ESCENAS
En Los milagros, lo real se lee como una creencia desmesurada que obliga al trance y permite habitar un plano más luminoso de la cotidianidad.
› Por Alejandra Varela
La actuación es la manifestación más natural. Brota como una espuma en los berrinches de la infancia, una potencia instintiva para dominar al entorno. Con el crecimiento esa habilidad que nadie puede tener la certeza de haber aprendido, se guarda como una estilete que hará su aparición espléndida, luminosa cuando la urgencia de mantener la individualidad en esa copia amorosa que puede ser la familia, requiera de la exageración, de ese grito forzado para marcar un límite y permitir que se transforme en un relato, en un estilo para contar ese mundo doméstico y así vivirlo menos. Porque ser un personaje de los hechos implica caer, perder algo de inteligencia y aquí estamos frente a una dramaturgia donde su protagonista quiere ser la autora de la trama.
Si Los Milagros es un tratado sobre la actuación no puede prescindir de la novela familiar. Martina asume una narraturgia, como se define a esa escritura teatral donde la peripecia no sucede ante los ojos del público si no que es relatada por personajes/ narradorxs como si se tratara de situaciones del pasado. En este caso, Agostina Luz López integra las temporalidades y le da al discurso una impronta de presente. Martina Juncadella encuentra una tonalidad para que su punto de vista no olvide jamás el destello caprichoso, la tensión vibrante con su madre y su abuela que están al asecho, dispuestas a quitarle su lugar de narradora y atentas a desplegar sus dotes histriónicas. Martina cuenta y de inmediato se implica en la escena sin disimular la artificiosidad, lista para que la actuación se vea como una radiografía viscosa, como un procedimiento preciosamente arbitrario.
En el texto de Agostina López no hay justificaciones ni causalidades, entiende que la conducta familiar es pura imaginación, que entre los recuerdos y los deseos hay una capa demasiado pesada de fantasías donde todas esas mujeres van transformando su biografía como se les da la gana. Se alimentan de novelitas televisivas para ser ellas las estrellas y fetiches, como si en todos lados vieran su propia cara, como si estuvieran investidas de todas las vidas posibles y nada pudiera detenerlas en su afán de reinventarse.
La amiga de Martina llega como la versión inocente de la malvada en un film de terror. Tiene la voracidad de la extraña que quiere ocupar el lugar de la hija y destituirla en su potestad de autora. La chica, que expone teorías delirantes sobre la familia, se inserta como la antagonista ideada por la propia Martina y las tres mujeres la alojan y soportan sus rabietas sin conflicto. Si las adolescentes construyen la autoría como una madeja de líneas de fuerza que se disparan sin anclar en una anécdota real, es porque hacen de su palabra algo más aleatorio, menos definitivo, una sonoridad que rebota en las paredes y ellas pueden escuchar y descubrir como si fuera ajena.
La madre y la abuela no se apartan nunca de la representación que las jóvenes proponen. Su gestualidad delata la matriz como puro efecto. Lo auténtico, la certeza bastante inconsistente de espontaneidad que la realidad conlleva, se demuele como la misma verdad escénica. El teatro es un encantamiento, una convención que el /la espectadorx acepta. En Los milagros el artilugio se sostiene en una escena realista desprendida de la anécdota. Ha llegado el momento de acercarse a la cabeza de sus protagonistas, de encontrar los recursos para que el modo de pensar, de analizar y percibir lo vivido se convierta en teatralidad.
En la obra de Agostina López las personas fabulan, no son dóciles como personajes y la actuación puesta en un primer plano, se vuelve escritura.
Los milagros, escrita y dirigida por Agostina Luz López, con las actuaciones de Martina Juncadella, Carla Fonseca, Ernestina Ruggero y Laila Maltz, se presenta de viernes a domingos a las 21 horas en el Centro Cultural San Martín.
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