Vie 25.02.2005
las12

TEATRO

Las invasiones rosarinas

Hace dos años, esta morocha rebosante de vida y creatividad era prácticamente una desconocida para el público lector y teatrero, aunque ya había incursionado en diversos géneros literarios. Pero en 2003, la rosarina Patricia Suárez ganó el Premio Clarín de Novela con Perdida en el momento y estrenó –con buena repercusión– la obra teatral Las Polacas, a la que siguió Valhala, más libros y más premios. En 2005 ya presentó El sueño de Cecilia, primera pieza de una tetralogía sobre el nazismo en la Argentina que se conocerá a lo largo de este año. Y eso no es todo, amigas...

› Por Moira Soto

Patricia Suárez te mira directo a los ojos, sin escalas. Su espontánea franqueza que elude toda pose, que no intenta venderte nada, es como un oasis reparador que la cronista agradece en su fuero interno, en un bar de San Telmo, antes de ponerlo por escrito. Tampoco es que Patricia, protagonista casi ubicua de la cartelera teatral porteña en 2005, no tenga conciencia de su talento creador, que tanto disfrute le proporciona en el acto de escribir. Un talento que ella viene trabajando, dragando, puliendo desde los veintipocos, cuando dejó la carrera de psicología, vislumbrando que lo suyo era la literatura. Y así fue que escribió y rompió hasta que consideró que por fin le había salido “un cuento pasable”. Ese primer despegue la llevó a explorar incesantemente distintos territorios –la poesía, la narrativa, la dramaturgia–, a ganarse una serie de premios, a ver editados tres de sus libros y llevadas a la escena teatral tres de sus obras. Todo esto hasta la fecha, claro. Porque se vienen más cuentos y novelas, y por lo menos han de estrenarse este año tres piezas de una tetralogía sobre el nazismo en la Argentina –la primera de las cuales, El sueño de Cecilia, ya está en cartel–, una propuesta por la que en 2003 obtuvo una beca del Fondo Nacional de las Artes. La obra Valhala, que fue presentada el año pasado, si bien se integra temáticamente es anterior a este cuarteto.

Con esa diafanidad que en parte tiene que ver con su condición de provinciana, la rosarina Patricia Suárez pasa revista prestamente a escuetos datos biográficos: madre y padre que estudiaron abogacía, pero solo él se recibió; ambos progenitores tienen un almacén de suelas que antes fue una zapatería tradicional; una hermana menor, Sandra, licenciada en Bellas Artes y especialista en alta costura que por el momento trabaja en el negocio familiar, con quien Patricia se lleva muy bien y se ríe mucho. Y claro, la extraña. También echa de menos la tardecita de Rosario o el ir a tomar cerveza a cualquier hora porque nadie vive lejos: “Acá en San Telmo estoy logrando reproducir algunas relaciones barriales que me encantan: con la almacenera, la heladera, gente con la que converso de nada, que es cuando aparecen las cosas interesantes. También es verdad que mi fuerte es escuchar mucho. Me sirve para escribir esto de afinar el oído, de tratar de ver cómo es realmente el otro”.

Después de aquel “cuento pasable”, nuestra chica de tapa se largó a hacer periodismo cultural “como una forma de estar en las letras”: notas en el diario La Capital, en una revista vecinal, más tarde en el suplemento del diario uruguayo El País, donde trabajó varios años. Un hito significativo en el devenir literario de Patricia fue el Premio Haroldo Conti que se ganó en el ‘97. Ahí ya no le quedaron dudas sobre su vocación: “Llegué a vivir casi sin un centavo, muy a los saltos, siempre con la idea de que si fallaba en la literatura, entraba a trabajar en un supermercado. Idea queabandoné últimamente porque con 35 ya estoy muy mayor para ese tipo de empleo... Deberé buscar una opción alternativa”, bromea la escritora con ese humor que heredó de su mamá, cuyo origen judío y su personal manera de identificarse con las víctimas del Holocausto impulsaron a PS a investigar sobre la presencia de los nazis refugiados en la Argentina.

En el ‘99, Patricia Suárez asistió en Rosario a un cursó que dictó Mauricio Kartun. No le alcanzó y decidió venir a Buenos Aires al taller del dramaturgo una vez por mes. De este modo, escribió la primera pieza oficial, Valhala, sin abandonar la narrativa. Le costó encontrarle una vuelta satisfactoria al final de esa historia de una familia acaudillada por un viejito nazi que decide eliminar al extraño que se les arrima demasiado: “Valhala sale de un cuento cortito que tenía escrito, Eucaliptus muertos y quemados por el rayo, sobre una familia que vive en una isla, con una hija que alguien pretende y llama por teléfono. Tenía que ver indirectamente con un alemán que había conocido, que había estado prisionero de los ingleses por desertar del ejército alemán y que vivía con su familia en una isla, dedicados a la apicultura, refugiados a esa altura de una persecución imaginaria. Creo que mi condición de medio judía incidió para que me atrajera el tema”.

–¿Habías advertido cuando empezaste a trabajar, primero en el cuento y después en la pieza, que el tema de los nazis en la Argentina estaba muy poco tratado en la ficción local?

–No, no había reparado. Ahora lo estoy pensando. Es increíble, ¿no? Porque es un tema de mucho peso. Recuerdo una novela de Abelardo Castillo, donde los nazis sirven de escenografía a todo un enigma que tiene que ver con los rollos del mar Muerto... Es extraño, realmente. Durante los últimos años sí se han publicado varios estudios históricos, se han hecho documentales.

–A mediados de 2002 presentaste en Buenos Aires Las polacas, tres piezas teatrales cortas donde te animaste con el tema de las víctimas de la Zwi Migdal, la red de prostitución de origen judío que actuó a comienzos de siglo en la Argentina, de la que apenas se habló hasta años recientes.

–A mí toda esa historia me impresionó mucho desde que la conocí. Después de escribir Las polacas seguí buscando y encontré materiales, como una biografía novelada de Raquel Liberman. Pero cuando empecé la pieza, es verdad, no había referencias fuertes en la ficción, ni en la narrativa ni en la dramaturgia.

–El caso es que a vos te tomaron estos dos temas arriesgados, el de la Zwi Migdal y el de los nazis en la Argentina, como eje de varias obras.

–Sí, pero ya los agoté, ya está. Suficiente. Pensá que empecé en el ‘99 con Valhala... Era una cuestión que venía siguiendo, por eso me presenté a esa beca del Fondo. Yo sé que acá tengo temas pendientes, más cercanos en el tiempo, pero a mí todavía me cuesta mucho trabajar con los desaparecidos, aunque lo estoy intentando. Pero me resulta aún tan vivo el dolor, tan horroroso que –lo digo como una carencia– no puedo abordarlo. Apenas pude leer cuarenta páginas del Nunca Más... No sé, es algo que me supera. Creo que de alguna manera, lo del nazismo es un recurso para llegar a lo local. Y pese a la atrocidad infinita del Holocausto, creo que los alemanes lo resolvieron mejor que acá: juicios para todo el mundo, proceso de desnazificación generalizado... Obvio que esa ideología no desapareció del todo, hay neonazis. Pero las víctimas tuvieron la oportunidad de ser reivindicadas, cosa que acá no sucedió. La obediencia debida fue un recurso inaceptable para justificar a gente que había actuado de manera cruel, criminal.

–¿Cuál es el punto que a vos te moviliza tanto con respecto al nazismo, a sus refugiados en la Argentina?

–A mí lo que me impacta es el tema del Mal incorporado a la vida cotidiana: ¿qué le pasa en la cabeza a un verdugo?, ¿cómo puede pensar y sentir de esa manera frente a situaciones diarias tan atroces? Creo que también estudié psicología para despejar ese enigma. Y terminé investigando, tratando de profundizar en la dramaturgia. En El tapadito, que va a dirigir Hugo Urquijo y que integra la tetralogía posterior a Valhala, hay una mujer nazi llena de prejuicios que a su vez es víctima de su marido. Una mujer golpeada que oculta esa historia: se le ven las huellas de los golpes, le preguntan qué le pasó. “Nada, me caí”, responde. Vive desde el encubrimiento la violencia de su marido, a su vez un asesino genocida. Pero como víctima está tan aterrorizada que no puede denunciarlo. Originalmente, el marido iba a ser Eichmann, pero seguí el consejo de Kartun, que me señaló acertadamente que no se trataba de una reconstrucción histórica. Quedó como un nazi refugiado en San Fernando. Punto. Y fijate que fui a San Fernando el año pasado, a la Secretaría de Cultura, una casa antigua, un lugar divino lleno de fotos raras de Perón y Evita, de esas que no se ven en ningún lado. Y les digo: “Ah, acá vivió Adolf Eichmann muchos años, siete, ocho...” “¿Quién?”, me preguntan. “Un nazi al que después secuestraron para hacerle un juicio en Jerusalén. Un episodio muy famoso”, les explico. Y una empleada le dice a otra: “No sabía. Mirá las cosas que teníamos en San Fernando”. O sea que pese al despliegue de prensa, a los libros que salieron, a alguna miniserie, ese capítulo, para mucha gente, está totalmente negado.

–¿Cuánto tiene que ver tu mamá en la elección de esta temática?

–Mucho. Mi mamá es paranoica respecto de lo alemán, pero con exageración: no pisa el Instituto Goethe, no va a la iglesia luterana para las fiestas de la Selva Negra. Y ojo con los rubios de ojos azules... Paranoica por identificación, porque en la parte judía materna de mi familia, no hay nadie que haya pasado por Europa del Este, ni por Alemania, ni por los campos de concentración. Son todos sefaradíes. Después de la nota sobre Las polacas que salió en Las/12 hace dos años, ya está, se asumió. Pero hasta ese entonces, prefería ocultar su identidad. Esa nota resultó terapéutica a nivel familiar... Además, yo ya no le voy a dar más motivo para se persiga porque, como te decía, terminé con el nazismo en mis obras.

–¿Esa persecuta de tu mamá era para protegerlas a vos y a tu hermana de posibles discriminaciones?

–Sí, hasta los doce años me hacía usar el apellido compuesto de mi papá y mi abuela paterna, cuando en realidad me correspondía el Suárez Cohen. Pero sí, claro, mi mamá pensaba que nos iban a perseguir. Al no aceptar ella abiertamente su identidad, el tema me quedó cruzado. Además, me sentía dividida por parte de padre y de madre: ¿soy judía o no soy judía?, ¿dónde estoy? Durante mucho tiempo tuve pesadillas en las cuales iba a un campo de concentración y los judíos me rechazaban por no ser judía. Todo por no estar en ningún lugar y a la vez pertenecer a los dos...

De ciervos soñados y posibles verdugos

A mediados de este mes se estrenó en Patio de Actores (Lerma 568, sábados a las 21 a $ 10) El sueño de Cecilia, interpretada por Marta Montero y Stella Maris Brandolín (quien ya había actuado en Las polacas), bajo la dirección de Clara Pando, asistida por Georgina Rey, con escenografía y vestuario de Emily Abrojos, música de Luis Mihovilcevic. Para la primera quincena de marzo está prevista la presentación, en la sala Orestes Caviglia del Teatro Cervantes, de Rudolf, segunda pieza de la tetralogía sobre el nazismo que sube a escena, con Patricia Palmer y Lautaro Delgado, bajo la dirección de Dora Milea.

–En El sueño..., que transcurre en 1969, hay dos protagonistas sobrevivientes de un campo de concentración. Cecilia, la mayor, en silla de ruedas que alucina una venganza de los ciervos y fabrica muñecos de paño, y Eva, una enfermera que cree ver a un verdugo nazi en el hospital y decide matarlo, ¿por qué elegís la parte del sueño para el título?

–Hay una historia de Freud acerca de una paciente que tiene un tipo de amnesia que la hace recordar con claridad un hecho específico del pasado, y todo lo demás se le confunde un poco. Ambas hermanas tienen este tipo de memoria selectiva. Por cierto, lo que escribí no tiene nada que ver con Freud, pero me gustaba esa idea de la memoria que elige por su cuenta. Cecilia tiene un sueño recurrente en el que se le aparece un animal que atropelló una vez en el bosque, ese fue el accidente que inmovilizó sus piernas. Eva y Cecilia se disputan todo el tiempo el poder sobre los recuerdos. La mayor, que es la enferma en situación de víctima, le dice a la menor: “Vos no te acordás, eras muy chica”. Hay una disputa entre lo que una puede y la otra sabe. Hay celos pendientes respecto de dos objetos amorosos: un novio que tuvo Cecilia y la madre que murió joven. Sucede entre los hermanos: siempre hay uno que cree que el otro es el preferido. El primer día que vi un ensayo, me di cuenta de que los diálogos reflejaban la manera en que hablamos mi hermana y yo. Sin duda, en lo que escribo, sin buscarlo premeditadamente, aflora parte de mi historia. Creo que esa zona de vitalidad, de energía que se pone en una obra es lo que toma el director, lo que puede brillar. El resto es anecdótico si no hay vivencias fuertes. En este caso, me interesó la problemática de los sobrevivientes de los campos, tan ardua y complicada. Por algo muchos se suicidaron. Las actrices investigaron mucha bibliografía, mucho cine. Están muy embebidas.

–La posguerra de los sobrevivientes del Holocausto, aparte de los horrores que habían sufrido en carne propia y como testigos, también fue difícil porque sintieron la sospecha sobre ellos, no siempre fueron bien aceptados. Muchos arrastraron el sentimiento de que deberían haber muerto en lugar de sus seres queridos, o junto a ellos...

–Hay un tipo de neurosis traumática que se llama la del sobreviviente. En el documental Shoa aparecen historias de gente común y corriente que sobrevive escondiéndose aquí y allá. “Pero –dice una mujer– en verdad debí haber muerto, porque mi destino era morir con los míos.” Es muy complejo el tema: muchos sobrevivientes fueron a vivir a lugares donde se reconocía el crimen, se comprendía el horror que habían pasado. Pero otros no tuvieron esa posibilidad. Imaginate venir a la Argentina sobre el final de los ‘40. No creo que en general fueran bien recibidos y debidamente contenidos. Por otra parte, hay que considerar la situación de los judíos que ya estaban establecidos en nuestro país y su reacción frente a la llegada de los refugiados nazis.

–Eva y Cecilia pasaron por la terrible experiencia del campo siendo niñas y parecería que todavía hay cuentas pendientes entre ellas, enfrentamientos que se repiten de forma inconducente, sin ceder ninguna de las dos.

–Quería contar cómo se las componen dos hermanas que han vivido semejante experiencia para detentar la memoria, administrar el recuerdo. Y también esa necesidad tan humana de sentirse reconocido por lo que se hizo por el otro. Hay un pequeño motivo en la obra con la sarna: Eva le echa en cara a Cecilia que se sacrificó para estar con ella, que supuestamente se había agarrado esa enfermedad. Es una idea inspirada por el Diario de Ana Frank, donde se narra un episodio semejante. Lo cierto es que Cecilia y Eva regresan cíclicamente al pasado y al mismo tiempo dicen: no me quiero acordar de aquello. Desde luego, la memoria se reactiva con la presunta presencia del verdugo en el hospital. Eva es capaz de salir con el hijo deese hombre para averiguar sobre su pasado. Hay una curiosidad de la víctima, un deseo de entender por qué alguien que parece ahora un inofensivo leñador pudo ser tan perverso, tan despiadado.

–Además de Rudolf, El tapadito y El sueño de Cecilia, hay otra pieza tuya que ganó un premio importante en Nápoles, en el concurso La Scrittura della Differenza, que no forma parte de la tetralogía y toca tu obsesión ya superada acerca del nazismo: Edgardo practica, Cósima hace magia.

–Sí, ese es el título por el momento. Trata de un viejo matrimonio nazi, él se llama Edgardo porque yo había leído en esos días La danza macabra, de Strindberg, que me había impresionado mucho, y ella, Cósima. Cumplen 50 años de casados y deciden festejarlo haciendo un truco de magia para los nietos: el de la caja donde se pone a la dama y se la serrucha. El contrata al novio de la hija para que le enseñe nuevos trucos y le cuenta sobre los cuadros abstractos hechos por Hitler en la Argentina que tiene escondidos: un arrayán, una liebre patagónica, un mapuche. Obviamente, el tipo está totalmente loco, es un chiste de humor negro. Finalmente, una de las hijas lo denuncia. El premio incluyó un viaje maravilloso a Nápoles. Allí les impacta mucho el tema porque no sufrieron tanto los efectos del nazismo. Me decían que el grado de integración era tan grande que no sabían quién era judío y quién no. Y que cuando llegaron ecos de la persecución, la gente fue muy solidaria. Más hacia el norte de Italia fue diferente, como se sabe. Fue muy lindo ver la representación de Edgardo... en Nápoles: el papel del novio de la chica lo hacía un negro africano.

–Nos queda una pieza para completar tu tetralogía, no precisamente wagneriana, aunque esa palabra pueda aludir irónicamente al músico favorito de Hitler.

–Por ahora se llama La caseta, es otro título que querría cambiar. Ocurre en Villa Gesell en la década del ‘60. Un matrimonio de croatas va a pedir documentos, forman parte de un contingente que entró al país. Los croatas tienden a ser bastante antisemitas. Fue con esta pieza que dije basta. Aunque me quedó colgado un proyecto acerca de gitanos que leían las manos de los SS.

Mujer, madre y escritora, de cerca

–Más allá del tiempo y las energías que te consume un bebé, ¿se produjo alguna modificación en tu escritura al nacer hace año y pico tu hija Alegría?

–Sin duda. Por ejemplo, en El tapadito aparecía una mujer a la que le habían quitado el bebé en el campo. Después de la llegada de Alegría, yo revisé ese texto porque comprendí que una mujer a la que le han robado su hijito está loca de verdad. Por supuesto, el nacimiento de un hijo te cambia mucho, te abre un ojo que no tenías, te modifica la mirada, la perspectiva. Yo dejé de cultivar cierta forma de malditismo, de invocar la muerte. Todo eso se acaba cuando tenés una hija, la amás con un amor que no conocías, sos responsable por ella. No sólo no te podés morir sino que tenés que cuidarla, procurarle alimentación, abrigo, no podés caer en la pobreza... Ella te necesita absolutamente, y no solo dándole de comer o cambiándole los pañales. También cantando, tocando el saxofonito...

–¿En algún momento del proceso de embarazo o durante la internación de tu hija abandonaste la escritura?

–Había dejado momentáneamente y entonces me encargaron un trabajo. Apenas mi hija salió, seguí escribiendo. Lo que hice fue asociarme con otras personas, escribir a medias algunas cosas. Con una amiga, Laura Cotoni, hicimos un libro erótico de mujeres de la década del ‘30 que escriben cartas, Divina complacencia, que creo que quedó muy gracioso. También escribí con un rosarino, Lionel Giacometto. Ya a los dos meses, me ponía a la nena sobre el brazo izquierdo y con la mano derecha tecleaba. Cuando Alegría empezó a moverse más, se me acabó este recurso. Pero nunca dejé de escribir.

–Cualquiera que no te conozca podría sospechar que armaste toda una estrategia para copar la cartelera teatral porteña en 2005...

–(Risas) Las cosas se dieron así, me siento tan afortunada que no puedo creerlo. Es muy impactante todo, lo siento como una explosión. Es como ver que se te cumplen los mejores sueños. Y a todo lo que mencionamos tengo que agregar la pieza, aun sin título, que esta ensayando Helena Tritek. Pero que quede claro: no es sobre los nazis, trata de la agonía de Eva Perón en la residencia Unzué, contada por los sirvientes. Quizá se llame A las 20.25, y va al Payró. Ah, y también sale un nuevo libro de cuentos por Alfaguara, Esta no es mi noche. Es la historia de una empleada de un lugar de comidas rápidas que tiene 29 y sabe que si no logra ascender a los 30 la echan. Entonces, ella intenta acostarse con todos, a ver si logra salvarse. Pero es nomás como dice el título...

–¿En qué te sentís diferente de porteñas y porteños?

–Acá he tratado con más mujeres que hombres. Y he sentido que muchas de ellas no tienen grietas, son muy duras, estructuradas, seguras, exhibiendo sus logros. A mí me gusta encontrarme con personas que me dicen: me falta esto, fallé en aquello, desearía tal cosa. No que te comenten que hicieron un supercurso de cocina cuando le estás contando que se te quemaron los huevos fritos... Creo que esa actitud tiene que ver con una imposibilidad de abrirse. Acá hay una necesidad de sofisticarse, de responder a ciertas exigencias de venta. Cuando fue el Premio Clarín, tenía que contestar a la pregunta “¿quién es tu padre literario?” Con esta cosa de la crítica de buscar a toda costa genealogías, no escuchaban nada de lo que les podía decir porque estaban obsesionados por lograr que una entrara en su discurso, apoyara su tesis. Y yo contestaba con el mismo tono que estoy hablando ahora. También me sorprendió que ciertas jóvenes nieguen su condición de mujer al escribir, aclarando, por supuesto, que no escriben para las mujeres. Cuando yo escribo aparece todo el universo femenino, mi universo. Tengo claro que escribo como mujer, y no acepto que nuestrostemas sean más banales que los del mundo masculino. ¿Por qué va a ser mejor que Fontanarrosa escriba sobre el partido del domingo que describir una salida con amigas? Creo que para que funcione hay que ser honesta en la escritura, y que no podés abstraerte de tu propio mundo, de tu historia, de tus experiencias. Me gusta sumarme a las todavía escasas dramaturgas locales. Creo que tiene que ver con esto de tomar la palabra. Yo considero que es mi capital en este sentido: durante cinco mil años hemos estado silenciadas, salvo contadísimas excepciones. Cinco mil años bordando, tejiendo, cocinando, criando niños, atendiendo partos, amortajando. Tenemos un saber acumulado que se llama intuición. Por eso hablamos tanto con las otras mujeres, tenemos esa complicidad tan nuestra. Porque es algo milenario.

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