DEBATES
Igualdad o diferencia
Geneviève Fraisse, filósofa e historiadora, asumió funciones públicas en Francia hasta hace seis meses como un modo de poner en acto la relación entre teoría y práctica. Autora de algunos libros fundamentales para el feminismo, la pensadora advierte sobre este particular momento histórico en el que está muy claro que los derechos de las mujeres pueden (y de hecho lo son) ser reversibles.
Por Verónica Gago
A la hora de explicar por qué aceptó primero ser delegada interministerial del primer ministro Jospin y luego desempeñarse como diputada del Parlamento Europeo (cargo que ocupó hasta hace seis meses), la feminista Geneviève Fraisse, filósofa e historiadora, acude a su pasado maoísta: “En el ‘68, en mi juventud, la concepción maoísta se destacaba por la importancia que le daba a la relación entre teoría y práctica. Acepté los cargos públicos no tanto por deseo sino por coherencia. Durante tres décadas me dediqué a la investigación y, como yo nací a mi vida adulta con el movimiento feminista, ese fue un movimiento de la práctica a la teoría. Y luego quise volver a cierta práctica”. Invitada a Buenos Aires por la Embajada de Francia para participar en el ciclo de Filosofía Francesa Contemporánea, Fraissereconoce que su mayor interlocutor intelectual ha sido el filósofo Jacques Rancière, junto a quien fundó la revista Revueltas Lógicas. Fraisse es autora de varios libros, la mayoría traducidos al castellano: entre ellos, La diferencia de los sexos (Manantial), Musa de la razón. La democracia excluyente y la diferencia de los sexos (Cátedra) y participa en la monumental Historia de las mujeres en Occidente dirigida por Georges Duby y Michelle Perrot.
–¿Cómo llega a la preocupación por la “diferencia de los sexos”?
–Cuando yo era estudiante viví las revueltas del ‘68 y la explosión del movimiento feminista. Ese momento fue una toma de conciencia bastante violenta de mi parte y como joven aprendiz de filosofía fui descubriendo que la diferencia de los sexos no existía como objeto filosófico. Por eso, me dediqué a construir la genealogía histórica de la igualdad de los sexos durante varios años: la rastreé en la era democrática de la Revolución Francesa y en los dos siglos siguientes. En 1996 recién escribí el libro La diferencia de los sexos.
–¿Cómo abordó esa investigación?
–Michel Foucault funcionó sin dudas para mí de un modo fundamental: dando una legitimidad a las reflexiones sobre cuestiones que no eran objetos clásicos de la filosofía. Su práctica de la filosofía salvaje, al interesarse en la historia de las representaciones, en las problemáticas antes que en los sistemas, en los saberes en relación con sus prácticas antes que en las ideas filosóficas, fue decisivo. Me otorgaba el derecho a enfrentarme a la tradición filosófica donde, si hay un objeto que corresponde a esto, es el amor evidentemente. Pero fuera del amor, el objeto sexo no existe. Foucault y su Historia de la sexualidad fue un umbral de legitimidad porque él proponía utilizar textos no clásicos de la filosofía. Construir un problema con textos no filosóficos es exactamente lo que había que hacer con la cuestión de las mujeres porque la filosofía estaba cerrada a tal cuestión. Claro que esto no implica que yo sepa qué es la diferencia de los sexos. No tengo una propuesta filosófica que sea una definición. Digo esto para decir dos cosas: por un lado, que utilicé esta expresión porque la podemos encontrar en la filosofía, pienso enHegel por ejemplo. Y quise tomar este concepto clásico para no hablar de género. Para mí era importante conservar la expresión clásica pero sin tener que ver con ninguna tradición filosófica.
–¿Qué se puede decir, entonces, de la diferencia de sexos sin caer en una definición?
–Tengo la costumbre de decir que la diferencia de los sexos es una categoría vacía, por eso también hablo de aporía. O sea, no tenemos que colmar el contenido a partir de una definición. Este es un punto importante. Hoy agrego que la palabra diferencia significa un problema. Sin embargo, no quiero perder la palabra sexo. Puede ser útil la palabra género, pero la palabra sexo me parece insoslayable. Sexo es una palabra excesiva y por eso la encuentro apropiada. No indica ningún tipo de dominio: ni de un ámbito, ni de una función.
—¿Por qué enfatiza la oposición entre historia e historicidad para referir al problema de la diferencia de los sexos?
–La historia no prueba la historicidad. La permanencia de la dominación en los últimos veinticinco siglos de historia se parece a una invariante antropológica y la diferencia como asimetría se impone a las variaciones de la relación entre los sexos. La historicidad, precisamente, va más allá de la noción de historia, significa la representación de un ser histórico. La historicidad de la diferencia entre los sexos puede ser el hilo conductor para inventar un nuevo marco: la historicidad no sólo como crítica de las representaciones atemporales de los sexos sino también como localización de los sexos en la fábrica de la Historia.
–Hace apenas unos meses fue el Papa quien al condenar al feminismo habló en nombre de la “diferencia de los sexos”: dijo que su ocultamiento “tiene consecuencias enormes en diferentes niveles”, entre otras cosas porque ubica en un mismo plano la homosexualidad y la heterosexualidad y porque cuestiona a la familia.
–Dos cosas. Creo que quienes se oponen a la libertad e igualdad de los sexos siempre son inteligentes. La Iglesia asume los dos grandes problemas: la anticoncepción y el aborto, es decir, la propiedad del cuerpo de la mujer y el poder de las mujeres: ¿por qué no quieren que las mujeres sean sacerdotes? Nosotras, las feministas, sabemos que estos son los dos puntos en los extremos: ser propietarias del cuerpo y tener poder en la sociedad. Y la Iglesia también lo entendió. Claro que creo que ninguna religión del mundo piensa en la igualdad de los sexos. O sea, no hay matices en esto: la historia de las religiones es la historia de la asimetría y la sumisión de las mujeres. No hay pensamiento de la igualdad que sea compatible con una religión, ni ayer ni mañana.
–¿Por qué ha dicho que el aborto y la anticoncepción tienen la particularidad de ser derechos siempre posibles de retroceder aún en los países que ya rigen?
–Yo tenía una frase que usaba en las discusiones políticas que era: “los derechos de las mujeres son reversibles”. Y puede verse lo que está pasando en Medio Oriente o en Afganistán. En los años ‘60 y ‘70, las mujeres iraquíes o afganas tuvieron muchos más derechos que los que tienen hoy. Y esto pasa en partes enteras del mundo. En Estados Unidos el aborto es un debate muy violento, o sea que aún ya teniendo derechos adquiridos hay fuertes presiones para que retroceda. El aborto es un tema muy presente en la vida política y si durante mucho tiempo este debate sólo se daba en Estados Unidos, ahora lo podemos ver en Europa, ya que los nuevos países de la Unión Europea hacen lobby contra el aborto. Incluso eligieron una presidenta de la Comisión de Derechos de la Mujer, una eslovena, que lucha para que el aborto sea anticonstitucional: fue elegida como parte de ciertos intercambios políticos en los que la izquierda la aceptó a cambio de la presidencia de la Comisión Económica Monetaria.
–¿El aborto está en el centro de la escena política con el discurso de la vida?
–Sí, a partir del discurso de la vida. Hay un grupo en Francia que lucha contra el aborto y se llaman “Los sobrevivientes” del aborto: dicen que son los que escaparon al aborto. Y esta discusión se complejiza justamente ahora, cuando cada vez es más difícil saber cuándo comienza la vida. Especialmente con la investigación de las células madres la cuestión del origen de la vida también se está replanteando. Este es un tema central, insisto, incluso en los países que ya tienen derecho al aborto. Quiero agregar algo: como intelectual yo no había percibido con tanta claridad el poder que tiene el Opus Dei en Europa y no sólo en España.
–¿Por qué le preocupa tanto la feminización del lenguaje?
–En el idioma francés y en Francia, el universalismo es un gran valor: no hay que mostrar más que la abstracción. El idioma francés, por su abstracción masculina, disecó las funciones en todas las situaciones de confusión cuando no se sabe si se trata de un hombre o una mujer. Además de este universalismo tan formal, este debate arrastró a muchos otros debates. Esto ocurrió particularmente en el año en que yo estaba como delegada interministerial y propusimos la feminización de los títulos y las funciones. Fue divertido porque la población francesa era muy favorable a esto: lo comprobamos a través de encuestas. Y la parte de la sociedad menos favorable eran los intelectuales. Consideraban que feminizar por ejemplo el cargo de ministro era una desvalorización de las funciones. Pero cuando el idioma cambia, las cosas suceden muy rápido. Y eso está pasando.