Viernes, 19 de febrero de 2016 | Hoy
CINE
Mujeres que migran sin neurosis pero una gran cuota de sufrimiento y obstáculos se narra en Brooklin, una novela adaptada al cine por Nick Hornby.
Por Marina Yuszczuk
Mi abuela paterna era ucraniana. Vivía en el campo con su familia y como era la mayor de diez hermanos, nunca la mandaron a la escuela: le tocó cuidar las vacas y a los bebés que iban naciendo uno atrás del otro. En 1939 sus padres, supongo que cansados de vivir con casi nada, ilusionados con un lugar mejor del que nunca voy a saber qué se imaginarían, decidieron venir a Argentina. Acá mi abuela, que tenía quince años, trabajó primero como mucama, y después en la cocina de una fonda de Valentín Alsina en la que iba a almorzar mi abuelo con otros compañeros de trabajo del frigorífico Wilson. Ahí aprendió a cocinar milanesas, albóndigas en salsa, todo lo que se comía acá, y se enamoró de mi abuelo que tenía veinte años más porque le pareció hermoso.
Hay mucho más en el relato (como la muerte de varios de esos diez hermanos), pero lo que siempre me fascinó fue su simpleza, la manera en que ella hilaba los acontecimientos uno detrás del otro, con naturalidad, para componer una vida. Nada de los vericuetos, el drama, la neurosis, las intensidades que manejaríamos las siguientes generaciones, a medida que el nivel sociocultural aumentaba y nos alejaba sin vueltas de ese origen remoto en una aldea perdida de Ucrania. El tiempo había hecho su trabajo, suavizando lo más difícil, pero también es cierto que mi abuela pertenecía a otro mundo cuyo encanto es imposible de experimentar. Bajo esa misma luz que alumbraba su relato está puesto el de la inmigrante irlandesa que protagoniza Brooklyn (2015), versión cinematográfica de la novela homónima del irlandés Colm Toibín que adaptó Nick Hornby. Eilis Lacey (Saoirse Ronan) vive en un pueblo de Irlanda con la mamá y la hermana, y por el momento no tiene una perspectiva mejor que trabajar como ayudante en un almacén los fines de semana. Por eso, cuando un cura se ofrece a conseguirle un empleo en Estados Unidos y un lugar donde alojarse, Eilis no lo duda y se va. La primera hora de película es bastante gradual en su manera de mostrar cómo se transforma la chica lejos de casa, desde que trabaja en una tienda y comparte la mesa de una pensión con otras chicas hasta que va a bailar y un plomero italiano le pide otra cita.
Nada se sale de lo común en Brooklyn, todo es muy convencional, y la demostración es ese desconocido con la espalda un poco encorvada (Emory Cohen) que hace de galán de Eilis, encarnación perfecta del “muchacho bueno” que mis abuelas querían convertir en marido. Cuando salen a cenar y ella le pide que le cuente sobre su trabajo, él contesta que las cañerías se tapan, los inodoros se atascan, y no hay mucho más para decir. Pero el deseo le baila en los ojos, un deseo alegre, vital, del cuerpo de Eilis y de un futuro con ella en una casita de Long Island que todavía está por construir. Y ella responde con una clase de amor que es de otra época, indeciblemente simple. No hay nada en la actuación de Saoirse Ronan que pida admiración y al mismo tiempo su presencia es deslumbrante, a tono con una película con mucho amarillo y colores pastel en la que algunos exteriores, como el barco que la trae a Estados Unidos o las playas de Irlanda y Coney Island, son increíblemente falsos, de tarjeta postal.
Creo que esa falsedad, que se sale del registro realista y elige la postal, la foto (como si ese objeto de deseo que es el álbum de fotos en blanco y negro de nuestros abuelos se animara), es el gran acierto de Brooklyn, teñida de una ingenuidad y una bondad tan grandes que por momentos es un trago difícil para la ironía contemporánea, si no fuera porque la cara renacentista de Saoirse Ronan y esa sonrisa de Mona Lisa pero más animada, más divertida incluso, la vuelven irresistible si no verosímil. Brooklyn es una historia de amor más que de trabajo, concentrada en ese punto de la historia en el que quizás un inmigrante deja de serlo porque ya no tiene un país nuevo, sino una casa. No es el pasado tal como fue, sino como nuestras abuelas lo hubieran contado.
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