ENTREVISTA
La antropóloga Rita Segato fue una pieza clave en el histórico juicio que, en Guatemala, por primera vez expuso un crimen de género como un crimen de Estado. Las quince mujeres mayas festejaron las condenas a 240 y 120 años de prisión para quienes las sometieron a esclavitud sexual y doméstica en un cuartel de descanso del ejército cuando ya empezaba el proceso de paz. Segato, responsable del peritaje que desnudó la maquinaria de sometimiento como rutina militar en la guerra represiva, explica cómo se aplicó aquí su concepto de “pedagogía de la crueldad” y por qué esta sentencia y sus fundamentos sientan un precedente en todo el continente y aportan también para pensar los femicidios y el cuerpo de las mujeres como campo de batalla.
› Por Veronica Gago
Por primera vez, una nación juzga un crimen de género como crimen de Estado cometido durante el período de la guerra represiva en Guatemala. Las protagonistas de esta victoria histórica fueron quince mujeres mayas q’eqchi’es que desde hace tres décadas piden justicia por lo que sucedió en el período autoritario, durante los años 80. El tribunal acaba de concluir sus trabajos, que se desarrollaron durante todo el mes de febrero, y terminó por condenar a 240 y 120 años de cárcel, respectivamente, a los dos militares responsables: el coronel Esteelmer Reyes Girón y el ex comisionado militar, Heriberto Valdez Asig. Pero su eficacia legal y simbólica los sobrepasa ampliamente ya que este caso –conocido como Sepur Zarco, el nombre de la aldea q’eqchi’ donde se ubicó el “Cuartel de descanso” militar– es, sin lugar a dudas, un hito ejemplar tanto por la condena como por los argumentos que le dieron cuerpo. Y, sobre todo, porque provee un vocabulario, una voz querellante y un precedente jurídico sin igual para la elaboración conceptual, política y de teoría de género para las múltiples formas de guerra que hoy se despliegan contra las mujeres, haciendo de su cuerpo el principal territorio de la contienda.
Para prepararnos para el 8 de marzo conversamos, una vez más, con quien fue otra de las mujeres clave para esta victoria: la antropóloga argentina Rita Segato, a cargo del peritaje antropológico de género, cuyo objetivo fue desentrañar la maquinaria de “la esclavitud sexual y el servicio doméstico forzados como rutina militar en la guerra represiva”. Segato leyó su informe ante el tribunal por más de dos horas y media; luego fue interrogada por la fiscalía y por la defensa. Al leer su trabajo de más de cien páginas, además de su rigor y compromiso, no deja de sentirse ahí la fuerza de un pensamiento que deviene herramienta práctica de combate. Por las fotos que circulan, puede revivirse el estremecimiento jubiloso de las mujeres querellantes al escuchar la sentencia. Esa fuerza ya es de todas.
Agentes de un Estado sometieron a un grupo de mujeres indígenas a esclavitud sexual y doméstica –esta última sentida con tanto dolor como la primera por las querellantes-, durante seis años, de forma rutinaria y “coreografiada”, como dije en el juicio, en un cuartel militar “de descanso”, después de desaparecerles a sus maridos porque aspiraban a los títulos de su tierra ancestral. Decimos que se trata de un crimen de género de lesa-humanidad porque agentes estatales son acusados de trato inhumano, cruel y degradante mediante rutinas de acceso sexual forzado como forma sistemática de ejecutarlo, así también como otras formas igualmente importantes de sometimiento compulsorio como la entrega forzada de servicios domésticos y la obligatoriedad de presencia en “turnos” en el espacio del cuartel militar o, como única alternativa, la condena a muerte de sus hijos en el destierro a la montaña. Mi argumento central, que conseguí probar, es que no se trató de un proceder espontáneo y de causa libidinal, resultante de la testosterona de la soldadesca, sino de una estrategia de guerra. Una estrategia diseñada quirúrgicamente, resultante ciertamente de una asesoría de expertos, llevada a efecto mediante una programación que llamé “neurobélica” de los soldados que luego, cuando se decide que la guerra terminó, es suspendida por la misma secuencia de mandos que la había instalado.
Ese es el tenor de la denuncia elevada a la Corte por Mujeres Transformando el mundo, organización que, presidida por la abogada Paula Barrios, condujo de forma magistral, francamente deslumbrante y efectiva, este proceso que hizo llegar, después de recorrer un camino azaroso y lleno de obstáculos, la voz de las mujeres hasta la tarima de los jueces. La “obligatoriedad de disponibilidad sexual y doméstica” es lo que se entiende por “esclavitud sexual y doméstica”. Argumenté que allí se dio una rutina de sometimiento e intervención expropiadora en el territorio-cuerpo de las querellantes. El término “esclavitud doméstica” la diferencia del servicio doméstico contratado y, en mayor o menor medida, remunerado y libre. Mediante el uso del término “esclavitud” se indica su extracción por coerción, la ausencia de remuneración y, en este caso, además, se suma el onus –carga– de la obligación de aportar los insumos por parte de las víctimas, retirándolos de sus propias familias para entregarlos a una tropa de ocupación que eliminó a sus cónyugues desaparecidos, torturados, y localizados en una fosa común. (N.de E.: Como surge del testimonio de las querellantes, ellas debían aportar la harina para las tortillas que debían cocinar a los militares y también el jabón para lavar sus uniformes, todo bajo amenaza de muerte).
Se trata de una estrategia de las guerras difusas contemporáneas que entiende que en la agresión por medios sexuales al cuerpo de las mujeres se alcanza el centro de gravedad que mantiene en pie el edificio de la comunidad. Por eso digo que es una guerra entre hombres que se hace en el cuerpo de las mujeres. Así se rasga el tejido social comunitario, se instala el autodesprecio, el endo-racismo y el racismo intrapsíquico, pues el método es la profanación. El cuerpo de la mujer alegoriza el cuerpo social, y la dominación sobre el mismo simboliza el poder jurisdiccional sobre un territorio. Las mujeres y sus crías, además de ser seres humanos que sufren en su cuerpo y en su espíritu la saña de los verdugos, son además figuras de intenso poder enunciativo y símbolos de futuro de sus comunidades y pueblos, y la pieza intermediaria, la interpuesta persona a través de la cual se atraviesa el daño a la colectividad en su conjunto. En el daño a sus mujeres y sus crías, también, se revela la impotencia de un colectivo que debería ser capaz de mantenerlas bajo su protección y custodia: éste es un esquema arcaico, ancestral, que permanece intacto en el imaginario colectivo.
El endo-racismo se genera mediante el reclutamiento forzado de hombres indígenas de las aldeas ocupadas para actuar como Comisionados y Patrulleros a cargo de tareas compulsorias de delación, represión y masacre, y de participar en la apropiación del cuerpo y servicios domésticos forzados de mujeres de su mismo pueblo. Podríamos llamarle de acriollamiento forzado, es decir, la captura del hombre indígena y mestizo a la función de apropiador, lo que requiere que pase a despreciarse a sí mismo y depende de que sea dócil a la pedagogía racista que le impone despreciar su raza en sí mismo y en aquellos que vienen de una historia común consigo.
Es evidente que la violencia no pasa de los hogares campesino-indígenas a la guerra, como ha sido, en general, la lectura eurocéntrica y en especial de la cooperación española. Y sí, en cambio, de la guerra a los hogares. Al punto que no existe en lengua maya queqchi, y en general en las lenguas mayas, ninguna palabra para “violación”. Por eso quedé perpleja cuando mi tesis fue respaldada por el peritaje lingüístico. Cuando las mujeres empezaron a contar lo que les había sucedido no tenían léxico, no tenían en su lengua ningún término para el acto de violación, y la palabra que usaron, lo más próximo que encontraron es la palabra maya para “profanación”. (Rita se refiere a la palabra “muxuk”, reproducida en varios medios locales, junto a otra frase de las querellantes: “Maak’al chik inloq’a”, que se traduce como “me quedé sin respeto/sin dignidad”). Es esencial alejar la comprensión de estos hechos tanto del mundo de la intimidad, como de la violencia de género de orden doméstico y también de una espontaneidad fruto del caos y del descontrol propios de la guerra. Y sobre todo es necesario dejar de atribuir al orden de género de los hogares campesino-indígenas las causas del mal que les sobrevino a partir de la guerra y como consecuencia de la guerra. Las violencias sexuales que se ejecutaron en la guerra, tanto las violaciones como la rutina de esclavitud sexual y doméstica a que fueron reducidas las mujeres son de manual, fueron pautadas y practicadas por los soldados a partir de lo que se podría llamar “programación neurobélica” y obedecieron a una secuencia de mandos. Nada tuvieron de espontáneas o de resultantes de una “cultura machista”. Así lo revelaron los soldados a las mujeres en algunas ocasiones y, sobre todo, se comprueba con la suspensión de esa práctica cuando las mujeres fueron recogidas en cuarteles de cuidado y rehabilitación al iniciarse el proceso de paz.
Por un lado, la truculencia es la única garantía del control sobre territorios y cuerpos, y de cuerpos como territorios, y, por el otro, la pedagogía de la crueldad es la estrategia de reproducción del sistema. Con la crueldad aplicada a cuerpos no guerreros, sobre todo, se aísla y potencia la función propiamente expresiva de estos crímenes, función que, como he destacado en todos mis análisis anteriores, es inherente e indisociable en todos los tipos de violencia de género. Es necesario recordar y reafirmar que éstos no son crímenes de motivación sexual, como los medios y las autoridades siempre insisten en decir para privatizar y, de esa forma, banalizar este tipo de violencia ante el sentido común de la opinión pública, sino crímenes de guerra, de una guerra que debe ser urgentemente redefinida a la luz de una expansión constante de una esfera para-estatal en nuestro continente. Ese proceso continúa. Las guerras represivas se transformaron en guerras de corporaciones armadas de tipo mafioso, escena en franco proceso de expansión en nuestro espacio continental.
La elección de las víctimas, todas ellas esposas de hombres que, en los Comités de Tierras, intentaban informarse sobre la situación de títulos de las tierras que ancestralmente ocupaban, compitiendo de esta forma con los intereses de los finqueros de la región delata una definida selectividad. El interés de los finqueros era seguir explotando la tierra sin otorgar derechos a sus ocupantes ancestrales y contar con la mano de obra indígena fragilizada, que perpetuaba el régimen servil colonial semi-esclava o servil de los habitantes de las aldeas que, como Sepur Zarco, se encontraban dentro o en el borde de sus fincas, en una situación de títulos de propiedad inciertos. Y sí, considero Guatemala un país donde la conquista no logró concluirse, un país todavía victorioso frente al dominio conquistador. No podría de otra forma ser país de una mayoría maya tan vital y deslumbrante. De ahí el manifiesto odio y tenebroso racismo de las elites blanqueadas, que pierden control por ese hecho y que, también, son presas de la furia al ver en el espejo su propia imagen como habitantes de un país no-blanco, un país vencedor frente a la blancura, un país que, en su gran mayoría, no desertó de su mayanidad.
La crueldad expresiva denota la existencia de una soberanía para-estatal que controla vidas y negocios en un determinado territorio y es particularmente eficaz cuando se aplica al cuerpo de las mujeres. Este “método” es característico de las nuevas formas de la guerra no convencionales, inauguradas en nuestras dictaduras militares y guerras sucias contra la gente, en las guerras internas, en las guerras llamadas “étnicas”, en la soldadesca asalariada de las empresas militares privadas, en el universo de los sicariatos que trabajan para las mafias, y en el accionar para-estatal de las fuerzas estatales de seguridad en tiempos de “democracia real”. Por eso hablo de una nueva conflictividad informal y de guerras no-convencionales que configuran una escena que se expande en el mundo y, en especial, en América Latina, con muchas fases. Allí, la crueldad expresiva es la estrategia, y el cuerpo de mujeres y niños es el objetivo táctico, para alcanzar, por la ejemplaridad y truculencia, el tejido social en su centro de gravedad.
El Estado guatemalteco constituyó un tribunal para juzgar exclusivamente y como tema central del juicio un crimen de género, perpetrado por medios sexuales, como crimen de guerra -en este caso de guerra interna, represiva. Esto nunca había sucedido anteriormente, pues siempre estos crímenes fueron mencionados y considerados como agregados a los crímenes de guerra de interés general y significación universal: aquéllos contra los hombres y contra poblaciones en su conjunto, y en los casos en que se juzgó por esclavitud sexual como crimen de guerra separadamente siempre fue en tribunales de conciencia o simbólicos, como en el clásico caso de las mujeres coreanas por los japoneses. La importancia fue enfatizar la forma quirúrgica en que, a través de la mujer, se agredió la comunidad y los principios de reciprocidad y mancomunamiento que la articulan, pues en el mundo comunitario el par conyugal garantiza los intereses reproductivos y productivos de la aldea, de la comunidad, del pueblo, es decir, garantiza la posibilidad de su continuidad, el proyecto histórico de continuar como pueblo.
Se lo dije a la jueza: este juicio y su sentencia no solamente interesan a las mujeres querellantes, sino también a toda la nación guatemalteca, a América Latina por entero, también al mundo, incluyendo a los propios acusados, que muy probablemente no tuvieron noción de qué pieza jugaron en esa guerra sucia ni para quién trabajaron. Los acusados tuvieron penas de más de un siglo y la última foto muestra el júbilo de las mujeres maya queqchies después de esperar treinta años por justicia y reparación. Un aspecto muy importante de la reparación material, moral y comunitaria que ellas reclaman, entendida desde su propia perspectiva, es que el Estado, a través de la sentencia ejemplar, declare y establezca públicamente su inocencia, condición indispensable para que la comunidad las reintegre y pueda reconstituirse, sanar su tejido social. Lo más impresionante fue su gran coraje todo este tiempo, sin asustarse –pues el enemigo nunca dejó de ser truculento– y sin desistir.
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