SOCIEDAD
¿Quién los protege?
Una medida cautelar –incluida en el mismo capítulo del Código Procesal Civil y Comercial de la Nación– habilita a los jueces de familia a institucionalizar a los menores que considera en riesgo separándolos de sus madres –en la mayoría de los casos, solas–. Se trata de la Protección de Persona, una herramienta usada para un nuevo modelo de apropiación de niñ@s que tiene vigencia en plena democracia y victimiza sobre todo a las familias pobres.
Por Marta Dillon
Informes: Florencia Gemetro
Emilce se apoya en sus papeles como si esa carpeta manoseada y envuelta prolijamente en plástico fuera la base que la sostiene erguida, entera, segura de que para cada palabra que dice hay una prueba que la avala. Es mediodía en el departamento de Flores y el sol que la acaricia también aclara los ojos verdes que una sola vez en todo el relato la traicionan con un desborde que ella no se permite. Porque lo que tiene que hacer es “luchar, seguir luchando”, estar tranquila, se repite, porque si no las cosas empeoran. Está tan acostumbrada a las evaluaciones de distintos profesionales que conoce perfectamente el costo de un instante de bronca, la alerta que genera la expresión de la impotencia. Por eso cuando su memoria vuelve a esa madrugada dos años atrás, a la última vez que se deshizo del sueño al mismo tiempo que del abrazo de su hija, tan calentito, dice, tan apretado, baja la cabeza, se quita con sus dos dedos índices una lágrima de cada ojo y pide un vaso de agua, “para aguantar”. Fue a mediados de marzo de 2002 cuando golpearon la puerta de su habitación de hotel “un hombre altísimo, de traje, una mujer y un policía” que la amenazaron con usar la fuerza si se negaba a entregarles la niña que seguía durmiendo en su cama. Camila (un nombre de fantasía, por supuesto) tenía cinco y una historia difícil que su madre reconoce al punto de considerarla “como la que más me necesita, la más aferrada a mí”. De hecho aquel día de marzo madre e hija empezaban a gozar otra vez de la única seguridad de estar juntas. No hacía un mes que Emilce había dejado el Hospital Ramos Mejía después de casi dos meses de internación en los que estuvo al borde la muerte. La quinta cesárea que le habían practicado –con un diagnóstico reservado por placenta previa oclusiva total sobre vejiga– le había ocasionado una hemorragia que en cinco horas de intervención los médicos sólo pudieron “taponar” sin muchas esperanzas de que la mujer se recuperara después de haber tenido que resucitarla tres veces. Sin embargo, Emilce había tenido un niño sano, de más tres kilos que pronto afianzaría el verde de sus ojos, iguales a los de su madre. Siguieron diez días de inconciencia de la mujer y muchos más hasta que pudo estar lo suficientemente entera como para ver a Camila y decirle que por ahora no, no iba a tener que mirar a las estrellas para adivinar en cuál estaba mamá. Porque cuando Emilce se internó para tener a Jaime (otro nombre elegido para esta nota) ya le habían dicho que tenía pocas posibilidades de sobrevivir al parto. Y ella preparó a la nena para lo que vendría, del modo en que pudo, de acuerdo a sus recursos. ¿Por qué entonces ahora se estaban llevando a Camila de su lado? ¿Qué quería decir el hombre de traje que aludía a un “mandamiento de secuestro y traslado de la menor” que cumplirían aunque tuvieran que usar la fuerza? ¿No le alcanzaba a la gente del juzgado con haberle impedido retirarse del hospital con su hijo menor? Porque así había empezado a cercarla la intervención judicial que usando una medida cautelar del Código Procesal Civil y Comercial (CPCC), la Protección de Persona, había dispuesto la guarda de su hijo mientras ella agonizaba. Y que ese día de marzo se ejecutaba también sobre su hija, poniéndola a disposición de un juez civil que había ordenado, expresamente, “requerir la inmediata ubicación (de los hermanos) al cuidado de dos amas externas diferentes”. En el mismo acto no sólo se separaba a los hijos de su madre, sino también a los hermanos entre sí, sin ninguna explicación sobre este último punto. Dos años después de haber sido tomada aquella medida, Emilce sigue separada de sus hijos. Y lo que es peor, a pesar de los informes positivos sobre su relación con ellos que brindara la profesional a cargo de evaluar la vinculación de la familia en noviembre del año pasado, en diciembre de 2003 el juez decidió decretar el estado de abandono y preadoptabilidad de Camila y Jaime. Las razones más contundentes que describe el juez y que forman parte de ese cúmulo de papeles en los que se apoya Emilce hablan de la historia personal de la mamá –“ha formado pareja con distintos hombres, de quienes está totalmente desvinculada”–, y de una descripción de su situación que no es otra que la de una mujer con escasos recursos económicos, una salud delicada y dos hijos a cargo. En fin, una historia similar a millones de otras, sólo que esta vez entró en el circuito de la judicialización que, lejos de ayudarla, la asfixia. La sentencia del juez ha sido apelada; Jaime, hasta ahora, no sabe lo que es convivir con su mamá.
El caso de Emilce no es uno aislado. Entre 2003 y 2004 se conocieron por este mismo diario otras dos situaciones tan arbitrarias como ésta, la de Arminda Martínez, en Mendoza –encarcelada cuando su hijo menor murió a causa de la desnutrición que padecía– y la de otra mujer en Tandil a la que también habían privado de la guarda de su hijo por la única razón de la pobreza. Pero son muchísimas más las familias que año a año se desintegran por la aplicación del artículo 234 del C. P. C. C. de la Nación y que está instaurado en la gran mayoría de los códigos procesales de las provincias. Familias que como rasgo común comparten la pobreza y la exclusión y que, según la experiencia de quienes suelen patrocinar estos casos, suelen estar a cargo de mujeres solas. En la Ciudad de Buenos Aires, por caso, el año pasado se abrieron 1414 expedientes bajo esa figura que supuestamente separa a los hijos e hijas de su familia para protegerlos de supuestas situaciones de riesgo, pero a la vez los institucionaliza, ya sea bajo el cuidado de amas externas, en hogares o institutos de menores, iniciando un recorrido que difícilmente se revierta, al menos en el corto o incluso en el mediano plazo, deteriorando los lazos filiales e incluso fraternales. “Lo que suele suceder es que aparece una conducta que es distinta de los cánones habituales y se hace una denuncia para que se inicie la Protección de Persona. Esta conducta diferente, que puede ser por falta de concurrencia a la escuela o por desnutrición, por ejemplo, lo que está evidenciando es una situación social que exige atención del Estado para revertirla, ya sea a través de programas sociales u otras herramientas del poder administrador, pero de ninguna manera debería protegerse a una persona violando sus derechos. Y la Convención Internacional de los Derechos del Niño (CDN) es clara en su artículo 9 que habla del derecho a permanecer con sus padres”, dice Nelly Minyersky, abogada especialista en derecho de familia.
Pero además, al ser ésta una medida cautelar, lo que origina es un proceso autónomo, al margen del debido proceso. En la mayoría de los casos esta medida no se origina por la comisión de un delito del padre o la madre contra sus hijos sino por las carencias de éstos para brindarles lo que también es su derecho: vivienda digna, educación, contención, alimentación. “El Estado –a través de los jueces– se erige en defensor de los niños y dice que con sus madres no están bien, no están atendidos, pero las causas de esta carencia no son imputables a ellas, si hubiera una situación de violencia hay otros procedimientos para protegerlo. Pero en esta figura se entiende como contrapuesta la protección del niño al derecho de la madre, pero la vulnerabilidad de ésta merece ser atendida para que pueda brindarles a sus hijos lo que necesitan”, explica Gimol Pintos, abogada a cargo de la comisión de minoridad del Patrocinio Gratuito de la Universidad de Buenos Aires.
Y lo peor es que, por las características de esta medida cautelar, la Protección de Persona se puede extender indefinidamente, hasta que lo decida el juez o hasta que el o la menor deje de serlo. “Esto se constituye en una profecía autocumplida –agrega Laura Musa, diputada nacional integrante de la Comisión de Minoridad y Familia, quien acaba de presentar un proyecto para modificar esta medida cautelar restringiendo la discrecionalidad de que ahora gozan los jueces–, porque después de un tiempo que un chico está institucionalizado empiezan a adolecer todas las razones que originariamente convertían en culpable a la familia. Generalmente esto atiende al sector más pobre de la población, las razones son siempre derivación de la pobreza: porque el chico no concurre asiduamente a la escuela, porque en el hospital dicen que está mal nutrido. Esto para los jueces configura un cuadro de abandono que es apto para que se dicte su estado de adoptabilidad y así se constituye una fenomenal transferencia de recursos de las familias más pobres, de las mujeres solas y pobres, a las personas que, con todo su derecho, buscan adoptar. Pero lo que no se ve es cómo está impregnado de ilegalidad el origen del proceso. Para nuestro entender es una apropiación indebida de chicos, ahora en democracia, por parte del Estado”.
Hace diez años Gimena quedó embarazada. Estaba confundida, sin trabajo y su pareja no tenía planes de ayudarla. A pesar de haber trabajado largo tiempo como auxiliar de la salud, en la década del ‘90 una reducción de personal la dejó en la calle justo –y se puede inferir que no casualmente– cuando cursaba el quinto mes de embarazo. Fue esa confusión, esa impotencia la que la llevó a decir, en uno de los controles que se hizo en la Maternidad Sardá, que tal vez lo mejor sería dar en adopción el hijo que iba a parir. Fue esa sola declaración la que la incluyó, de buenas a primeras, en un abrazo de boa cada vez más cerrado y del que todavía no puede salir. Entonces la maternidad se comunicó con el Consejo del Menor y la Familia y la ingresaron en lo que se llamaba, durante la administración de Atilio Alvarez, Programa de Prevención del Abandono. Poco importó que ella después dijera a quien quisiera escucharla que quería hacerse cargo de su hijo, que de alguna manera iba a salir adelante, que lo único que necesitaba era apoyo para poder trabajar, tal vez con una guardería que pudiera atender a su hijo en esas horas... Pero sobre el hijo que se gestaba en el vientre de Gimena se abrió un expediente de Protección de Persona por nacer, ella ni siquiera fue notificada. Según la ley vigente no tiene por qué ser notificada ya que ni siquiera se la considera una contraparte. Sólo se le dijo que la única manera de salir de la maternidad con su hijo era ingresando a un hogar para madres solteras donde podía permanecer con el bebé, pero de ningún modo sacarlo. Desde 1994 reclama de diversos modos, se ha sometido a los tratamientos que le indicaron, ha concurrido a las visitas semanales de una hora de duración; o de dos, según el régimen del ama externa que tenía en guarda a su hijo. Faltó a algunas visitas, es cierto, a veces no tenía dinero para el pasaje o ponía en riesgo el trabajo que el mismo juez consideraba necesario para poder hacerse cargo de la manutención de su hijo. En 2002 se declaró el estado de adoptabilidad de Luis (como siempre, un nombre de fantasía) basándose en un informe negativo sobre su actitud del año 1996, a pesar de que en febrero de 2000 la defensora de menores que llevaba su caso dictamina no sólo el egreso de Luis del Programa de Amas Externas sino que resalta “que han desaparecido las causas que motivaron el inicio de las presentes actuaciones y que la madre ha modificado su conducta desempeñándose en forma responsable, manteniendo una vinculación adecuada con (Luis)”. Todavía hoy continúan las apelaciones y a ella se la sigue observando por medio de profesionales que ponen en juego sus valores personales a la hora de dictaminar si está apta o no para maternar a su hijo. Mientras, el tiempo sigue tallando una relación entre una mamá y un hijo que nunca convivieron, que no pueden compartir cumpleaños ni vacaciones porque a esto se dedica el ama externa que sigue teniéndolo a su cargo y que, justamente, es quien manifiesta su deseo de adoptarlo, a pesar de que esté expresamente prohibido en la reglamentación que rige este modo de guarda. En su expediente hay una frase que resuena en la letra del defensor de menores: “Es claro que pasado largo período de separación se corre el riesgo de que ese niño se integre definitivamente a la familia sustituta y que se torne imposible su regreso a la de origen. (...) siendo así, estimo que la cuestión no tiene retroceso. Si puedo hacer otra cosa con el menor y su familia de origen, constituye una pregunta ociosa en este momento”. La resonancia tiene que ver con que éste fue el argumento usado para no restituir a los hijos de desaparecidas nacidos en cautiverio y luego apropiados. Si aquí también hay una familia que reclama, ¿cuál sería la diferencia si los derechos que se violan son los mismos que durante la dictadura?
Emilce muestra las fotos de sus hijos, tomadas en alguna de esas visitas semanales en las cuales, durante dos horas –un parpadeo apenas para su ansiedad– tiene derecho a maternar a sus niños y además demostrar a la trabajadora social que nunca la deja sola, que puede hacerlo, que sabe hacerlo, que quiere. Y de hecho, su conexión con su hija es tal que fue Emilce quien, en esas pocas horas, descubrió que Camila era maltratada por el marido del ama externa que tenía su guarda –Familia cooperante Carranza–, quien la encerraba en el baño por la noche y hasta llegó a arrancarle parte del cuero cabelludo. En su relato se filtra la impotencia, aunque quiera disimular, sabe que en su expediente hay informes que dan cuenta de su “irritabilidad” y que traducen que ella se siente “perjudicada por el entorno”. ¿Y de qué otra manera podría sentirse? Su caso se inició mientras ella estaba inconsciente y contaba con el único apoyo de una amiga que solidariamente estuvo a cargo de su hija Camila durante toda la internación, además de proveer al hospital desde pañales hasta medicamentos. Sin embargo, como esta amiga tiene un “matrimonio bien constituido”, pero no puede tener hijos, una asistente social consideró que el único interés de esta persona era quedarse con el recién nacido. Así, su amiga se convirtió en una “extraña” para el juez que leyó el informe de la asistente social, con intenciones “sospechosas”. Mientras que Emilce, canalizada hasta en la última de sus venas, agonizante por momentos, con trombosis múltiple y una debilidad lógica de su estado aparecía en los informes como “desapegada del recién nacido”. No contó que al otro día de su alta médica fuera al juzgado a reclamar por Jaime a pesar de los dolores que padecía –le extirparon la mayor parte de la vejiga, además de haberle practicado una histerectomía completa–, la debilidad y sus escasos recursos que no alcanzaban siquiera para pagar un taxi. Según una investigación realizada por Elinor Bisig (Estado de abandono, judicialización de niños: 1999), los mecanismos establecidos en la figura de Protección de Persona reconocen que los técnicos –asistentes sociales– tienen la palabra autorizada con la investidura de idoneidad que les otorga el Estado. Así, diagnostican a partir de una mirada acorde a su clase: “Aparece entonces un conjunto de expectativas, de conductas, que son propias de otros estratos sociales (...) que apuntalan la ficción de que la mejor solución para un menor perteneciente a un medio familiar deficitario es la adopción”. En ese sentido, ¿podría cualquier persona de clase media decir que es lo mejor para un niño estar a cargo de una mujer convaleciente que como vivienda digna cuenta con una habitación de hotel? Seguramente no, pero lo cierto es que ésa es la realidad de millones de familias y en lugar de castigar a esa mujer quitándole la guarda de sus hijos –una de las situaciones que refiere el juez Hernán Coda, a cargo de su caso, como grave para los niños es el “colecho con adultos”– bien podría asignarle algún tipo de ayuda para revertir su situación. “Me pidieron que me mude, conseguí una casita chica, más lejos, pero era una casita. Empecé a trabajar vendiendo perfumes y pegando lijas para hacer limas para uñas, ganaba 400 pesos, y te puedo asegurar que con eso puedo arreglarme. Y resulta que me dicen que no alcanza. ¡Yo soy la madre, aunque tenga sólo arroz para darles de comer!”. “Las asistentes sociales no reciben ninguna formación específica porque no hacen los análisis, describen una situación, después hay que calificar esta situación y ésta es tarea del juez, pero resulta que estos profesionales terminan siendo un brazo accesorio del juez que sirve para justificar una medida tomada a priori”, agrega Laura Musa.
Laura tiene 31, tres hijos, ninguno a su cargo. Cuando el mayor de ellos, digamos, por decir un nombre, José, de 7, llegó a la escuela con la marca de un golpe en su cara, se lo derivó al Hospital Penna que terminó dando intervención a un juez. Entonces Laura estaba embarazada, sin trabajo fijo, y sola. Su última pareja había abusado de la hija de ambos, la segunda, de 3, y ella lo denunció, al mismo hospital y a la policía. Todavía debe estar pensando si ése no habrá sido su error, si no hubiera sido preferible alguna medida de acción directa, una justicia por mano propia como la que se les permite a otros sectores sociales cuando protegen sus bienes. Lo cierto es que los hermanos fueron separados, José está en un instituto de menores –en Luján– y la niña, con un ama externa. La Protección de Persona también se aplicó a su hijo todavía no nacido. Ella se negó a retirarse del hospital sin el bebé y fue entonces cuando perdió el plan social que le habían otorgado por no poder realizar la contraprestación que debía. También perdió, por un tiempo, el subsidio para pagar el hotel donde vivía por ausentarse demasiado tiempo. La profecía también se cumplió con ella, sin medios para sustentarse, sin vivienda, ¿cómo le iban a devolver a los niños? ¿Cómo hace para ir de Luján a Paternal y de ahí a un hogar para visitar a sus tres hijos? ¿Importa que sus mejores fantasías hablen de una convivencia en familia, lejos de la mendicidad que también surge como indicador de riesgo a la vista del juez? ¿Por qué se separa a los hermanos si se supone que la medida cautelar no es definitiva sino que protege al menos hasta tanto se puedan asegurar sus derechos? Las mujeres que aquí cuentan su historia no pueden dar su nombre y apellido, las abogadas que las representan no quieren que las identifiquen para no generar más rispideces con los jueces de familia, para no volcar en su contra la mirada de quienes tienen poder discrecional para decidir. Emilce quisiera dar la cara, que el mundo entero vea que ella y su pareja quieren casarse para asegurar la estabilidad de sus hijos, que hay una familia que la apoya, que ya no está sola y que entre los dos pueden llegar a ganar el dinero suficiente para alimentar a los chicos. Que Camila y Jaime la quieren, la reconocen, que hasta los profesionales involucrados se sorprendieron cuando, aprovechando la inminente feria judicial, el 30 de diciembre, el juez decidió “descartar” a Emilce no para tener la guarda de sus hijos sino también como “vínculo sano” para ellos y que lo mejor es darlos en adopción. Después los niños se fueron de vacaciones con el ama que los tiene a cargo y durante un mes y medio ni siquiera supo de ellos. Que el derecho a la identidad, dice Emilce, es también que “no le corten el pelo a mi hija, porque yo se lo cuido, porque es hermoso y a ella le encanta. Que no le pongan ropa más grande que su talle, que hay que sacarle la cera de los oídos porque siempre tuvo problemas con eso”. Sin embargo no puede decir su apellido, no puede sacarse fotos más que con un contraluz que proteja su identidad, porque tal vez, si alguien se siente ofendido, las cosas empeoren para ella, el tiempo siga pasando, sus hijos sigan creciendo lejos de ella. La figura de Protección de Persona es la que mejor perpetua la Ley de Patronato, esa que se creó en un momento –principios del siglo XX– en que buena parte de esta sociedad se sentía amenazada en su identidad y seguridad por las corrientes migratorias y los excluidos que esa avalancha había generado. Hay un solo proyecto –de Laura Musa– para derogarla, pero el pronóstico no es alentador. En diez años de vigencia constitucional de la CDN todavía no se pudo adecuar la ley interna para que los niños, niñas y adolescentes sean considerados sujetos de derecho y no objetos de los que un juez puede “disponer”, “desplazar” y “delegar” (Bisig, 1985). Mientras tanto, la protección se confunde con institucionalización y los derechos más elementales –a la identidad, a la intimidad, a no ser separados de sus padres– se siguen violando y la intervención judicial lejos de asegurar el bienestar de quienes dice proteger los asfixia y les escribe un destino del que pocos escapan –a la institucionalización le sigue el aprendizaje de prácticas delictivas, el temor a acercarse a cualquier institución, aun las de salud o educación–. Como dice Bisig, la vigencia de estos procedimientos lo que muestra es “un profundo conflicto de carácter estructural, del cual la minoridad como ‘problema’ es sólo un síntoma, en tanto segmento social más expuesto y que ofrece mayor vulnerabilidad a la segregación, provocada por un sistema que no ofrece a determinados sectores garantías, en tanto los desconoce como sujetos de derecho”.