Vie 11.02.2005
las12

VIOLENCIAS

La ceguera

› Por Soledad Vallejos

En la tarde del jueves 3 de febrero, oficiales de la División de Homicidios de la Policía Cordobesa rompieron las puertas de una casa del barrio Güemes, en la zona sur de la capital provincial. Las cuatro mujeres que aguardaban sentadas en una sala debieron sentir cómo las recorría el vértigo del miedo, aunque ninguna de ellas debe haber pasado la misma zozobra que la mujer de 37 años que, en el cuarto de al lado, en ese momento se sometía a un aborto: los oficiales entraron también en esa habitación. “Le estaban practicando el aborto a una paciente sobre una camilla en condiciones de total insalubridad”, declaró el subcomisario mayor Aldo Villarreal a una agencia de noticias horas después, cuando Sara Jacobo, la mujer de 62 años que se arrogaba el título de médica (aunque no lo fuera) para generar mayor confianza entre quienes veían en ella la única solución, ya había desaparecido “elementos de prueba” en una pileta y un inodoro.

La mujer de la camilla sangraba. Había llegado allí por su propia voluntad y acompañada de su esposo, tan mayor de edad como ella, de modo que interrumpir la gestación había sido una decisión tan meditada como compartida. Con la sangre a la vista, sin embargo, nadie podía asegurar que el aborto había sido completo o que su salud no peligrara, por lo que la policía llamó a una ambulancia. Mientras me describía a grandes rasgos la situación, uno de los asistentes del fiscal que estaba de turno ese día tuvo una frase memorable: “La mujer de inmediato fue sometida a la maternidad provincial” (quien quiera oír, pues que oiga). Allí quedó internada unos días, para recibir atención posaborto (tal vez, en condiciones de maltrato, tal vez no) y estabilizarse mientras iba enterándose de los detalles del proceso judicial por venir. La Fiscalía no se había topado con el lugar investigando el funcionamiento del consultorio clandestino, sino en el marco de otra causa, pero al haber encontrado una situación de flagrante comisión de delito debe continuar adelante. De acuerdo con la Fiscalía de Instrucción del Distrito 1 del Fuero Penal –a la que ha pasado finalmente el caso–, actualmente ella se encuentra imputada, aunque no detenida. “En el caso de aborto, si queda como tentativa, la parturienta goza de impunidad en ese aspecto. Pero en este caso se trata de un hecho consumado, por lo que la ley penal le asigna una imputación”. Sara Jacobo, la falsa médica, está detenida, al igual que sus dos asistentes.

El 13 de noviembre, K. E. G. (su nombre no es dado a conocer para preservar a su familia) murió en el hospital provincial Bocalandro por las secuelas de un aborto incompleto. Andaba por los 20 y tantos, y abortar había sido una decisión que ni ella ni su pareja imaginaron que pudiera costarle la vida, ni siquiera al ver que la hemorragia no se detenía con el paso de los días. El hombre que le había hecho el aborto, a quien ella creía médico, había intentado detener el sangrado un par de veces, pero durante la última consulta había decidido derivarla al hospital en el que murió. Como es habitual con las muertes que se presumen violentas o provocadas, las autoridades del hospital informaron a la policía. Llegaron las escuchas telefónicas, algún seguimiento policial y una guardia nocturna el 9 de enero frente a la casa de Loma Hermosa de la que salían y entraban mujeres. La última en traspasar la puerta fue Z. A. F., una chica que llegó alrededor de las diez y salió al dar las doce del 10 de enero. Los oficiales de policía se le acercaron, la identificaron, lainscribieron en el acta del procedimiento y la llevaron hasta el hospital Bocalandro para que un ginecólogo verificara si había tenido un aborto. En su historia clínica dice que sí, que acababa de interrumpir la gestación de un embrión de pocas semanas. Entretanto, otros oficiales alcanzaron en la calle a Roger Alberto Villacorta Bardales, el hombre peruano de 57 años que atendía el consultorio fingiendo ser médico (de momento, ninguna documentación lo acredita como tal), y a Dolinda Basile, la mujer de 57 años que además de hacer abortos en su casa de La Boca revistaba como enfermera en el Hospital Argerich. La policía secuestró medicamentos, sondas, pinzas y tijeras de uso quirúrgico y una camilla obstétrica que en estos momentos descansa en el pasillo de un juzgado. Tres cargos pesan contra él: aborto consentido seguido de muerte, maniobras abortivas con consentimiento de la mujer y ejercicio ilegal de la medicina. Contra la enfermera, en cambio, son dos: aborto consentido seguido de muerte y aborto consentido. En este momento están detenidos. En su declaración ante la fiscal María Sol Cabanas, de la UFI 11 de San Martín, él dijo que a K. E. G., la chica muerta, le había recetado oxaprost, pero que ella se había hecho colocar una sonda. Sin embargo, las pericias desmienten su versión.

En estos días, una cantidad nada despreciable de testimonios de mujeres que han abortado (recientemente, hace 10, 20, 30 años, no importa) circula por Internet para demostrar que éstos no son hechos aislados. El miedo, la clandestinidad, la muerte son cotidianos en un país cuya legislación privilegia los derechos de una entelequia por venir (perdón, el “niño por venir”) y suspende los de las ciudadanas (que no tienen que venir, que están aquí, ahora) en aras de cuestiones morales. Porque la clandestinidad genera complicidades indeseadas (por qué querría alguien proteger a quien pone en riesgo su salud, si no es porque necesita de sus servicios con decisión y desesperación) es que el mecanismo se perpetúa y perfecciona el control sobre los cuerpos, al tiempo que la hipocresía (temerosa de quedar mal con la Iglesia, faltaba más) ayuda a alimentar un negocio clandestino que podría evitarse con la despenalización. Pero parece que evitar miles de muertes anuales no importa a nadie.

Los recintos de lo privado como territorio político abren las puertas a lo público cuando, por ejemplo, las fuerzas de la ley irrumpen en medio de la realización de un aborto. La mujer a quien el acta judicial denominará “la víctima” aunque ella se encuentre allí por su propia voluntad, sea mayor de edad y está acompañada –porque a veces sucede– por su pareja, ve interrumpido no el embarazo que no desea continuar, sino la realización de su deseo: ser madre sólo cuando lo decide.

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