madres. Escenas de masturbación, amigxs que disfrutan del buen sexo juntos sin estar comprometidxs y un corrimiento de la edad para cumplir el mandato forman parte de lo nuevo del rubro, pero el ideal de amor romántico goza de buena salud.
› Por Marina Yuszczuk
Quizás todo se deba a Sarah Jessica Parker, que en 1998 se puso al frente de una serie de título picante y contenido al tono en la que las mujeres solteras de más de treinta cobraron entidad como un grupo con características propias, encaramado en unos tacos carísimos. Sex and the city se propuso hacer de su mundo ficcional algo más que un limbo en el que las menos afortunadas se sentarían a esperar que les llegara el hombre de su vida (aunque, más tarde o más temprano, las cuatro amigas neoyorquinas que tomaban Cosmopolitans y se contaban los secretos sexuales terminaron en pareja, salvo la incorregible Samantha). La serie de HBO duró seis temporadas pero tardó mucho menos en convertirse en un fenómeno. Al parecer, mujeres de varios países con realidades distintas se identificaban con el grupo de amigas que podían salir juntas, tener una vida profesional exitosa y coger a mansalva, aunque muchas menos se hayan visto reflejadas en los Manolo Blahnik de 500 dólares, los restoranes carísimos y los roperos inagotables de las cuatro amigas que no dejaban de ofrecer ropa nueva como una cornucopia fashion.
Podría pensarse que la condición de solteras y la de consumidoras (lo que implica obviamente tener ingresos propios) van por carriles paralelos pero Sex and the city fue aguda en mostrar que no se podía ni se puede separar los tantos, como lo establecen todos los estudios donde se analiza el perfil de las nuevas solteras de más de treinta. Después de todo, si en algún punto de la historia las mujeres empezaron a plantearse que podían no desear ni necesitar la presencia de un varón al lado, seguramente tuvo más que ver en el asunto la independencia económica lograda por sus propios medios que cualquier idea abstracta de libertad, cualquier rechazo caprichoso del amor monogámico y romántico. Es que los dos aspectos se cuentan por separado, las estadísticas tratan de no mezclarse con las historias de amor pero lo cierto es que (¿hace falta decirlo?) el matrimonio tal como lo conocemos pertenece al orden burgués, y allí estaba Jane Austen hace dos siglos para demostrar que la preocupación por casar a las mujeres era ante todo una preocupación por su futuro económico, dado que no podían heredar y estaban demasiado limitadas para mantenerse por sí mismas.
No puede sorprender entonces que, conseguido el trabajo y la vivienda propia, la pareja y los hijos no se planteen con la misma urgencia. Ni tampoco que esta manera de estar sola por elección sea un fenómeno urbano, de personas que trabajan muchas horas y a pesar de eso salen tres o cuatro veces por semana, eligen bares y restoranes exclusivos, viajan mucho y arman una especie de tribu o familia con otrxs pares que también están siempre disponibles. Según la Encuesta Anual de Hogares que realizó el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en 2013, el 38,7 por ciento de las mujeres que viven en esta ciudad no tiene hijos, y en el 31,7 por ciento de los hogares porteños vive una persona sola. Liberadas hasta cierto punto del mandato de formar pareja y tener hijos o dispuestas a dilatar el asunto todo lo que se pueda, las solteras al fin existen por derecho propio, no contagian, no muerden y por sobre todas las cosas no tienen nada que ver con las “solteronas” de antaño, ni les espera como destino vestir santos o cuidar a los parientes más grandes. Ah, y también cogen.
Así las muestra Cómo ser soltera, una de las tantas ficciones que en los últimos años se vienen haciendo cargo de este sector demográfico polémico y explosivo que parece que necesitara permanentemente ser explicado y hasta “inspirado”. Pero mientras el hábitat más frecuente de las chicas “casaderas” es la comedia romántica, ese género en el que por más aggiornadas que estén las relaciones (es decir, por más sexo que tengan) siempre se trata de conseguir una media naranja, Cómo ser soltera es un intento por contar una época en la vida de Alice (Dakota Johnson, la misma de 50 sombras de Grey) sin centrarla en las historias que tiene o deja de tener con los varones, como lo enuncia la voz de la protagonista no bien empieza la película. ¿Habrá algo para contar a partir de esa premisa que también pueda ser vendido? El desafío que asume Cómo ser soltera es grande, y en un principio parece cumplirlo porque toma a Alice en el preciso momento en que su novio de cuatro años la abandona para tener otras experiencias. Clásico: la parejita de dulces novios que estuvieron juntos durante toda la carrera y al recibirse se dan cuenta de que no hicieron nada, y por nada se debe entender lo que hicieron los demás, que no es otra cosa que estar de fiesta, tener sexo caótico y abundante, vivir unos años sin orden ni sentido. Ser jóvenes, en definitiva; explotar esa brecha entre los veintipico y los treinta y pico en la que ahora se toleran semejantes excesos.
Tales son los derechos que las solteras y solteros parecen haberse ganado tarjeta de crédito en mano: hacé lo que quieras, mientras consumas. Pero esa es otra historia. La de Alice continúa en Nueva York, con un trabajo nuevo en un estudio de abogados y una compañera, Robin (Rebel Wilson), que vive de fiesta y promete enseñarle cómo ser soltera. Bares, boliches, after hours, tragos pagados por tipos babosos, sexo con desconocidos, así es la diversión entendida por Robin, que está lejos del modelo de belleza canónico pero a pesar de eso se mueve por la noche y la ciudad como si estuviera blindada. Las chicas que completan el muestrario de solteras son Lucy (Alison Brie), que gasta las horas en sitios de citas online y espanta a cuanto tipo se le cruza con alusiones a futuros hijos, y Meg (Leslie Mann), la hermana de Alice, médica que vive para trabajar y hace de cuenta que no le importa no tener hijos mientras ve cómo le pasan por el costado los bebés de otros, los mismos que ayuda a traer al mundo.
No es que alguna de las cuatro sepa cómo ser soltera: lo que en el título de la película parece aludir a una especie de manual de instrucciones no tarda en sumar signos de pregunta, incluso llega a convertirse en un dilema. Porque a Alice no le cuesta nada conocer tipos, entrar y salir de relaciones o a veces, que la saquen a los empujones; lo que le cuesta es saber qué hacer consigo misma en el medio. Así, una noche de sexo casual con un tipo que trabaja en un bar y al que Alice no le interesa en absoluto la devuelve horrorizada a los brazos del ex novio, pero el rechazo del ex la devuelve al juego, pero por suerte se le cruza un viudo que parece perfecto, pero cuando el viudo le dice que no puede estar en una relación, la aparición del ex en una fiesta le resulta providencial. Lo más interesante de Cómo ser soltera, incluso lo más osado, es que llega un punto en que todos los movimientos de Alice se vuelven insoportables y ella misma también: desde afuera no es difícil notar que avanza a puro paso en falso con tal de no estar sola.
Adicta al drama permanente de las relaciones de pareja que empiezan y terminan (o no terminan nunca, porque los ex siguen reapareciendo como fantasmas), Alice no se banca estar mucho tiempo sin que le pase “algo” con un chico. Ese silencio. Como si no hubiera nada más importante que tener algún tipo de relación con los varones, sea mala o buena, y todo el tiempo que transcurre entre cada encuentro y el otro no fuera más que una espera que, de todos modos, sigue girando alrededor de la fantasía del tipo que vendrá. Después de todo, hasta en Sex and the city no había hobby más intenso que conocer tipos, a razón de uno por capítulo.
Hay un doble discurso, claramente, en las películas que quieren dirigirse a las chicas: por un lado se muestra a estas solteras que no pueden pensarse sin varones como cerebritos formateados por la idea de familia y de amor romántico desde pequeñas, que necesitan una lección, y por el otro no hay prácticamente películas sobre mujeres donde todo no derive en una historia romántica, sin irnos al extremo de Charlize Theron manejando ese camión en Mad Max: Fury Road. Incluso una película con el título ostentoso de Bachelorette (Solteras, 2013), una especie de versión más amarga de Cómo ser soltera que no se molestaba por hacer que sus protagonistas fueran agradables –y eso es una novedad, un bienvenido trago amargo–, reunía a cuatro amigas del secundario justo antes de la boda de la primera de ellas que lograba el paso triunfal de acceder al altar (la misma Rebel Wilson que fiestea en Cómo ser soltera), amagaba con mostrar una noche de salida con amigas, y en la mitad de la película cada una de las chicas se iba con un varón y encaraba una historia de pareja, dos de las cuales terminaban en amores de comedia romántica.
Bachelorette tenía su cuota de osadía: las protagonistas (Lizzy Caplan, Isla Fisher y esa rubia de frialdad alemana que es Kirsten Dunst) eran odiosas, hablaban como chetas, apenas podían ser tiernas entre ellas incluso cuando parecían contentas de verse y eran tan pero tan forras que a la amiga gorda a punto de casarse le arruinaban el vestido por hacer, borrachas y después de tomar cocaína, la broma de meterse dos flacas en el traje de la gorda y sacarse una foto. Pero había una verdad que se decían cuando el alcohol les aflojaba el orgullo, y la decía Kirsten Dunst: ¿por qué, aunque hice todo bien, me salió todo mal (léase: no me casé ni estoy en pareja)? O mejor todavía, como si la voz de la cultura hablara a través de esas tres chicas que se esforzaron por cumplir con todos los mandatos: ¿Por qué, si estoy re buena, soy copada, me cuido para mantenerme flaca y estoy abierta sexualmente, la que se casa es la gorda? Suena brutal y lo es, pero no pasa muy seguido que una película diga lo que nadie quiere decir: que la promesa de que si las chicas se preocupan por convertirse en princesas tarde o temprano van a atraer a un príncipe es la nada misma. Bachelorette era dura con sus protagonistas pero sincera al mostrar cómo se manejaban estas chicas cuando no podían ser felices con un encuentro entre amigas y además de las drogas y el alcohol, necesitaban salir a buscar tipos. Claro que no tuvo mucho éxito: las chicas que todo el mundo quiere ver son las encantadoras. Que pueden, por momentos, ser desalmadas y coger con tipos que no les importan, pero solo porque están perdidas. Así construyó la comediante Amy Schumer su personaje en Trainwreck (2015), la película que escribió y en la que la dirigió Judd Apatow. Schumer interpreta a Amy, una periodista que demasiado influenciada por el modelo del padre, divorciado y mujeriego, pasa de cama en cama, siempre un poco pasada de alcohol para darse coraje. Amy coge con tipos que no le interesan y nunca se la ve demasiado contenta; mientras tanto se horroriza con el matrimonio ñoño de la hermana, y un día conoce a un médico también ñoño (Bill Hader) con el que la pasa bien, se enamora pero después se freakea, y al final se entrega. Al amor, al compromiso, la pareja, todo aquello que cuando falta es síntoma de alguna patología.
No hay diagnóstico posible que se pueda armar a partir de esas ficciones más que el mapa de lo que la comedia mainstrem hoy por hoy se permite mostrar (refiriéndome por supuesto a la comedia norteamericana, que abunda en ejemplos mientras es casi imposible encontrar uno solo en nuestro país). La novedad es que las chicas cogen, incluso cuando no tienen novio, y nadie se horroriza demasiado por eso. Es más: la que no coge es porque tiene algún asunto sin resolver. O porque no se lo permite, o porque no sale al mundo y se deja elegir al mismo tiempo que elige. Claro que también están las que usan el sexo como una especie de inversión, pensando que más tarde o más temprano el amante ocasional va a sentar cabeza y se va a quedar con ellas. Esa es la historia de Lainey (Alison Brie), que en Sleeping with other people (2015) no deja de responder a cada llamado de un idiota que se termina casando con otra solo porque piensa que va a terminar llevándolo al altar. Por suerte tiene un mejor amigo, Jake (Jason Sudeikis), que la ayuda a abrir los ojos y mientras tanto le da unos consejos para entretenerse sola. Ayudado por una botella transparente, Jake le enseña a Lainey cómo masturbarse para pasarlo genial después que ella le confiese que no lo hace nunca porque se aburre. La escena es sexy (aunque, por dios, ¿hasta eso nos tienen que enseñar?), y la chica no deja de aplicar enseguida otros consejos de su amigo cuando después de una cita con un separado, terminan en la cama y le pide que le toque el clítoris exactamente como le explicó Jake, lo que la hace volar por el aire; no se ve muy seguido una escena de sexo en la que una chica la pase re bien y eso no implique que se va a enamorar del compañero de turno.
Como sea, coger es el nuevo mandato y no es la suerte que les toca únicamente a las lindas; actrices como Rebel Wilson y Melissa McCarthy, además de ser geniales, por momentos parecen estar ahí para que las películas puedan ejemplificar en ellas cómo las gordas también pueden conseguir sexo y hasta amor. Pero no se hagan ilusiones, la verdad no está en el guión sino en el casting: Dakota Johnson puede seducir a un prototipo de publicidad de boxers como el millonario Christian Grey, Amy Schumer puede elegir entre Bill Hader (un feo tierno que puede ser hermoso) o el fisicoculturista con el que está al principio de Trainwreck, Alison Brie puede estar con Jason Sudeikis o Adam Scott, pero a Rebel Wilson le tocan dos tipos en Cómo ser soltera y los dos son panzones y peludos. Nadie dice que no sean divinos, pero el racismo del “Unir con flechas” está bien a la vista. De modo que las condiciones para pertenecer a la nueva elite de mujeres que son libres porque quieren –y no puedo dejar de remarcarlo: porque quieren– nunca se explicitan pero se representan, están a la vista en cuanta publicidad, película o serie anda dando vueltas por ahí. Y esas condiciones, tan persuasivas como si las estuviera susurrando una serpiente enroscada en un árbol, decididamente fueron conformando un nuevo mandato en los últimos años (Sex and the city incluido): está permitido ser soltera, darse el lujo de no encuadrarse en la maternidad y la familia, siempre y cuando una mujer sea linda, se cuide, resulte atractiva para los hombres y tenga una vida sexual activa. Esa multitud de indicadores demostraría que la mujer está sola porque así lo decide, y no que en realidad su supuesta elección de vida no es más que un modo de consolarse porque nadie se quedó con ella.
No abundan las películas de mujeres que tengan existencia propia, y Cómo ser soltera hace el intento por ser una de esas historias pero no lo consigue totalmente. Primero, porque a pesar de que en un momento Robin le grita a Alice que es una pésima amiga, que siempre está pensando en hombres y sólo la llama cuando corta con alguien, la amistad entre las dos, que debería ganar el centro de la escena, está bastante mal construida y no conmueve. Segundo, porque cuando la hermana mayor de Alice tiene la osadía de mandarse a ser madre sin un varón al lado y recurre a un banco de esperma, la película le pone en el camino a un chico que se enamora de ella. No sé qué clase de monstruo le resulta a tanta gente una madre soltera pero lo cierto es que acá, como en otras películas sobre mujeres que se embarazaban usando el esperma de donantes, anónimos o no (Plan B con Jennifer López y The switch con Jennifer Aniston), la bravuconada se redime sólo cuando la mujer consigue pareja y ocupa por fin el lugar “natural” de mamá dentro de una familia.
El argumento para disuadir a las madres que se cortan solas es que tener un hijo en esas condiciones es muy difícil, como si vivir en pareja fuera un viaje en patineta y no un trabajo arduo, cotidiano, que muchas veces implica negociar absolutamente todo con un varón que a cada paso revela una formación machista. La misma Encuesta Anual de Hogares registra que en la Ciudad de Buenos Aires nacen 3000 bebés por año de madres solas, pero las ficciones les dirán que en ellas lo que más abunda es la falta, la de un varón al lado. Las escenas de mamá recién parida con bebé a upa en la habitación de un hospital insisten con la llegada triunfal del papá –biológico o no– para completar el cuadro, o mejor dicho, la santa trinidad de la familia. Pero si en cambio no abundan las escenas de mamás recientes que se rodean de otros brazos, de otros afectos y otras formas de familia, es simplemente porque nadie quiere mostrarlas.
Se trata de maneras sutiles, o a veces burdamente explícitas, de marcar territorio: hasta acá (tener sexo) se puede, pero ir más allá (tener un hijo sola) está vedado, como si lo importante fuera mantener a las solteras en circulación, allí donde siempre pueden cruzarse con un varón para una noche de sexo o quizás, eventualmente, formar una familia. Es solamente después de un trabajo de demolición enorme que personajes como Alice en Cómo ser soltera pueden dejar de estar siempre disponibles, siempre a la espera, para darle otro valor a esas épocas de la vida en las que los varones no aparecen más que como amigos. Y lamentablemente el cambio suele venir desde el discurso de la autoayuda puesta en una vocecita en off tan irritante como la de Carrie Bradshaw, o en lecciones de vida tan banales y turísticas como las de Julia Roberts en Comer, rezar, amar. Si estos productos existen dan ganas de preguntar a los cuatro vientos, ¿de verdad a las mujeres nos interesa que nos hablen con ese tono, que nos digan qué hacer? ¿Lo buscamos? ¿Lo permitimos? Curiosamente fue una argentina, Paula Schargorodsky, quien con su corto 35 y soltera, hecho por encargo del New York Times y después convertido en película que pasó por el Bafici en el 2015, logró un enfoque del tema que evidentemente pudo dialogar con el público norteamericano al que están destinadas en primer lugar estas películas y al mismo tiempo plantear un acercamiento más reflexivo, menos concentrado en los finales felices, al hecho de ser soltera (aunque ella tampoco logró esquivar, en el corto si no en la película, el tono de la autoayuda). Quizás porque Schargorodsky empieza como Bridget Jones y luego, con el documental como herramienta de una investigación insidiosa, recurre a las horas y horas de video grabadas en el pasado, cuando el amor estaba vivo, para contrastarlas con conversaciones con los ex novios en el presente. Y para tratar de sustraer esas historias al esquema tradicional de éxito o fracaso, esa manera de faltar el respeto a la vida vivida suponiendo que los amores y las aventuras no importan si no terminan en convivencia, bebés, peleas por lavar los platos.
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