Vie 11.02.2005
las12

NOTA DE TAPA

La última diva

Aves rarísimas en un siglo XXI digital y fast-food, las divas no se encuentran ni con lupa ni con linterna, como decía de los mangos Tita Merello. Sin embargo, Las 12 encontró a una, tanguera y argentina, en estos días de paso por Buenos Aires: Valeria Munárriz (ex Riz) impuso en Francia un estilo andrógino, sensual y arrebatado con su voz de mezzo y se quedó felizmente anclada en París.

› Por Moira Soto

Una diva no nace, se hace: así lo prueban las fotos y las notas periodísticas que documentan la carrera de Valeria Munárriz, actriz y cantante que se fue de la Argentina cuando empezaba a despuntar la tanguera vehemente que alcanzaría su cenit en París. Ella partió dejando señales en el teatro y la televisión, después de haberse asomado de rojo a aquella ventana del Teatro Caminito en el musical La pérgola de las flores, de retozar en el café concert de Gasalla y Perciavale, de haber encarnado (vestida por Dalila Puzzovio) a Herodías en La vera historia de Salomé..

La intérprete se había rebautizado Valeria en homenaje a una monja del colegio de La Misericordia que quiso mucho y el director Cecilio Madanes decidió abreviar el vasquísimo apellido original. De modo que, hasta entrados los ‘70, teníamos en estas playas a una tal Valeria Riz que ya en sus últimos shows dejaba asomar el carácter dramático, irónico, altivo que terminó de decantar en París, donde recuperó el apellido paterno (porque “riz” es arroz en francés), pero siguió siendo Valeria.

Valeria Munárriz, luego de pagar algún inevitable derecho de tablas, tuvo su gran oportunidad y la cazó al vuelo: se enfundó en un traje de seda negra, calzó tacos aguja, acentuó la palidez de su cara de altos pómulos, aplastó su pelo oscuro con gomina, se pintó de rojo sangre su gran boca y salió a matar o morir con tangos variados. Desde esa función, en el Teatro Gaité Montparnasse, V. M. agotó el repertorio de lisonjas de los críticos y encantó a la gente durante muchas temporadas. “Gran dama, encarnación del tango, voz y presencia indiscutibles” (Le Monde); “Un monstruo sagrado llega de la Argentina, con una voz que sale de las entrañas y se eleva, soberbia, frente a un público que la idolatra” (Les Nouvelles Littéraires); “Valeria Munárriz canta el tango como Amalia Rodríguez el fado portugués” (L’Express); “Ella canta como si se inmolara” (L’Aurore). Y siguen las firmas y los ditirambos. La así llamada “pasionaria del tango” actúa en festivales, giras con el Bolshoi, el Teatro Gerard Philipe, el Forum des Halles, el Espace Cardin, graba una serie de discos (entre los cuales Quel tango, que presenta Cadícamo en Tokio). Hasta la revista feminista F se entusiasma con “la voz grave y cálida que destila insólita distinción en esas canciones canallas que son los tangos...”

V. R. vino en el ‘97 y el ‘98 a hacer una pocas pero exitosas presentaciones en el Bauen y en el Centro Cultural Recoleta. Y aunque ahora dice que no quiere volver a cantar, se desmiente cuando en el transcurso de la entrevista entona fragmentos de un par de temas. Profesional con alma de diva, ella espera a la fotógrafa y el fotógrafo producida de raso beige con sedosa chaqueta transparente imitación leopardo (un tema que se repite en cortinas, servilletas de papel y hasta en las correas de su amada perrita tekel, Night and Day, “porque ladra a toda hora”), rutilante collar de Mercedes Robirosa, maquillaje impecable... Una vez tomadas las imágenes, antes de que se ponga en marcha el grabador y de que Mirta, la gentil empleada, ofrezca un fragante té earl grey con torta de manzanas, Valeria se disculpa y desaparece unosminutos (que la cronista aprovecha para devorar la riquísima torta). Regresa de pantalón y camisa de fino hilo blanquísimo, despojada del collar, pero no del glamour.

–¿Qué recuerdos se te aparecen de tu infancia en Balcarce?

–Tuve tres amigas importantes que llevaban el mismo nombre: Betty. Una, la hija del médico del pueblo, de una personalidad rebelde y exuberante, insólita en un lugar como Balcarce, Betty Puig. La segunda, una prima mía a la que adoraba y protegía mucho, Betty Estévez. Y la tercera no es de carne y hueso, pero para mí tenía existencia real: Betty Boop. Me enamoré de niña de ella y me moría por ver sus dibujos, me identificaba con su forma de ser, la sentía una amiga más...

–Y de tu padre y tu madre, ¿que imágenes guardaste?

–Mi padre era vasco muy poco expresivo, nada cálido, un hombre secreto. A la vez buen mozo y con una elegancia natural. Era comerciante, se instaló en Balcarce por las sierras que le evocaban los paisajes de su tierra, donde inclusive hay un pueblito que se llama Munárriz. En cierta forma, mi padre sigue siendo un misterio para mí: nunca supe por qué se casó con una persona que nada que ver con él. Mi mamá descendía de indios, era muy linda, de una personalidad fuerte y determinada. Creo que ella, María Inés, nunca aceptó el rol limitado de ama de casa y madre, el destino de las mujeres de la época. Y cuando mi hermano y yo andábamos por los 6, 7 años, mamá –que ya había hecho el bachillerato en Balcarce– con la anuencia de mi padre se vino a Buenos Aires a estudiar obstetricia. Fue la primera obstetra salida de la Facultad de Medicina de acá.

–Qué situación extraña y penosa para una niña tan chica. Y a la vez, qué osadía la de tu madre.

–Podés imaginarlo, creo que fueron los momentos más duros, más difíciles de mi vida, porque además los viví sin una figura que la reemplazara. Ella no volvió nunca más a Balcarce, aunque mantuvo cierta comunicación. Con mi hermano le escribíamos por indicación de papá, y cuando nos fuimos a Mar del Plata con mi abuela, nos mandaba regalos, dulce de leche. Para mí fue un desgarramiento que me acompañó toda mi vida, emociones que creo que sólo puedo expresar a través del arte, del canto y la actuación. Hasta que a los tres años de esa partida, nosotros, mi hermano y yo, fuimos hacia ella. Papá nos dijo: “Los dejo ir porque seguramente van a tener un futuro distinto, quién sabe...”. Pero mi abuela, que vino a Balcarce a hacerse cargo de nosotros y después nos llevó un tiempo a Mar del Plata, de madre no tenía nada. En la etapa en que quedamos con él, papá vigilaba, siempre distante. Yo creé mi propio mundo, consultaba a los plátanos de la avenida principal sobre mi propio futuro porque le había escuchado decir a mi madre: “Ojalá que Rosita tenga suerte en la vida”. Esa frase me inquietó mucho. Desde los árboles, los gnomos se comunicaban conmigo, por supuesto que sólo yo podía verlos. Y te juro, un atardecer algo me dijo que más adelante iba a tener una eclosión, que iba a seguir mi vida en un país donde los cielos eran grises y rojos. Y fue París.

–Tres años después de la partida de tu madre, entonces, se produjo la separación de tu padre.

–Sí, en ese momento tomé conciencia de muchas cosas, me hice responsable de mi hermano. Papá tuvo una actitud alentadora, dentro de su parquedad habitual. Pensá que él también había sufrido, y aceptado, el abandono de mi madre: “El futuro siempre es incierto, pero vale la pena ir al riesgo”, nos dijo. Mi mamá nunca volvió con mi papá, aunque evidentemente él, cuando la dejó partir, esperaba que regresara.

–Esta María Inés parece una pariente próxima de la Nora de Casa de Muñecas, que da el portazo en busca de un destino personal.

–Sí, posiblemente. Ella quería algo más, y lo logró. Realizó su vocación, le fue muy bien, puso una clínica. Cuando vinimos a Buenos Aires, nos mandó a buenos colegios... Tuve un buen reencuentro, claro que dentro dela manera de ser de ella que yo ya conocía: podía ser suave, amable, pero nunca mimosa, toquetona. Creo que ella tuvo el valor de deshacer un matrimonio que no la satisfacía, de romper con el modelo de mujer clásico de la época. Ella no se resignó.

–Por lo que contás, se trataba de dos personas desposeídas, arrancadas de su cultura original: tu papá inmigrante vasco, tu mamá descendiente de una estirpe expropiada, casi exterminada...

–Claro, pero quizás nunca pudieron expresar esas cosas tan profundas. Ella tenía algo de malón de Ayacucho, era muy tierra. Sí, eran dos desarraigados. A pesar del sufrimiento que tuve en mi infancia, después la aprobé totalmente y creo que nos compensó cuando vinimos a Buenos Aires.

–¿La pasaste bien en el colegio de monjas donde hiciste la secundaria?

–Sí, en La Misericordia. Por esto me puse Valeria para actuar, en homenaje a una hermana de origen irlandés, de una inteligencia y de una capacidad de comprender que me marcó. De una mente increíblemente abierta. Todavía me escribía cuando yo ya estaba en París, me decía que luego de conocer mi actuación en Buenos Aires, era evidente que yo tenía una misión. Después de hacer el primario fraccionado en distintos lugares, el secundario en La Misericordia representó la estabilidad, un sitio de pertenencia. Por supuesto que nos daban retiros espirituales, venían dos curas. Uno de ellos, el padre Moledo, que era joven, buen mozo, atractivo, hablaba bien, todas las chicas querían confesarse con él. Y la hermana Valeria se mataba de risa. Ella enseñaba matemáticas, química, botánica, zoología... era de una inteligencia deslumbrante. Una de las veces que, ya estaba instalada en París, vine a Buenos Aires, me la encontré por casualidad por la calle, ninguna de las dos pudo emitir sonido ni palabra, sólo llorar. Era un amor, un gran amor, pero no diría que cumplió un rol maternal. Quizás porque tuve que pasar de muy chica por experiencias muy poco convencionales, siempre me las arreglé bastante bien sola, cosa que sigo haciendo. Sin dejar de reconocer que he contado con grandes ayudas.

–En la adolescencia, ¿ya tenías claro que lo tuyo estaba del lado del canto, la actuación?

–Sí, pero por el momento cantaba cosas piadosas, la misa, gregoriano en la iglesia de Lourdes. Un género místico que enriqueció mi sensibilidad: no por nada en París me han llamado repetidamente “la sacerdotisa del tango” (risas). Pero mirá lo que son las contradicciones de las personas: mi madre que había elegido con tanta libertad irse del pueblo, dejar a su familia para abrirse su propio camino, me exigió que estudiara Medicina. Hice apenas dos años a disgusto, no quería saber nada. Fui verdaderamente feliz cuando me puse a estudiar en serio canto, a hacer repertorio con el maestro Jascha Galperin, de quien guardo un gran recuerdo. Mucha ópera, La favorita era precisamente mi favorita.

–También te acercaste al teatro.

–Claro, me parecía que la interpretación teatral estaba muy relacionada con el canto. La primera incursión teatral fue junto a Ignacio Quirós, bajo la dirección de Marcelo Lavalle, en El comprador de horas, sobre un cura que compraba el tiempo a una prostituta para que no ejerciera su oficio. Ahí canté un tema de Henri Salvador. Pero la primera oportunidad fuerte, con posibilidad de lucimiento, fue en el Teatro Caminito. Cecilio Madanes convocó a audiciones para La pérgola de las flores, una comedia musical que se convirtió en un gran suceso acá, con esa idea brillante de aprovechar el paisaje de La Boca. Gané el papel y me convertí en la mujer de la ventana. Ahí estaba yo de rojo cantando. Tuve muy buenas críticas, fui considerada una revelación. Entonces empezó la cosa fuerte de la comedia musical: después de La pérgola... hice La verbena de la paloma, en Caminito, en el San Martín, en el Avenida.

–De ahí te fuiste como si tal cosa al café concert y a otras formas de teatro más irreverentes e innovadoras.

–En Punta del Este me incorporé al espectáculo que hacían Antonio Gasalla y Carlos Perciavale. En La reina del Plata está loca hacía cosas diversas: parodias de varias estrellas como Josephine Baker, también cantaba tango. Sí, en La Mota agitada, que fue la primera, se destapó algo en mí, mi carrera se bifurcó. En el ínterin, después de Caminito y con mi voz de mezzo dramática por colocar, empecé mi propia versión del tango clásico, una forma de renovación, si querés. Ahí fue cuando Sarita Facio me hizo una serie de fotos maravillosas cantando. Luego, el tiempo del café concert con Inés Quesada, Eduardo de Oliveira César... fue genial, osado, surrealista. Yo recitaba, por ejemplo, El enamorado, de Eleonora Carrington. En los ‘70 me fui a Perú a cantar boleros clásicos, a los que he vuelto no hace mucho. Hay cumbres de romanticismo en el bolero que ofrecen muchas posibilidades al intérprete, por eso tantos artistas que se han consagrado haciéndolo siguen teniendo vigencia. Ahí me seguí abriendo a otros géneros populares con los que me identifico. Tiempo después hice temas de Atahualpa Yupanqui, que era un genio, pero el folklore en general no me llama.

–¿Cómo fue que decidiste tomarte el buque hacia Europa?

–Hubo un momento en que no me convencía lo que me ofrecían, no me daban lugar para lo que quería hacer. La verdad es que seguí un poco la estela de la gente del Di Tella que decidió buscar otros horizontes en un momento en que se cerraban las puertas. Pero yo me fui sola, sin nada abrochado, esta vez mamá me dio su apoyo y, además, vendí un par de pulseras divinas de oro que tenía. Hice lo que tenía que hacer, con mucho espíritu aventurero. En París, viví un tiempo en el mismo hotel que Copi, Roberto Plate, Sánchez, el que se casó después con Paloma Picasso. Ella por ese entonces andaba apenas con un tapadito de piel y un auto chiquitito; el padre todavía estaba vivo y se enamoró de Sánchez que después la hizo ganar mucho dinero. Confraternábamos muchísimo, tuvimos momentos de gran felicidad. Copi era muy enamoradizo de los muchachos, era capaz de mandarle un árbol más alto que el techo a alguien que lo había flechado...

–¿En qué momento te subís al escenario para cantar en público?

–De ese hotel me fui a un departamento que compartía con Miguel Angel Rondano, un talento que no ha sido debidamente reconocido, autor de La vera historia de Salomé. Yo ya estaba en otra onda, en la onda del grito, que finalmente hice a partir de una frase de Neruda: “Venid a ver la sangre por las calles”. En ese largo grito, con todas las voces que te puedas imaginar, con todos los acentos teatrales, yo trataba de abarcar desde el nacimiento hasta la muerte. Ese era realmente un grito es-pec-tacu-lar. Lo hice una vez en la Fête de l’Humanité. Pero no pude darle continuidad y me consagré al tango, que ya había empezado a hacer en Buenos Aires. No era una típica tanguera, tuve que ponerme a reflexionar sobre el tango y a perfeccionar mi interpretación. Pero evidentemente, el tango formaba parte de mí, lo llevaba en el alma, si no, no podría haber encontrado un estilo tan neto, haber hecho esos shows donde entregaba todo, pero que preparaba minuciosamente. Quizás los genes de una tía abuela india, Basilia, muy cantora, me ayudaron. Creo que para mi idea del grito tuvieron que ver los ancestros: los vascos se comunican de montaña a montaña. Los indios recurren al grito en sus rituales. Ya ves que tuve dónde inspirarme.

–¿Hasta dónde te marcó ese trauma de la infancia en tu manera de encarar la vida?

–Bueno, por un lado debo decir que me fue bastante bien, aunque yo me preparé, la peleé y ayudé a la fortuna. Pero luego no he sufrido episodios demasiado trágicos. Por otra parte, quizás por haber superado esa prueba de muy chica, siempre he tratado de no tomarme nada a la tremenda, de recurrir al humor, de ver la parte positiva de todo. Por supuesto que he tenido momentos de tristeza como el de la muerte de Gauchito, mi anteriorperrito, un ser muy cercano a mi corazón. Me acompañaba a todos los teatros, cantaba conmigo, no como Night and Day, que ladra mucho y es muy expresiva pero no tiene oído musical.

–¿Qué hitos marcarías en tus actuaciones en París?

–Bueno, el haber reemplazado a Piazzolla por casualidad, porque estaba allí con mis cuatro músicos. Coincidió mi presencia con la del dueño del Teatro Gaité Montparnasse que enloqueció conmigo y me dio inmediatamente dos semanas, a las que se sumaron otras dos. Y ahí largué con grandes carteles en París. Pero ya antes había estado en Le Palace donde se hacía una pieza de Copi, Les quatre Jumelles, que dirigía Jorge Lavelli, y yo cuando terminaba hacía un pasaje de tango, iba como preparando el terreno. Me acuerdo de que vino el director de La Grande Bouffe, Marco Ferreri, a ver quién era esta que le habían recomendado tanto. Pero en rigor de la verdad, la primera vez que actué públicamente en Europa fue en Florencia, antes de llegar a París. Un mes estuve en una especie de café-concert cantando de todo. Fue así: Mónica y Roi Escudero me invitaron a Florencia, fuimos a comer a un restaurante y allí estaba un marqués que se había casado con una argentina. El tipo estaba por inaugurar un piano-bar, teatro y discoteca en esa ciudad. Cuando el marqués entró, me paré y canté “Adiós, Pampa mía”. Le encantó y me contrató por un mes.

–¿Con el grito no tuviste suerte, entonces?

–No. El grito era para hacer en ballet, para darle otro carácter a mi historia artística, pero no pudo ser. Y en cambio, mis interpretaciones de tango fueron muy consideradas, hice muchas funciones en distintos teatros, edité varios discos. Quedé muy conforme con el último, Moi, je suis du temps du tango, con dirección musical de Georges Rabol, también en el piano, el contrabajo de Mathieu Bresch, el violín de Hugo Crotti y el bandoneón de Per Glovigen. Incluye, entre otros temas, “Le temps du tango”, de Caussimon y Léo Ferré, “Apología tanguera”, “Barrio de tango”, “El patio de la morocha”, “El firulete”, “La cumparsita”, y también “Mon coeur s’ouvre a la voix”, de Sansón y Dalila, de Saint-Saëns, “La folle complainte”, de Charles Trenet (con arreglo de Jarello), “La dama de Montecarlo”, de Jean Cocteau y Francis Poulenc...

–¿Valeria Munárriz es una creación tuya o tuviste directores, gente que te guiara en la invención de este estilo tan elogiado por la crítica francesa?

–En buena medida, me hice a mí misma, encontré mi identidad, trabajé sobre mi propia personalidad: eso no me lo podía dar nadie. Pero hubo personas que me ayudaron, que me estimularon. Había que meter mucha locura y mucho coraje para lanzarme a hacer algo diferente en una ciudad como París. Fue una búsqueda interior que debe venir un poco del malón de Ayacucho. Te diría que me dirigí siempre a mí misma, salvo en el espectáculo Moi, je suis du temps du tango, que hice en un teatro muy lindo, el Dejazet. Ahí me dirigió Sara Pardo, que es argentina. Y en el Espace Cardin me hizo la puesta en escena Marcia Moretto.

–¿De dónde salieron esos trajes negros adherentes que contrastaban con la blancura de tu piel acentuada por el maquillaje?

–Tuve dos vestidos importantes, los dos de Saint-Laurent, en paillettes negras. Uno sin breteles y escotado, lo usaba cuando era más joven; y otro con mangas, más tarde. Pero el traje con el que arranqué, que marcó mi estilo, era uno muy de los años ‘20, negro por supuesto, de seda natural, con tacos aguja, muy peinada a la gomina y la larga boa de plumas de coq.

–¿Ya empezaste a escribir tus memorias?

–En realidad, fe una iniciativa de Frédéric Mitterand, el sobrino del que fuera presidente de Francia, un cinéfilo que conduce programas de televisión y ha publicado libros. Hasta ahora, escribí fragmentos sobre Betty Puig, mi abuela. Pero al llegar a mi papá se me produjo un bloqueo, me dio mucha tristeza porque casi no llegué a conocer su interior. Yosobreviví porque tengo algo de vasca dura, resistente, pero ¿te imaginás? De pronto no madre, no padre, no nada. Estuve en muchos de los programas de Frédéric, con Jeanne Moreau, con Niki de Saint-Phalle... a él le gustaba que fuera a cantar, además somos amigos, vive frente a mi casa. Y me alienta mucho, me hace sugerencias sobre cómo hacer el trabajo, me pone plazos. Ahora que he estado revolviendo fotos y recuerdos, procesando ciertas emociones, quizás pueda retomarlo.

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