Vie 24.12.2004
las12

REIVINDICACIONES

QUE GANAS DE LLORAR

Las Fiestas son una buena oportunidad para dejar correr lágrimas de amor, de amistad, de agradecimiento, de nostalgia, de reencuentro. Y también para llorar con nuestras canciones favoritas, con melodramas de alto voltaje emocional, con novelones conmovedores. El llanto, antaño menospreciado como signo de debilidad femenina, hoy es francamente valorado y se reconocen sus virtudes balsámicas y terapéuticas.

› Por Moira Soto


Llorar es un placer, un alivio, una liberación. Se te descomprime el pecho, se empieza a desanudar la garganta. Por el cauce del llanto nos desbordamos, ya sea para expresar emociones dulcísimas o de indecible dolor. Las lágrimas brotan, saltan por su cuenta y si no las reprimimos empapan nuestras mejillas, pueden mojar varios pañuelos, incluso la almohada, la ropa que llevamos puesta... Las lágrimas son casi pornográficas de tan explícitas y evidentes, ponen nuestros sentimientos, cualesquiera que sean, al desnudo. Se puede llorar en un velorio, en una despedida, viendo una película de Lars von Trier, escuchando a Bola de Nieve, mirando nenúfares de Renoir o un melodrama de Luis César Amadori (Que Dios se lo pague, en lo posible), y las lágrimas que se vierten espontáneamente siempre serán reveladoras de íntimos estremecimientos.
Sin embargo, no hace falta llorar a moco tendido para tener lágrimas en los ojos: en realidad vemos el mundo a través de una cortina lacrimosa que lubrica nuestros ojos y facilita miles de parpadeos por día, protegiendo del viento, de partículas extrañas e infecciones leves. Algo más que agüita tibia salada que podemos derramar a razón de tres dedales por día, las lágrimas contienen oxígeno, enzimas, hidrógeno, proteínas, potasio, cloro, calcio, aminoácidos, ácido úrico, vitaminas... Sustancias que se producen y fluyen cuando alguna zona del cerebro manda un mensaje a las correspondientes glándulas. Una vez que este cóctel empieza a brotar, cada quien elige lo que le dicta su corazón, sus prejuicios, su pudor, su antojo: tragarse las lágrimas, contenerlas un poquito, dejarlas correr, darse manija. Además de los duelos por pérdida irreparables o por separaciones lacerantes, se llora –como apunta la médica clínica Silvia Romay– por agradecimiento. Si no, recuerden cualquier entrega del Martín Fierro, Oscar, Tony, Emmy, etcétera, con premiados/as anegados/as en lágrimas. Aunque todavía ellas lloran más que ellos: según un estudio del filósofo e investigador norteamericano William Frey publicado en la revista latinoamericana Mujeres hoy en enero de 2004, los hombres, si bien lo hacen más que antaño, lloran cuatro veces menos que las mujeres. Y de acuerdo con lo que opina Tom Lutz, profesor de la Universidad de Iowa y autor de El llanto. Historia cultural de las lágrimas, cada vez está mejor visto que los varones se muestren sensibles, sin que se considere –al contrario– que por tener y evidenciar emociones carezcan de fortaleza.

Sollozos en la platea
Por supuesto que se puede lagrimear y hasta gimotear leyendo Corazón, Mujercitas, Anne la de Tejados Verdes, La Dama de las Camelias, Oliverio Twist o Cumbres borrascosas, por citar al azar algunos clásicos literarios emotivos. Y también asistiendo a algunas representaciones teatrales, sobre todo las operísticas (y más aún si se trata de Puccini), los ojos se suelen empañar y la garganta cerrarse, pero es en la oscuridad del cine, viendo un melodrama con todas las de la ley (del llanto) cuando lloramos con más libertad ríos de lágrimas que a veces nos dificultan la visión si se trata de una bailarina en la oscuridad, de una cancerosa que delega sus hijos la nueva mujer de su marido, una joven leucémica que se muere sin remedio en los brazos de su príncipe azul o una monja que se solidariza con un condenado a muerte. También mirando por la tele películas, miniseries, novelas o series acuden las lágrimas si la ficción de marras nos pega alguna zona sensible. Hoy, por caso, se pasa por A&E Mundo, a las 19, la imbatible Tomates verdes fritos, que no será una obra maestra pero tiene dos o tres momentos de mucha emoción, como aquél –que siempre nos toca en el zapping– de la muerte ejemplar de Mary Louise Parker comentada por la maravillosa Cicely Tyson: “Una dama sabe siempre cuando debe irse”. Casi todo el mundo tiene su película lacrimógena favorita que nonecesariamente debe tener la calidad de los melodramas sublimes de Grifftih, Douglas Sirk, Vincente Minelli, Visconti o Fassbinder. Hay gente que ha llorado mares en la infancia con Bambi y otra que se conmueve hasta el caracú con Mujer Bonita.
Es que los caminos de la emoción son misteriosos e incontables. En una encuesta sobre las mejores películas románticas de la historia hecha en el 2002 por el American Film Institute, ganaron lejos los primeros puestos historias de amor de llorar, con finales desdichados: Casablanca, Lo que el viento se llevó, Amor sin barreras, La princesa que quería vivir, Love Story, La dama de las Camelias, Titanic, Anna Karenina. En la lista se filtran, claro, más adelante, producciones como Qué bello es vivir, Mi bella dama o Cantando bajo la lluvia. Pero la número uno es ese romance truncado, primero por la fatalidad, después por la abnegación, con la mítica pareja formada por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, hace más de sesenta años.
La madre de la lágrima en la televisión local es, actualmente, Claribel Medina, actriz y cantante que se confiesa a favor del llanto en la vida “como expresión de las emociones más opuestas. Yo tengo las lágrimas a flor de piel, o más bien a flor de ojos. Si en estas fechas recibo una carta de mi hermana, un llamado de mi madre desde Puerto Rico, me derrito. Pero también se me mojan los ojos con una noticia triste que da el noticiero. Imaginate cuando se trata de mis hijas: acabo de asistir al acto final de la primaria de Antonella y, al igual que todas las madres, no paré de llorar. Me parece tremendo que algunas personas tengan tapados los lagrimales, o que ciertos hombres crean todavía que no deben llorar. Por suerte las nuevas generaciones no tienen ese tabú”.
En Los Roldán, la Yoly que interpreta Medina ha regado cada capítulo con abundantes lágrimas que nos son precisamente artificiales: “Mi personaje es tragicómico, está ahí, entre el límite entre el drama y la comedia. El llanto de Yolanda se justifica por el perfil de este personaje que se creía dueña de ese hogar y al que se le viene el mundo abajo cuando aparece Cecilia, que representa el peligro. Ahí se manifiestan sus inseguridades, su sufrimiento al comprender que no ha logrado el amor de ese hombre pese a tanta entrega. Entonces yo dejo que la historia vaya afectando a Yolanda. Cuando esto sucede, me resulta más fácil saber dónde está su dolor, y ahí las lágrimas fluyen”.
En cuanto a los efectos del llanto, que deforma la cara y arrastra el maquillaje, dice Claribel que “hay que cuidarse, hay un control que vas logrando con los años, sabes cómo llorar y hasta dónde llegar para trasmitir una emoción con cierta estética, digamos. En cambio, en el llanto de la vida si la emoción es muy fuerte, no te importa nada tu aspecto. Claro que si en la televisión hay que actuar la pérdida de un hijo, una situación muy profunda y extrema, tampoco te vas a preocupar por salir más linda. En la comedia dramática o romántica, el dolor hay que sugerirlo con recursos más sutiles, a veces no hace falta que caiga la lágrima, pero la emoción debe ser dominada, no te puede dominar. Menos aún cuando cantas: puedes transmitir una emoción, un llanto contenido, sin dejarte llevar. En el canto, la lágrima está sublimada”.

El hombre macho puede llorar
Día tras día crece el número de hombres conocidos que hacen pucheritos o lloran a lágrima viva en público: políticos como Lula da Silva o Bill Clinton, príncipes como Federico de Dinamarca o Laurent de Bélgica han expuesto sus lágrimas, mientras que es interminable la lista de deportistas varones que han llorado ante un triunfo o un fracaso (uno de los últimos en hacerlo fue Tevez en su último partido local). Las lágrimas ya no son patrimonio femenino y aquel legendario reproche de la madre deBoabdil, el último rey moro (“no llores como mujer lo que no supiste defender como hombre”) ha perdido vigencia.
Localmente, se ha enseñado durante generaciones a los chicos que los hombres no lloraban, pero el tango ha desmentido sistemáticamente ese mandato: los hombres cantan sus ganas de llorar en una tarde gris, lloran aún sin saber llorar, se les pianta un lagrimón al evocar el barrio, se ponen a llorar cuando se acuerdan de sus veinticinco abriles o andan entre lágrimas viviendo y creen que hasta el cielo se ha puesto a llorar con ellos... Algunos dicen que no quieren rebajarse, ni pedirle, ni llorarle a la mina, pero otros reconocen que de noche angustiados se encierran a llorar. Lo peor sucede cuando las lágrimas trenzadas se niegan a brotar y no se tiene el consuelo de poder llorar. A Horacio Molina, cantante de emociones secretas de delicados matices, le parece que “un tema que es puro llanto, desde que empieza hasta que termina, es Cuesta abajo. A mí, la congoja en la voz es una cosa que me apasiona y que es muy difícil de poner. Por supuesto, no se trata de largarse a llorar: cuando Gardel, rey de la lágrima en el canto, dice en Tomo y obligo ‘que un hombre macho no debe llorar’, casi con un sollozo en el medio, bueno, es magistral”. Como interprete, un tango que sensibiliza mucho a Molina es La novia ausente: “Cuando dice ‘íbamos del brazo y tu suspirabas/ porque muy cerquita te decía: mi bien...’, me lleva a mis épocas románticas de la adolescencia, cuando paseaba con mi noviecita por el parque... Hay muchos temas conmovedores: ‘eras para mí la vida entera/ como un sol de primavera/ mi esperanza y mi pasión’ ¿qué más se le puede decir a una mujer? Y Rubí, por favor: ‘No te vayas, que apuro de ir saliendo’, con ese clima tremendo de algo que se termina: ‘Rubí, acuérdate de mí’. Me hace llorar ahora mismo”.
Horacio Molina desconfía de los hombres que no lloran, “que no tienen el sistema del llanto instalado en la carrocería. No me gusta la gente robótica, prefiero la que es capaz de vibrar con los sentimientos. Creo que la magia del amor hay que guardarla bajo diecisiete llaves, esconderla para siempre en un cofre. Cuando alguien la rompe, el otro llora desesperadamente. Creo que el llanto es absolutamente necesario porque mueve una cosa del alma, puede estar vinculado a la profunda tristeza y a una gran alegría. Y a la tristeza hay que desagotarla, llorar y llorar y llorar, lentamente, sin aspavientos. Que las lágrimas caigan y se purifique esa fuente del dolor que está en un lugar misterioso del cerebro, del corazón o el plexo solar, no sé bien dónde porque la emoción te recorre todo el cuerpo. Tampoco sé porque a veces se produce el llanto y a veces no. Pero no se puede hacer trampa: el llanto verdadero es imprevisto. Creo que se llora mucho por amor, por la pérdida de alguien muy querido. El orgullo paterno es un motivo extraordinario de llanto, también he compartido alguna tristeza de mis hijas con un llorar silencioso”.
Molina le da el título de reina de la lágrima a la voz de Edith Piaf, y en el cine exalta a la Anna Magnani de La voz humana, también a Chaplin y a Buster Keaton. A la vez reconoce que es capaz de llorar con un llanto popular “al que me entrego, no me resisto. Pero siempre de parte del llanto genuino, jamás usado como un arma de manipulación”.

Potencia de las palabras
“Soy bastante llorón, lo confieso con cierto pudor. De lágrima fácil provocada tanto por el dolor como por la alegría, la ternura”, dice el actor Patricio Contreras quien, en el disco Las estrellas no sólo brillan en el cielo –recientemente editado por Página/12–, se luce como afinado intérprete de un tema de Agustín Lara, Amor de mis amores. “A medida que me voy haciendo más grande, me conmueven cosas en las que antes no reparaba demasiado: los bebés, los animales, las plantas. El otro día, por ejemplo, venía por Corrientes y veo a una señora mayor, delgadita, de peloblanco, que trataba de salir por una puerta estrecha, se ve que un peldaño irregular no le daba seguridad. Me paré y le tendí el brazo hasta que hizo pie. Ella me dio las gracias con énfasis. Yo ya me iba y me volví para decirle: ‘Te lo merecés porque sos bonita’. Lo que me conmovió fue el gesto fantástico de ella: se sacó los lentes, se estiró el pelo con la otra mano y me miró para agradecerme de nuevo. Y de repente, esta señora de ochenta y tantos se transformó en una muchacha de diecinueve. No es que me haya echado a llorar, pero la emoción fue muy fuerte. Este tipo de cosas me tocan mucho, y a veces me hacen saltar las lágrimas. Para qué decirte los lagrimones gordos que se me cayeron cuando vi actuar a mi hija Paloma –después de aplaudirla en muestras del Conservatorio– en forma profesional este año en el Cervantes, en un rol protagónico junto a Miguel Padilla. Verla con esa seguridad, esa belleza suya, esa voz hermosa que tiene, la verdad no sabía distinguir si la emoción me la provocaba el monólogo que hacía tan bien, o el hecho de que era mi hija. Mis sentimientos eran una especie de torta milhojas”.
Patricio Contreras ha llorado con melodramas de diverso origen, “pero ahora recuerdo la película de Mike Leigh, Secretos y mentiras, con esa mujer que se encuentra con una hija negra cuya existencia desconocía: la escena del reconocimiento me hizo correr esas lágrimas que antes me preocupaba por disimular con algún gesto pretendidamente casual. Ahora no, saco tranquilamente el pañuelo. Desde luego que pienso que los hombres pueden llorar, pero ese llanto debe ser auténtico: recordemos que Cavallo en una oportunidad vertió lágrimas de cocodrilo. Es que hay distintas calidades de lágrimas: hemos visto a gente que era impulsada a llorar en shows televisivos, a hacer revelaciones íntimas, escandalosas para ganar rating”.
Para Contreras, las lágrimas que pueden surgir de una actuación comprometida, tienen diverso valor en la televisión, el cine y el teatro. Recuerda que cuando llegó a la Argentina, en el ‘75, se sobrevaloraba la lágrima en la tele: “Si no llorabas, no era una buena interpretación. Así, se transformó en un lugar común que cualquier escena de conflicto culminara con uno a varios actores llorando. Hubo excesos, sin duda. En un primer plano del cine puede hacer falta una mirada empañada, una lágrima a punto de caer. Pero me resisto a que me vengan con mentol, o a que me pongan una gotita de agua... En general, los actores tratamos de construir una emoción, de llegar a ese estado. En cambio, en el teatro no creo que las lágrimas sean imprescindibles, puesto que el elemento básico es la palabra. Sin embargo, puede suceder que la emoción provocada por razones extra artísticas nos puede llegar a arruinar un trabajo: recuerdo cuando estrenamos Made in Lanús en Madrid, en el ‘86, con plena conciencia de lo que significaba nuestra presencia allí. Todavía saliendo del horror de la dictadura, con una pieza que hablaba de separaciones no deseadas, de los dolores del exilio. Estábamos dando testimonio y había un plus de emoción tan poderosa que, en mi caso personal, estuvo a un paso de provocar un desborde”.
El Contreras cantante de boleros dice que en Agustín Lara circula una emoción de gran intensidad y que él trata de trabajar con las imágenes y sensaciones que le despiertan las palabras: “‘que respiro el aire que respiras tú...’ Es una idea muy vívida, muy fuerte: necesito de ella para vivir, respiro su aire, si no, me muero. Tanto la necesito. No hace falta llorar, más bien trasmitir la potencia de las palabras, su sentido”.

Descarga terapéutica
Jacques Brel llora poéticamente cuando ruega que no lo dejen, promete perlas de lluvia, convertirse en la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro... Madonna dice que conoce un lugar donde nadie está perdido, donde nadie llora. Los Beatles, después de perder a laúnica chica que tenían, en vez de buscarse otro amor, eligen llorar. Bola de Nieve quiebra su voz en mil pedazos para clamar Vete de mí. Y en Tacones lejanos, con letra de Lara y voz prestada de Luz Casal, Marisa Paredes canta desde un escenario: “Si tienes un hondo pesar,/ piensa en mí./ Si tienes ganas de llorar,/ piensa en mí”, y al inclinarse hasta el suelo para saludar al público, una lágrima cae al piso.
La doctora Silvia Romay cree que uno de los mejores lugares para llorar es un vehículo en movimiento –colectivo, coche– al lado de la ventanilla, con la mirada perdida en el paisaje urbano: “El llanto es una válvula de escape fabulosa, te da la posibilidad de descargar la opresión, incluso de desplegar toda al autoconmiseración, tocar fondo y después darte cuenta de que todo no es tan terrible. Pero hay gente que prefiere encerrarse en el baño, abrir la ducha y llorar tratando de que nadie se entere”. Particularmente en estas fechas, la gente llora en el consultorio, “por los que se fueron, por las Fiestas que ya no son lo que eran, por lo no hecho en el año, como si el 31 de diciembre se terminase el mundo. Las mujeres lloran mucho más que los hombres de generaciones más jóvenes, que son los que se lo permiten. Creo que los mayores pagan un precio muy alto por tragarse las lágrimas. Aparte de los grandes duelos, lo que más hace llorar es el sentimiento de agradecimiento. Llorar es terapéutico: tengo siempre en mi consultorio cajas de pañuelos descartables y le digo a los pacientes que no se priven. Sin embargo, socialmente todavía se pide perdón por llorar. Es que de alguna manera, cuando uno llora se desarma, baja las defensas, se muestra vulnerable. Creo que hay que permitirse llorar, pero también ponerse un límite, un horario. Después lavarse la cara, si hace falta ponerse lentes ahumados y salir. Aunque tengo la lágrima fácil, no lloro con los que me cuentan los pacientes, ahí me toca contener, confortar. La única vez que me desbordé fue cuando vino una mujer mayor que tenía marcado el número del campo de concentración y me empezó a contar que no había podido tener hijos porque Mengele había experimentado con ella. Yo era más joven y tuve que para de atender durante media hora por la conmoción que sufrí”.
Según Silvia Romay, aunque llorar afea momentáneamente, los ojos se hinchan, la nariz enrojece, después que pasa la tormenta, la cara de la persona que llorar queda mejor que la de la que se reprime: “El llanto que queda adentro da una expresión de amargura y genera un resentimiento que tarde o temprano, va a estallar de alguna manera.”

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