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Viernes, 13 de mayo de 2016

RESCATES

La otra estrella

Juanita Bordoy
1916 - 1995

 Por Marisa Avigliano

Unos brazos sostienen la asadera que entra en una de las bandejas del horno, la cámara muestra pancitos y facturas de crema pastelera pintados con huevo batido, la tapa del horno se cierra y la cámara se olvida de los brazos. No es la primera vez que el cuerpo de esos brazos se ve por partes, casi nunca aparece entero, siempre se asoma por la mitad. La luz de los primeros planos la gobierna Doña Petrona, la estrella inaugural de la cocina argentina por TV, la del plano detalle la habita sin posar su asistente Juanita. Petrona habla en primera persona, “pongo en horno de temperatura más que regular, ¿ven a la altura en la que va?” Petrona habla y Juanita hace. Las dos están tan impecables y “paquetas” como la moda del ama de casa de los años sesenta lo exige. Hay peluquería en esos pelos y un collar de perlas sobre el bremer. Juanita nunca está quieta, limpia la mesada, parte huevos, lava y seca espumaderas, prepara platos y entibia preparaciones que Petrona necesitará de inmediato. Juanita es muy seria (salvo durante una receta de Nochebuena en la que la risa contenida se hace mueca mientras Petrona la usa de modelo para mostrarle a las señoras dónde está el hueso del pavo que hay que remover), es silenciosa y nunca habla. Es la criada ideal, la sirvienta sumisa. Tal vez por eso, cuando el rumor del maltrato crecía y mientras enseñaban a hacer paté de hígado, Petrona miró una tarde a cámara y dijo: “cuando Juanita quiere, habla también”. Pocxs se preguntaban si aquellas dos mujeres eran confidentes en la intimidad, si se reían juntas. Lo único que en aquella época se decía era que Petrona maltrataba a la pobre Juanita que hacía todo sin suspirar. “¡No soy tu Juanita!, ¡Quiero una Juanita!”, repetían las amas de casa que copiaban al pie de la letra la receta que después dictaba Annamaria. Se jugaba a la mamá y también se jugaba a Petrona y Juanita (la justicia de los roles era el precio que se pagaba según quien era esa tarde la dueña de casa).

Dicen que un millón de personas las miraban cocinar, dicen que se recibían más de cuatrocientas cartas por día, “no hay carta que quede sin contestar”, aseguraba Petrona, ¿las respondían juntas? “Míreme el horno”, “¡no lo saque que todavía no terminé!”, “Juanita por favor me levanta la manga” (la manga del pullover le molesta a Petrona y Juanita deja de hacer lo que está haciendo y la levanta), son algunas de las frases del rosario de sentencias que ordenaba la cocinera sin paciencia y que hacen historia como si fueran diálogos de Gosford Park o Dowton Abbey. Juntas organizaban lo que la pantalla iba a mostrar después, (el marido de Petrona era parte de la organización pero nadie lo recuerda, la pareja imbatible eran ellas dos), juntas cocinaron frente a la cámara durante más de treinta años y juntas vivieron en la misma casa hasta que Petrona murió. Morocha (como la llamaban en su La Pampa natal) llegó a Buenos Aires en el 45 y se transformó en Juanita. El diminutivo borró pampas, acentuó el matriarcado -había veinte años de diferencia entre ellas- y la convirtió en ama de llaves con cuarto propio pegado al de la dueña de casa. Una lealtad inalterable que se ponía en riesgo cuando un auditorio de fanáticas del dúo aplaudía más a Juanita que a Petrona y que volvía a la normalidad de las jerarquías unos minutos después cuando un gesto de rigor matemático ruborizaba a la asistenta mientras decía “la estrella es la señora”. Decir Juanita es decir Petrona sin nombrarla (la literatura las unió en anticipada esencia, son una sola en el Santos Vega de Ascasubi, Juana Petrona se llama la “regaloncita” mujer de Rufo que se mostraba antes del alba siguiente bien peinada y diligente porque no era dormilona), beneficio involuntario de las horas recibidas como desplantes, un ejercicio de pleitesía que parpadea en amor lerdo los sobrentendidos de la amabilidad, los modales y la seducción.

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