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Viernes, 26 de marzo de 2004

ENTREVISTA

Sobre el terreno

Miriam Lewin, sobreviviente de la ESMA, volvió a transitar esos lugares que 25 años atrás caminó engrillada. Sin embargo, su nombre es más conocido ahora por las investigaciones que llevó adelante tanto en Canal 13 -Telenoche Investiga– como en América, donde el año pasado co-condujo PuntoDoc. Aunque ahora es productora periodística de ese programa, la decisión de relegarla del lugar más visible –la conducción– abre la pregunta sobre el lugar que asigna la televisión a las mujeres.

 Por Soledad Vallejos

Veinticinco años habían pasado desde que pisara por última vez ese lugar. Era enero de 1979 cuando salió de allí para regresar a la casa de una familia, la suya, que había abandonado un día de 1977, decidida a continuar como militante en la clandestinidad. Miriam Lewin tenía, al momento de abandonar la ESMA y el estatuto de desaparecida para ingresar en una asfixiante situación de libertad controlada en el mundo público, 21. A los 19 había sido secuestrada por la Fuerza Aérea, que la retuvo para entregarla, casi un año después, a la Marina. Fueron 25 años en los que esa jovencita se convirtió en la mujer cuyo rostro viene asociado al periodismo de investigación televisivo casi como sinónimo, especialmente desde que empezó a dejar su sello en PuntoDoc –el año pasado como productora y conductora, este año como columnista y productora periodística– pero también gracias a investigaciones memorables hechas públicas durante su paso por Telenoche Investiga –la trata de blancas en San Miguel con la anuencia de funcionarios públicos, la pedofilia del padre Grassi, entre otras–. En ese tiempo, también, testimonió en el Juicio a las Juntas y en uno de los Juicios por la Verdad Histórica; se reunió con otras cuatro sobrevivientes de la ESMA para lograr Ese infierno, un libro en el que las conversaciones entre ellas permitieron resignificar y retomar el planteo testimonial en la construcción de la memoria al demostrar cuántas dimensiones permanecían desatendidas en los relatos y análisis sobre la dictadura.
En esos 25 años, Miriam no había vuelto a trasponer las rejas que separan la ESMA de la calle.
–Yo no quería ir. Nos veníamos reuniendo con otros ex secuestrados de la ESMA –algunos relacionados entre nosotros y otros no– que fuimos convocados para discutir, entre todos los que pasamos por ahí, para que todos, además de los organismos, podamos participar y opinar. Y en una de estas reuniones se pidió que se dijera quién quería entrar el viernes que se iba a ir con Kirchner. Yo enseguida levanté la mano y dije: “Yo no”. ¿Por qué no? “Porque el día que vaya quiero estar sola, o con alguien muy querido, pero lo más sola posible para poder llorar. Porque me parece que es un hecho íntimo.”
Eso había dicho en un primer momento: que estaba convencida de que necesitaba afrontar ese regreso como un hecho individual, privado, rodeado de una contención cercana y personal, que sólo viviéndolo de esa manera sería posible para ella. Pero –si sobre la elección de las palabras pesan más que azares– algo del hecho colectivo y las necesidades compartidas, no tan en el fondo, persistían. Fue “una compañera” y no solamente una amiga quien, la noche antes de la visita con el Presidente a la ESMA, la llamó por teléfono.
–Munú (Actis, una de las coautoras de Ese infierno) me dijo: “Vos tenés que venir, es un día muy especial. Si te quebrás, va a haber alguien que te va a abrazar, va a haber algún hombro donde llorar. Vamos a entrar abrazados, tomados de la mano. Es mucho mejor entrar todos juntos que entrar en soledad”.
Y así entró, de la mano y en grupo después de haber bajado del micro en el que llegaron los sobrevivientes.


Una voz grave, firme y que no duda pero sí se permite callar en ocasiones, en un cuerpo pequeño que se planta ante el mundo con unos ojos clarísimos. Así es Miriam esta tarde en que hace un alto en las infinitas tareas que demanda ser productora periodística de PuntoDoc y productora general de los programas periodísticos de Cuatro Cabezas. Con esa misma serenidad y firmeza que la acompañaron el miércoles pasado durante el programa de Mirtha Legrand en el que –como invitada que compartía mesa con Ricardo Gil Lavedra, León Arslanian, Eduardo Aliverti y Mariana Pérez (hija de desaparecidos)– escuchó sin pestañear los engendros pre-ideológicos de señora de barrio devota de la teoría de los dos demonios de la anfitriona para demolerlos después, sin levantar la voz ni dejar resquicios en su discurso, Miriam se dedica por estos días a poner el cuerpo en un doble rol. Desde la visita, ha transcurrido algunas horas ejerciendo el doble papel de periodista y sobreviviente, de testigo y testimoniante, y hay algo en esa voluntad que combina su férrea creencia en la circulación de la información con la tácita decisión de ofrecer la propia vivencia como evidencia.
–Yo discutí mucho la propuesta de no permitir cámaras adentro de la ESMA durante la visita, porque era el apoderamiento por parte de la sociedad civil de un campo de concentración militar. Entonces, yo le decía a los compañeros: “A mí me parece que el hecho de que no haya cámaras adentro es funcional a los represores”. Porque la verdad es que el hecho de que nadie se entere, que se queden del otro lado de la reja no nos sirve a nosotros. Y el que quiera intimidad y sienta que se va a quebrar, decía, que vaya otro día, porque el hecho de que fuera el presidente Kirchner lo transformaba en un hecho político... en el buen sentido de la palabra. Las características de la visita fueron muy especiales. Contra lo que pensábamos, yo me quebré sólo en un momento, cuando estábamos ahí, debajo del edificio emblemático, el que tiene el escudo. Pero alguien me abrazó y a partir de ahí estuve entera. A pesar de que, desde afuera, algunos nos gritaban: “¡vivan las Fuerzas Armadas!”.
–¿Quiénes? ¿Los padres de alumnos del liceo?
–Sí. Pero algunos compañeros hacía la V, ¡como hace 30 años!, y ahí entramos. El primer lugar al que llegamos fue el sótano. Al sótano no se accedía por el mismo lugar al que se accedía cuando estábamos nosotros. Además, tenés que pensar que nosotros siempre circulábamos por el edificio encapuchados, solamente se nos sacaba la capucha –y a veces los grilletes– cuando estábamos en los espacios que se nos destinaban para trabajar. Pero incluso estando en capucha, antes de ser seleccionados para trabajar en ese plan político nefasto de (Emilio) Massera, estábamos con la capucha puesta, o sea que no teníamos mucho sentido de la distribución.
–En Ese infierno, ustedes recuerdan que era una especie de edificio mutante, siempre con cambios de estructura.
–Claro, constantemente lo iban modificando para que la gente no pudiera reconocerlo. Entonces, ¿qué pasó?, que bajamos al sótano y ahí empezó la discusión: “este no era el lugar, no se entraba por acá”; “sí, fijate, ahí estaban las salas de tortura, acá estaba la sala de diagramación donde falsificábamos los documentos, acá estaba el comedor...”. Constantemente estábamos tocando las paredes y las vigas, y tratando de ver si eran recientes, si había marcas de puertas cerradas, hasta que finalmente, en uno de los halls de entrada de planta baja descubrimos la entrada que usábamos al sótano –nosotros veníamos encapuchados siempre cuando bajábamos desde el tercer piso–: la habían tapado con una boisserie, con madera, y habían puesto un escudo de homenaje a una batalla, algo así, pero con bastante torpeza porque se veía el inicio de los escalones, se notaba que debajo de eso había una escalera. Entonces, ahí ya nos tranquilizamos. Subimos corriendo las escaleras hasta el 3er. piso, habían cambiado el acceso a ese nivel, a "Capuchita", de una manera también bastante torpe, porque se veía el cemento más rugoso pintado, habían cambiado la distribución de varias habitaciones que eran más grandes y las habían dividido por la mitad, habían cambiado la ubicación de los baños.
–¿Durante la visita, mientras iban reconociendo, se iban quedando en las habitaciones para ver estos detalles?
–Nos íbamos quedando. Y además entrábamos y si había un marino, o un personal civil, le decíamos “¿nos pueden prender la luz?”. “Sí, cómo no”... ¡Era una cosa muy extraña! Eramos como dueños del edificio, nadie nos paraba, abríamos las puertas, nos metíamos en las habitaciones, no había ninguna limitación: estábamos con el Presidente. Entonces, en un momento, hacíamos un aparte dos o tres de nosotros, empezábamos a discutir dónde estaba, por ejemplo, la entrada de "Capuchita". Yo decía que, para mí, uno de los baños había sido transformado en habitación, y me guiaba porque había una persiana americana que en esa época estaba podrida porque tenía toda la humedad del baño, y ahora sigue estando podrida. Estábamos permanentemente buscando esas pequeñas señales arquitectónicas que nos indicaran cómo habían sido las cosas antes y cómo las habían modificado. Una de las cosas que más nos llamó la atención fue el calor que hacía tanto en "Capucha" –que estaba casi igual– como en "Capuchita". En uno de los pasillos habían dejado una de las camas que nosotros usábamos en los camarotes –porque había secuestrados que dormían en el piso–, y en otro momento nos paramos con Cristina Kirchner frente a la habitación donde tuvieron detenida a la hija de Rosa Roisinblit, Patricia, de cuyo parto yo fui testigo. Yo no podía sino imaginarme a Rosa y a Mariana, la hija de Rosa, paradas en esa habitación, una habitación en un pequeño bajoescalera, triangular, sin ventilación ninguna, calurosa. Una de las cosas que más me impactó fue que hubo una pareja de compañeros que fueron secuestrados en Uruguay y llevados a la ESMA con su bebita de tres meses. Esta bebita el viernes entró con ellos en la ESMA, y fue una experiencia muy conmovedora verla caminando por los pasillos. Otra cosa muy conmovedora fue que, detrás de la reja, en la calle, había amigos y parientes que –si bien no pudieron entrar– nos gritaban, nos acompañaban. Fue una experiencia inolvidable para mí, y creo que para todos.
–¿Te imaginabas que esa visita o la conversión de la ESMA en museo iba a pasar?
–Yo tampoco me imaginaba en la época de la dictadura el Juicio a las Juntas, ¿no? Me acuerdo cuando estaba en Estados Unidos (N. de R.: donde estuvo exiliada desde 1981, cuando obtuvo permiso para salir del país) y había un judío norteamericano que me decía: “Ya les va a llegar el juicio de Nuremberg”. Yo me reía, decía “esto es la Argentina, acá no va a llegar nunca”. Pensaba, jamás va a pasar, jamás va a haber justicia, jamás los vamos a ver sentados en el pasillo... en el banquillo de los acusados. Van a gobernar por 40 años más. Porque francamente, después del Mundial yo tenía la sensación de que ellos tenían tanto consenso que iban a gobernar por muchos años más, y que nunca iban a tener que rendir cuentas de nada.
Como otras y otros sobrevivientes, varias veces Miriam vivió una de las mayores pesadillas permitidas por las leyes de perdón: la evidencia de que compartía espacio público y libertad con sus torturadores, a los que llegó a encontrarse en espacios tan comunes como Corrientes y Paraná. Una vez, cerca de Tribunales, se cruzó con el subcomisario Roberto Oscar González, alias Federico. “Me acuerdo de que era la época de las declaraciones de Scilingo –contó en Ese infierno– porque yo le pregunté cuándo iba a hablar y me respondió que si él pensara que servía para algo, lo haría. Que tomaría un micrófono y hablaría una hora y media, pero que creía que no servía para nada. Yo le respondí que a mí me parecía que sí servía, porque había mucha gente que seguía sin saber qué había pasado con sus familiares desaparecidos. Entonces me dijo que ese tema había que discutirlo. Y le contesté: ‘Lo que ustedes hicieron es una barbaridad... Para mí en la ESMA tendría que haber un Museo del Horror, para que todo el mundo sepa las atrocidades que ustedes cometieron’.”
–Vos en ese momento hablabas de un museo “del horror”, y lo que se está planteando desde el Gobierno en este momento es un museo “de la memoria”, ¿no te parecen propuestas muy diferentes desde lo simbólico?
–Fundamentalmente creo que el primer paso es la expropiación, el reapoderamiento por parte de la sociedad civil de ese predio. Y después empezará el otro debate. Primero, hay que ver si queda alguna prueba que pueda ser utilizada por la Justicia, cosa que personalmente no creo porque han tenido 25 años para ocultar. Pero bueno, a lo mejor nos llevamos alguna sorpresa. En todo caso, me parece que tenemos que ser abiertos. En las charlas que hemos tenido entre sobrevivientes, todos decimos que sobre este tema no estamos seguros de lo que pensamos. Sabemos, sí, que el predio tiene que ser recuperado, pero nadie tiene la convicción inamovible de que “esto tiene que ser de esta manera y nada más”. Eso tiene que ser un debate. Hay gente que dice que está demasiado impregnada de muerte como para que se pueda usar con fines educativos o para un campo de deportes. Hay gente que dice que tiene que quedar vacío, que tiene que ser un lugar para la meditación y el silencio. Hay gente que cree que tiene que haber objetos, que tienen que reconstruirse las salas de tortura, que tiene que haber una picana, que tiene que haber un camastro, que tiene que ser crudo. Hay otra gente que, en cambio, dice que hay que ver cuánto de esto va a estar dispuesta a tolerar la sociedad. En Europa, están los hornos. En Majdanek –el campo de concentración de Lublin– están los huesos que fueron recogidos en los campos circundantes, son los restos de los cuerpos incinerados, y están en una enorme urna, en un osario común. Y es horroroso. Pero sucedieron cosas horrorosas. Mi posición es: nadie va a obligar a nadie a visitar ese museo, no podemos edulcorar la realidad; ir es una decisión individual, pero eso tiene que estar ahí. La realidad fue esa: se torturó, hubo grilletes, hubo capuchas, hubo picanas, hubo submarinos secos, hubo encierro, hubo calor, hubo ratas. Todo eso está presente. Para nosotros, que ese lugar se abra a la comunidad es una reivindicación que nunca hubiéramos imaginado. Siempre se hablaba del Museo de la Memoria o del Museo del Horror, pero no sabíamos si lo íbamos a ver nosotros, si íbamos a estar con vida. ¿Cambiamos de tema?


“Ella no lo quiere decir porque es muy humilde, pero es la productora periodística del programa”, desliza la encargada de prensa de Cuatro Cabezas, y razón no le falta. Aun cuando el de Miriam sea uno de los nombres ineludibles del periodismo de investigación de la televisión actual, aun cuando sea la suya la única presencia femenina que habita desde hace tiempo esa potestad tan imprecisamente masculina que viene a ser –para la percepción popular y el imaginario que se esfuerza en construir el discurso televisivo– el poner el cuerpo en el campo y no solamente en la seguridad del estudio, aun cuando esta temporada el aire de PuntoDoc la encuentre como columnista y no como co-conductora, Miriam no dice palabra al respecto. No mencionará el hecho de que, aun cuando para los códigos de la tele resulte evidente que ser columnista de un programa es una tarea menos prestigiada que conducirlo, este año la temporada del envío promocionó como una suerte de ascenso simbólico a su favor el hecho de haber abandonado el piso. No hablará, tampoco, del curioso dato de que, en todas las horas de aire de la programación local (en televisión abierta), solamente dos mujeres llevan adelante un trabajo periodístico no necesariamente referido a espectáculos, ni estrictamente limitado a la presentación de noticias o la crónica al paso: ella y Lorena Maciel -periodista incorporada este año a PuntoDoc–. Pero Miriam no habla de eso, sencillamente, porque cree que en estos momentos es preciso debatir el papel de la investigación periodística en Argentina.
–En estos momentos en que hay un discurso periodístico tan homogéneo, tan férreo y orientado hacia otras zonas, puede resultar difícil para el periodismo de investigación encontrar resquicios para conseguir un público y para armar un discurso que pueda ser recibido.
–Me parece que lo que hay que conseguir, o a lo que hay que apuntar es a ocuparnos de los temas que afectan la vida cotidiana. Digamos, la gente se indignó con el tema de Pontaquarto. Saber que realmente sucedió lo que uno sospechaba, conocer los detalles, el recorrido del auto, la plata en el baúl, todo eso a la gente no deja de indignarla. Y creo que los periodistas de investigación, de cierta forma, estamos ayudando a escribir la verdadera historia de este país, porque de otra manera volvemos a la historia de Mitre, la historia edulcorada, de los ganadores, de los vencedores, de los que tienen el poder. Nosotros lo que hacemos es: “¿Ud. sospechaba de que esto sucedía de esta manera? Bueno, acá están las pruebas, acá está la firma de Fulano retirando la plata en efectivo para los subsidios de una fundación que nunca hizo nada y que no existe...”. El año pasado, desgraciadamente, temas para investigar no nos faltaron. Yo estoy absolutamente convencida de que, con esto, el periodismo de investigación no está minando el sistema ni a la sociedad ni la esperanza, lo está consolidando.
Suspira bajito. Está llegando la noche y el día laboral, sin embargo, todavía no termina. Es necesario pasar algunas horas más en las oficinas de producción, quizá realizar algunos llamados telefónicos, y seguramente llevarse a su casa la pila de hojas que ahora tiene en la mano para coordinar una investigación en pleno proceso. Le da placer, dice, “ver cómo la nota va tomando forma, cómo van apareciendo los datos y se va formando un rompecabezas”. Pero de alguna manera, mientras se deja llevar por esa suerte de juego detectivesco en el que se deleita como una niña con el sabor de lo llevado a término, con la convicción de que se han dado todos los pasos que se podían dar y algunos más también, con cierta sensación de deber cumplido (“¿cuál es la historia televisiva, cómo lo vamos a contar, hasta dónde tenemos que llegar, cuál es el papel que falta, a qué fuente hay que ir primero y a cuál después?”), Miriam extraña cierto contacto con la palabra escrita.
–Cuando hacía gráfica, me gustaba mucho hacer reportajes. Cuando los armaba les podía dar tensión dramática, en algún punto eran como una obra de teatro, y como yo amo el teatro –leo mucho teatro, veo bastante teatro–, me gustaba eso. Me gustaba armar como un escenario. Una vez, le hice una entrevista para una revista que nadie recuerda, que se llamaba Señales, a Riki Maravilla cuando Riki Maravilla no era nadie, cuando recién empezaba a despuntar. Estuve como seis o siete horas con él, y la verdad es que me impresionó. Y después hubo otra muy buena en la revista Delitos y Castigos a Federico Pippo. También estuve muchas horas con él, y ahí tuvo un fallido. Estábamos en una casa totalmente derruida y mugrosa ahí, en City Bell, donde él había vivido con su mujer, y en un momento él me comenta que tiene un pariente que actuó en una famosa publicidad de televisión. ¡Y entonces me dice: “Ahí también se mataron entre ellos, en esa familia también se mataron entre ellos”! Siguió hablando, no se dio cuenta. Y después me quería proponer que escribiera un libro sobre su vida, y me venía a buscar a la puerta de la redacción con un ramo de flores, ¡y yo tenía miedo de salir!
Multifacética, Miriam: de la gráfica a la tele, pero, antes, de la ficción para niños al periodismo. Tuvo tiempo alguna vez para escribir cuentos infantiles, publicarlos en libros de texto (“tengo un hit que se publicó hasta en Chile, en un libro de lectura, que se llama "La primera de la fila". Es autobiográfico, porque yo siempre fui la primera de la fila, y era un lugar sumamente incómodo, no te podías portar mal porque estabas a la vista de todo el mundo”), escribir en revistas locales (Cosmi-k, Chiqui Cosmi-k, Jardincito). Extraña, también, esas cosas.
–Pero este trabajo es muy absorbente y para eso necesitás tener más ocio creativo.

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