Vie 04.03.2016
las12

RESCATES

Dardos de escritura

Harper Lee 1926- 2016

› Por Marisa Avigliano

Ser misteriosamente invisible, ser amiga íntima de Truman Capote, ser la autora de un solo libro, Matar a un ruiseñor, (el segundo, Ve y pone un centinela, es parte del primero y llegó tarde tardísimo), y que ese libro sea un clásico de la literatura norteamericana (más de 40 millones de ejemplares vendidos), la razón de un Pullitzer (1961) y de tres premios Óscar (1962), ser ajena al mundo de las entrevistas –fulgor Salinger, fulgor Pynchon–, es ser Harper Lee, la mujer que murió hace pocos días en Alabama y a la que despidieron en ceremonia íntima y casi secreta como si aún estuviera viva. La misma calma para cerrar la puerta y mantenerla cerrada. En el funeral mediático aparecen fotos repetidas, es lógico cuando casi no se posa en público, la mayoría son durante el rodaje de la película homónima de Robert Mulligan, hay una con su padre, otra con Capote firmando ejemplares de A sangre fría, (dicen que ella lo ayudó mucho en la investigación y en la escritura, dicen que él la había ayudado antes. Ambos se incluyen como personajes en sus libros, ella es la gemela Idabel en Otras voces otros ámbitos y él es Dill en la novela de Harper. Juntos forman una de esas parejas de amorosa amistad –se conocían desde la infancia cuando él era demasiado femenino para ser varón y ella poco femenina para ser mujer– que se ríen de los cánones de himeneo), dos o tres con el pelo cortísimo y ya muy blanco recibiendo honores y una última y espantosa con Bush hijo. El álbum magro alcanza para descubrir la vida sin biografía. Su padre era abogado como el protagonista de su libro, Atticus Finch, el hombre héroe que defiende a capa y espada a un negro acusado injustamente de violar a una blanca (Gregory Peck en la pantalla, don Gregory como le decían sus admiradores rioplatenses sin club de fans pero con fotos arrugadas por tantos besos), Truman fue la única relación personal que dejó a la intemperie –no había hombres ni mujeres ni hijxs a la vista– y lo demás es cáscara de laurel si el laurel tuviera cáscara.

El Comala de Harper se llama Maycomb y la que narra la historia es Scout Finch, una nena de seis años, hija del abogado estrella y un personaje que ha dejado menos solas en la vida a unas cuantas chicas. La historia sureña acompaña a la adolescencia o a lo que queda de ella si se la lee a edad cualquiera –virtudes del don de relato ágil– y honra la soledad del libro único. Matar a un ruiseñor fue prohibida en algunas escuelas y bibliotecas a pedido de padres xenófobos, racistas y homofóbicos y es emblema siempre vivo y siempre anacrónico de la utopía eterna hecha juicio justo. Matar a un ruiseñor es una estrella virtuosa de permanencia, un libro que sigue metiéndose usado, prestado o nuevo en carteras y mesas de luz. El silencio público de Harper, la mujer que nunca se maquillaba y que decía “es usted muy amable pero no puedo ahora porque estaba por ir a darle de comer a los patos” cuando intentaban con una caja de bombones persuadirla para lograr una entrevista y siempre se despedía con un “gracias a todos desde el fondo de mi corazón” es una batalla ganada a cierta repetición insoportable de egos aburridos ¿Se puede pedir más? Sí, todo! hubiera dicho como siempre su amigo mientras posaba para la foto y lanzaba dardos de lengua.

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