Vie 08.03.2002
las12

CULTURA

Safo y la sirena

La escritora Mercedes de Acosta, una de las más celebradas amantes de su época, conquistó a una serie de bellas estrellas, incluyendo a Isadora Duncan, Marlene Dietrich y, por sobre todo, a Greta Garbo.

Por Diana McLellan

Cuando las cartas de Greta Garbo a Mercedes de Acosta finalmente fueron abiertas en el Museo y la Biblioteca Rosenbach de Philadelphia esta primavera (octubre del 2000), rápidamente quedó claro que nada ha sobrevivido de los años más apasionados de su affaire, entre junio de 1931 y mediados de 1935. Todo lo que queda de ese tiempo en manos de Garbo es una lista de acciones mal invertidas y una nota de pago de “gastos de la casa”. Evidentemente, De Acosta destruyó gran parte de las cartas de Garbo en 1935... a instancias de Garbo. Probablemente fue a principios de esa destrucción que Garbo invitó a De Acosta, en septiembre de ese año, a encontrarse en Estocolmo y luego la llevó a unas prolongadas y (blissing) vacaciones, con sus amigos suecos más aristocráticos, y a ver Sodor, el barrio bajo de Estocolmo en que había nacido, todos extraños gestos de confianza. ¿Cómo la había ganado De Acosta? ¿Y cómo había logrado esta oscura escritora, durante más de 40 años, formar un deslumbrante registro de mujeres mundialmente famosas de la escena y la pantalla de Nueva York, Europa y Hollywood como sus amantes?
Una de las razones es que, una vez que sus poderosas emociones la ponían sobre un objetivo, De Acosta planeaba su seducción como una estratega militar, y luego la llevaba a cabo con un tacto y un encanto exquisitos. Otra era que, cuando sus planes daban frutos, ella ponía en juego trabajadísimas habilidades sexuales que eran la delicia y maravilla de sus conquistas.
Mercedes Hede de Acosta nació el 1º de marzo de 1893, la menor de ocho niños. Creció rodeada de sirvientes amables en una inmensa, elegante casa de Nueva York de la calle 47, entre la quinta y la sexta avenidas, cerca de la casa de Teddy Roosevelt y al lado de Joseph Choate, el embajador de Gran Bretaña. Fue criada en una romántica propiedad cubana, repleta de revolucionarios, libros, hacendados millonarios, herederos robados, tíos retorcidos, leyendas glamorosas y una familia proclive a la depresión y el suicidio. En las fiestas, De Acosta se mezclaba fácilmente con gente como la reina Marie de Rumania, el escritor Anatole France, el escultor August Rodin y el compositor Igor Stravinsky, que se convirtió en amigo íntimo. Hacia 1920 se había convertido en una entusiasta y conocida amante de mujeres. Pero a menos que ella quisiera ser señalada realmente como pescado viejo, una chica de su clase y su época necesitaba un marido. La soltería, con su implícito mensaje al mundo de que ningún hombre te quería en verdad, era una perspectiva deprimente. Además, su madre, preocupada por el dinero, deseaba ver a su “Bebé” de 27 años lista para enfrentar la vida. A la señora De Acosta le gustaba mucho el artista Abram Poole, un muchacho de la alta sociedad de Chicago, y también a su hija. Poole era guapo, agradable, rico, adorado por sus cuatro hermanas, y 10 años mayor que Mercedes de Acosta. Así, un 11 de mayo, llevando intrépidamentechiffon grisáceo, Mercedes de Acosta se casó con Abram Poole. De Acosta dejó en claro que ella cambiaría muy poco de su vida por él. El lo entendió cuando Mercedes pasó su noche de bodas en su casa con su madre, Baby, sosteniéndola tiernamente en sus brazos.
De Acosta soñaba con escribir guiones cinematográficos. Y estaba obsesionada con Greta Garbo. Para ella, que se vanagloriaba de poder separar a cualquier mujer de cualquier hombre, la noticia de que Garbo “no era lesbiana, pero podría serlo” solamente indicaba que otras habían fallado. Si sólo pudiera poner un pie en su puerta, sabría que todo saldría como quería. En el invierno de 1930/31, alguien telefoneó a De Acosta con novedades fantásticas: se la podía enviar a la zona de Garbo. RKO quería un guión sonoro para Pola Negri, que se había consagrado en una década de cine mudo. Habían propuesto a De Acosta como la escritora. Ahora Hollywood estaba llamando. Trazó sus planes con cuidado, sabiendo que Salka Viertel era la guardiana de la puerta de Garbo.
Gracias a una extraordinaria tacañería, Garbo pensaba que había ahorrado el dinero suficiente como para retirarse, regresar a su tierra natal, y liderar allí la vida de una aristócrata sueca. Entretanto, se había mudado a su casa más bien melancólica de San Vicente Boulevard, y era infeliz. Se sentía alejada de la ciudad, no sólo por la admiración hacia su talento y su belleza, y por el doloroso secreto de su inferioridad intelectual, sino también por su temor a los chismes. Desechaba la mayoría de las invitaciones, como la de Douglas Fairbanks y Mary Pickford para que conociera a Lady Edwina Mountbatten. Aceptaba algunas, pero luego no aparecía: “Nunca nadie extraña a nadie”, dijo. Así estaban las cosas cuando tuvo noticias de que Mercedes de Acosta –una ingeniosa, interesante, discreta y sofisticada neoyorquina con inclinaciones sáficas, una descendiente de los duques españoles de Alba, una poeta, una escritora, una novelista, una feminista, una persona realmente muy atractiva– acababa de llegar a la ciudad. La mañana siguiente, Salka Viertel llamó por teléfono al hotel de De Acosta y la invitó a tomar el té.
De Acosta agregó un brazalete alemán de acero a su arreglo y rumbeó hacia Mabery Road. Luego, impresionadísima, comentó: “Cuando nos estrechamos las manos y ella me sonrió, sentí que la conocía de toda la vida; de hecho, de muchas encarnaciones anteriores. Como lo esperaba, ella era increíblemente hermosa, mucho más de lo que parecía en sus películas. Tenía un sweater blanco y pantalones de marinero azules. Sus pies estaban desnudos y, como sus manos, eran delgados y delicados. Su precioso cabello lacio llegaba a sus hombros, y llevaba una visera de tenis blanca echada hacia adelante, tapando levemente su rostro, en un esfuerzo por ocultar sus extraordinarios ojos, que tenían una mirada de eternidad. Cuando Salka se escapó hasta abajo para hablar por teléfono, De Acosta escribió: “Nos dejó a Greta y a mí solas. Hubo un silencio, un silencio que ella pudo manejar con gran tranquilidad. Greta siempre puede manejar maravillosamente un buen silencio. Pero yo estaba espantada. De repente, miró mi brazalete y dijo: ‘Qué bonito brazalete’. Me lo saqué de la muñeca y se lo alcancé. ‘Lo compré para vos en Berlín’, dije...”.
Dos días después, un domingo, hubo otra llamada telefónica. Garbo le había sugerido a Salka Viertel que invitara a De Acosta a desayunar. Esta vez, De Acosta estaba todavía más deslumbrada por el “exquisito color” del bronceado de las piernas de Greta, su cara fresca y luminosa, su excelente humor. Luego del desayuno, Salka, que debía encargarse de un productor, sugirió que las otras dos mujeres fueran a la casa del escritor Oliver Garret, que estaba desocupada y quedaba camino abajo, para divertirse.Allí, sobre el destellante Pacífico, Garbo y De Acosta corrieron la alfombra, pusieron discos y bailaron. Una y otra vez escucharon “Daisy, you’re driving me crazy”, y Garbo cantaba en su voz baja, profunda. Bailaron desde “Ramona” hasta “Goodnight, sweetheart”. Bailaron tango y “Schöne Gigolo”. Hablaron en profundidad sobre la palabra rusa “toska”... una melancolía profunda, anhelante. Garbo invitó a De Acosta a su casa para comer luego, pero De Acosta pretextó que ya había aceptado una invitación de Pola Negri.
–¿Y qué? Llamala y decile que no podés ir.
–¿Cómo puedo hacer eso a último momento? Pola dijo que sólo se trataba de un pequeño almuerzo para seis personas.
–¡Un pequeño almuerzo para seis personas! –Garbo se rió estrepitosamente–. No seas tonta. Más bien 600... Veo que no conocés Hollywood, pero andá a lo de Pola hoy y aprendé la lección. Verás vos misma.
Mientras el chofer se llevaba a De Acosta, Garbo le alcanzó una flor. “No digas que nunca te di una flor”, dijo, riendo y saludando con la mano.
Alrededor de cien personas descansaban en la terraza florida de Pola con vista al mar. El actor Basil Rathbone –el prometido de Eva Galliene cuando ella mantenía un affaire con De Acosta– era uno de los invitados; Ramon Novarro era el otro. A mitad del almuerzo, el mozo se acercó: “Señorita De Acosta, la llaman por teléfono... Un tal señor Toska”.
¡Greta! De Acosta corrió hasta San Vicente Boulevard, donde Garbo, con una vestido chino de seda negra y chinelas de hombre, esperaba en la entrada. Parecía cansada, deprimida y enferma... completamente distinta de la radiante mujer de esa mañana. Sentada sobre una piedra del jardín, Garbo rumiaba algo sobre los horrores de rodar “esa espantosa Susan Lenox, de su fatiga y su insomnio”. Finalmente, dijo: “No hablemos. Tiene tan poco sentido hablar y tratar de explicar las cosas. Mejor sentémonos y no digamos nada”. Así que las dos se sentaron, calladas como piedras, mientras las sombras de los eucaliptos se estiraban sobre el parque y el sol se hundía lentamente tras los arbustos. “Ahora debes irte a casa”, dijo Garbo. De Acosta había pasado otra prueba.
Un caluroso día de julio, Garbo llamó a De Acosta para anunciarle el fin de Susan Lenox –”el fin de mi prisión del momento”– y la invitó a visitarla. Luego, De Acosta hizo de chofer en el auto de Garbo, y manejaron a lo largo de la costa, hasta Castelammare. Estacionaron y subieron por la montaña, surveyed el mar plateado por la luna, y escucharon a los martingalas. Encantada una con la otra, las dos hablaron de temas profundos y triviales durante horas.
“Entonces, finalmente –escribió De Acosta, a la manera de los romances contemporáneos–, mientras la luna se hundía y desaparecía, y un pequeño destello de luz aparecía en el este, permanecimos en silencio. Lentamente vino el alba. Mientras el sol salía, bajamos la montaña, y cortamos unas rosas mientras nos íbamos.”
Esa tarde, Garbo llamó a De Acosta y le pidió que pasara en la mañana siguiente, temprano. Cuando llegó, encontró a la criada de Garbo haciendo las valijas para un viaje. El chofer de Garbo, James, iba al volante. “Perdoname. Sólo estoy muy cansada”, dijo Garbo a De Acosta. Iba a estar sola durante seis semanas en la cabaña de una pequeña isla, propiedad de Wallace Beery, en un lago de Sierra Nevada. Jurando guardar el secreto, la enferma de amor regresó a su casa melancólica. Allí la esperaban otras malas noticias: East River, su película con Negri, había sido cancelada. Dos noches después, Garbo llamó: “Estoy volviendo. Fui a la isla, pero vuelvo por vos. Estoy a unas 300 millas, y a una velocidad constante, así que llegaré a tu casa por la tardecita, quizás un poco tarde. ¿Podés venir a la isla?”. Cada algunas horas, llamaba y decía: “¡Me estoy acercando!”.
Cuando Garbo y su chofer finalmente llegaron, alrededor de la medianoche siguiente, los esperaban un pollo asado, champagne y delicadezas chinas. Garbo pasó la noche con De Acosta. Al finalizar la tarde siguiente, sefueron, el chofer al volante y De Acosta y Garbo sentadas como niñas en el rumble seat. Cruzaron el ardiente desierto de Mojave, viajando de noche todo lo que fuera posible, parando dos noches en hoteles pequeños, y el tercer día empezaron a escalar la Sierra Nevada. Desde un pico pudieron ver el Silver Lake, a catorce millas de distancia, con la islita de Bery y su cabaña visible a media milla de la costa. Alrededor de ellos, soar las grandes montañas de picos nevados. El chofer las ayudó a cargar un pequeño bote con provisiones, y lo instruyeron para que volviera cuando el período de vacaciones terminara, sin informarle a nadie dónde estaban.
Garbo remó hasta la isla. “¡Debemos ser bautizadas de inmediato!”, gritó mientras se sacaba la ropa, y se tiró al agua helada del lago, y cortó el agua con las brazadas de una nadadora capaz de cruzar el canal. Y luego comenzó lo que De Acosta recordaría como “las seis semanas perfectas de toda una vida”. (En verdad, el idilio fue algo más breve que eso.)
De vuelta en Hollywood, la ciudad se maravilló ante la evidente nueva felicidad de Garbo, y debatía los encantos de su nueva novia. Rápidamente, la influencia de De Acosta se hizo sentir en la vida de Garbo. La persuadió de alquilar una casa más luminosa, más lujosamente amueblada en North Rockingham Road, en Brentwood –a sólo una cuadra de la casa de De Acosta–, con una cancha de tenis y un parque que daba al cañón y las montañas. Las amantes fueron dichosas... por un rato. Hasta Tallulah Bankhead, que estaba loca por Garbo, no pudo meterse entre ellas, a pesar de sus continuos esfuerzos en Hollywood al año siguiente. Pero De Acosta y Salka Viertel rápidamente se convirtieron en rivales tanto por el corazón de Garbo como por el privilegio de trabajar en sus guiones. En los enfrentamientos que mantuvieron, Vertel, una estratega superior, ganó muchas batallas. A principios de los ‘40, Viertel era una ganadora tan clara que De Acosta se mudó nuevamente a Nueva York. Ahora, las ocasionales cartas de Garbo simplemente asignaban a De Acosta quehaceres domésticos como la compra de chinelas y tintura para telas. Pero años más adelante, en esa misma década, las cartas de Garbo se volvieron amables, tiernas y bromistas. Se dirigía a su antigua amante como “Cariño”, “Pequeña”, “Dulce niña”, “Querido muchacho”, “Querido/a Señor/a”, o “Señorita Merc”. A principios de los ‘50, cuando De Acosta vivía en París, Garbo realmente estaba empezando a ponerse celosa de la nueva novia de De Acosta, Poppy Kirk. Los acercamientos entre las dos antiguas amantes declinaron y florecieron esporádicamente hasta el 1º de enero de 1960. Ese día, De Acosta publicó sus memorias, Aquí yace el corazón (Here Lies the Heart). El libro era explícitamente discreto. Pero no para el parecer de Garbo. Cuando su autora llamó a Nueva York ese día de Año Nuevo, la actriz anunció categóricamente: “No quiero hablar con vos”. Y no lo hizo. Greta Garbo nunca volvió a hablarle a Mercedes de Acosta.
Del libro “The Girls: Sappho goes to Hollywood”, publicado en octubre
del 2000 por St. Martins Press.

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