Vie 20.08.2004
las12

SOCIEDAD

Juliana marcha

Juliana Navarro tuvo un mal presentimiento la noche en que mataron a su hijo. Por eso estaba despierta cuando sucedió y hasta alcanzó a ver cómo, en donde no había nada, apareció un bolso con armas junto al cuerpo inerte que
justificaría los disparos policiales. Es una situación común, dice, en el Bajo Flores, donde vivió 23 años y de donde emigró hace pocos días. El costo de reclamar justicia, para ella, fueron las amenazas y el desarraigo.

Por Diego Genoud

Juliana se quedó intranquila esa noche. Lloviznaba en el Bajo Flores cuando su hijo, Héctor David Herrera, pasó a avisarle que no iba a volver. “Como algo por ahí y me voy a dormir”, le dijo y la dejó sobresaltada, eran las 10 y media de la noche. Tres horas después escuchó disparos; no es raro escucharlos en la villa, pero esa noche ella presagiaba lo peor. “Me subí a la escalera con mis hijos más chicos y me quedé sentada ahí. Temblaba como una hoja”, revive. Las piernas se le entumecieron entre la espera y la angustia hasta que sintió que le golpeaban la puerta. “¡Vieja, corré, andá a ver que lo tienen al David!”, le gritaron. En chancletas y con lo puesto, fue a los tumbos hacia los monoblocks. Cuando llegó, vio que cuatro policías de la comisaría 34ª rodeaban a un chico tirado sobre la calle de tierra. Juliana lo reconoció por las zapatillas, unas Adidas grises, rojas y negras. Tenía una gorrita de Boca y dos tiros en la espalda. Le habían pegado un culatazo y lo habían rematado en el piso. Así lo indica la autopsia que marca el recorrido de los proyectiles: de atrás hacia delante, de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda.
“Pelado, vigilante, dejame ver a mi hijo”, le gritó a uno de ellos. “Tu hijo es un delincuente. Si no te vas, te meto un tiro a vos también”, le dijeron. Juliana quería ver a David, saber si estaba vivo o muerto. Pero su ruego sólo recibió golpes como respuesta.


Eran casi las 2 de la mañana del 16 de abril y la lluvia no dejaba ver con nitidez las caras en la oscuridad de la noche. Pero una vecina, testigo clave del crimen, alcanzó a tocar a David y comprobó que estaba vivo, aun después de los dos disparos del cabo Alejandro Luzusain Albarracín, de la 34ª. A las 3 llegaron los canales de televisión y recién media hora más tarde apareció una ambulancia. Fue el intervalo de la muerte para David, el Zurdito, que logró vivir 16 años. Ya una parte del barrio se había autoconvocado para saber qué pasaba. Hubo momentos de nerviosismo y, por un instante, la bronca de los vecinos se convirtió en piedras de disgusto contra la policía. El fiscal de Pompeya, Adrián Giménez, fue el último en llegar, cerca de las 4 y media. A esa altura ya se había desplegado la puesta en escena. Un bolso negro con herramientas tirado al lado del Zurdito. Con eso justificaron la teoría del robo y de la persecución. Juliana advirtió a gritos que ese bolso no estaba cuando ella llegó; se lo habían plantado. Pero su grito no llegó a Tribunales, la carátula de la causa por la muerte de su hijo consagra la maniobra: homicidio en tentativa de robo.

Historias truncas como la de David no sorprenden a nadie en la villa 1-11–14, la más poblada de la Capital Federal. “La policía vive en un estado de guerra permanente. Todos los días, y bajo cualquier circunstancia, pibes de no más de 17 años caen en supuestos enfrentamientos. Todo vale para la comisaría 34ª”, dice Gustavo Piantino, uno de los abogados de la Comisión de Derechos Humanos del Bajo Flores que representa a Juliana Navarro. Muy pocos casos rompen el cerco y logran superar la estadística. El último fue Ezequiel Demonty, el chico que la Federal obligó a morir ahogado en el Riachuelo, en septiembre del 2002. Desde entonces, salvo la cúpula de la comisaría 34ª, nada ha cambiado en el Bajo. Todos los habitantes de la villa, la mayoría nacidos en países limítrofes, han visto pasar cerca a la parca más de una vez. Caminar por el barrio basta para comprobarlo. En una esquina cualquiera, cuatro madres cuentan siete hijos muertos en sus familias bajo la metralla policial. “Dicen que eran chorros, ¿y qué? ¿Por eso había que matarlos?”, pregunta un coro que confunde dolor y resignación. Tal vez por el temor a las represalias, tal vez porque no todas contaron con las herramientas necesarias, pero lo cierto es que estas mujeres no han podido, como Juliana, movilizarse para que no se termine de silenciar la historia de su hijo.


Hasta hace unos días, Juliana y su familia vivieron amenazados en la 1-11–14. La comisaría 34ª seguía sus pasos y los de los cinco hijos que le quedan. Por eso, ella quiso irse de ese barrio que la vio llegar en 1991 con tres chicos de entre tres y siete años a cuestas. El menor era David. En esa época, según el Indec vivían en el Bajo Flores 5 mil personas. Después vinieron Walter, Alejandro y el rubio Emilio. Hoy, que el más chico tiene 2 años y siete meses, la cantidad de habitantes se multiplicó por cuatro.
Juliana los crió sola, abandonada por un marido que se rindió ante el alcohol. Ella y los chicos fueron desde siempre al comedor popular Mate Cocido y conocieron a varios estudiantes de abogacía que se acercaban a colaborar. Juliana nunca pensó que se convertirían, ya recibidos, en los únicos aliados que tendría cuando se encontró peleando por justicia para su hijo. La elección que asumió la obligó a irse para preservar su vida y la de los suyos. El Instituto Municipal de la Vivienda le acaba de asignar una casa para que viva provisoriamente en otro barrio de la Capital Federal. “Recién hora vuelvo dormir tranquila”, dice y se puede advertir que no exagera. Cuando el plazo venza, deberá elegir otra vez: o se muda a la provincia de Buenos Aires o toma un crédito y se endeuda para tener un techo propio, como el que tenía en el Bajo. Algo está claro para esta mujer de 42 años que vino de Paraguay hace 23 y nunca obtuvo su DNI: no quiere ni puede deberle nada a nadie. Si no tiene documentos es porque debería destinar durante varios meses todo lo que gana como cartonera sólo para cubrir el abismo de 50 dólares que la separa de la legalidad.


Juliana Navarro habla de su hijo todavía en presente. Dice que David Herrera nació en el Hospital Pirovano, que de muy chico (nunca dejó de serlo) jugaba al fútbol en las divisiones inferiores de San Lorenzo de Almagro. Cuando ellos llegaron al barrio, el Nuevo Gasómetro ya se proyectaba sobre sus casas como una sombra. David caminaba tres veces por semana los 100 metros que lo separaban del mismo césped que pisaba el Beto Acosta para ir a la práctica de fútbol. Cuenta Juliana que David se cansó de levantarse temprano los domingos para ir a jugar y colgó los botines antes de tiempo. Mucho antes había dejado la escuela. Hoy sus hermanos más chicos van a la ENEM 3, que queda de espaldas a la villa.
Dos cosas siguieron organizando la vida de David hasta el final. “Los jueguitos y el carro”, dice Juliana, todavía sin entender que dos balas policiales la obligan a hablar en pasado. “Se levanta a las 11 y se va a los videojuegos. Ahí se gasta todo. Viene a comer y al rato se va otra vez. A veces me agarra plata y se va riéndose y haciéndome chistes.” Así era hasta que se hacía la hora de salir a trabajar con su mamá. Entonces, David recorría los barrios aledaños en busca de kilos de cartón y papel para vender. Todos los días. Incluso cuando Juliana estuvo operada de la vesícula y él se iba solo a hacer el trabajo de dos. O después, cuando salió de la internación que duró una semana por ese balazo que le pegaron en el abdomen, a los 14 años. El Zurdito siempre salía tarareando algún tema de Dalila o de Yerba Brava. Algo lo movía. Quizás el instinto de supervivencia.
Un vecino que se asoma a la casa de Juliana jura que David nunca tuvo un revólver en las manos ni eligió salir a robar. Que puede dar fe de eso, pero jamás su nombre. Nadie quiere correr más riesgos en el Bajo.
Y sin embargo, la muerte (alguna de sus caras) siempre está acechando en ese sitio. David empezó a consumir drogas a los 15 años y sólo hizo un paréntesis cuando su hermano mayor, Daniel, salió del penal de Ezeiza después de un año y medio de encierro. En los últimos meses, cuenta Juliana, había caído otra vez en la red. Ya la comisaría 34ª lo seguía de cerca.
En el expediente, la policía afirma además que David Herrera llevaba una pistola (nadie la vio aquella madrugada) y que se cansó de disparar. La comisión de Derechos Humanos del Bajo Flores se presentó junto a Juliana como parte querellante. También el CELS, uno de los organismos que la acompañó, ubica a la muerte de David entre ese 20 por ciento de homicidios dolosos que cada año cometen los funcionarios de la Policía Federal en la Ciudad de Buenos Aires.
La vecina que vio todo está dispuesta a declarar sólo bajo identidad reservada. “Le pedimos al juez y a la fiscalía que nos den esa garantía, pero todavía no tuvimos ninguna respuesta”, cuenta Gustavo Piantino. Los abogados de Juliana tuvieron que esperar dos meses y medio para ver el expediente judicial que relata los hechos. Y a cuatro meses de la muerte de David, los familiares todavía aguardan que Gendarmería concluya las pericias sobre la ropa que llevaba el Zurdito la madrugada del 16 de abril para que la pólvora vuelva evidente lo que presienten: lo mataron a quemarropa.


Cuatro meses después de ver a David rodeado de uniformes bajo la llovizna y las botas policiales, Juliana vuelve al Bajo Flores para mostrarle a Las/12 dónde y cómo mataron a su hijo. El escenario es casi el mismo. La lluvia cubre todo de gris y ella no puede disimular ese nudo que no la deja respirar. Todavía le duelen los golpes que le dieron esa noche en el pecho y la imagen del Zurdito tirado en ese mismo barro. Juliana Navarro ya hizo dos marchas hacia la fiscalía de Pompeya, pidiendo la detención de los policías que mataron a David, pero también de los que encubrieron su muerte. Mientras hace todo eso, se prepara para retornar a su trabajo. Desde la semana que viene, Juliana recorrerá nuevamente las calles en busca de cartón. Pero esta vez no tendrá a nadie que la secunde.

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