› Por Soledad Vallejos
Supongamos que mañana mismo deja de haber pobres en la Argentina. Que deja de haber gente que coma salteado, habite en lugares inhabitables y a la que no le importa demasiado el Estado porque al Estado no le importa demasiado lo que les pase. Pongámosle, ya que estamos, que esa gente no desaparece porque se evapora en el aire sino porque, de repente –no nos importa el motivo–, el nuestro se ha convertido en un país de clase media (para arriba) y no queda ni una sola persona viviendo en condiciones de pobreza. En ese mañana, entonces, ¿seguirá siendo válido reclamar que se abra el debate (miren lo humildes que andamos) sobre el aborto en nombre de las mujeres pobres? Es decir, si mañana deja de haber pobres y pasado mañana todas las mujeres argentinas pueden disponer sin mayores problemas del dinero necesario para ir a un consultorio clandestino pero aséptico (los hay, tanto como hay clínicas enteras que se dedican al asunto) e interrumpir voluntariamente su embarazo, ¿dejaría de ser necesario plantear la despenalización?
Arriesguemos otra hipótesis improbable. Mañana, un prelado de alto rango recibe una inspiración, y munido de una poderosa intuición mediática profiere una metáfora escandalosa: al ministro hereje habría que atarle una piedra al cuello y tirarlo al mar. Alegará que lo suyo no era más que una alegoría de lo más evangélica, citará algún versículo, y recibirá una bendición directamente desde el Vaticano. Un alma bienintencionada y fogueada largamente en los pasillos del Derecho promoverá una causa penal para castigar al bocazas. Los diarios hablarán de su afirmación, del apoyo vaticano y del elegante esquive de bulto del funcionario que generó el bullicio. La tele construirá una adorable comedia de enredos, de a ratos convertida en dramática –gracias al auxilio de una retórica que daría envidia hasta a Migré– y todo el tiempo personalizada: en la esquina derecha, adivinen quién, y en la esquina izquierda adivinen qué otro quién. ¿Cómo era que habíamos llegado a eso?
La fantasía se nos estira y nos permite ir un poco más allá. En un reportaje donde ningún tema está vedado, un ministro –desde su lugar de Ministro de Salud de la Nación, así, con mayúsculas- participa de un ping pong de preguntas y respuestas al mejor estilo Feliz domingo. Llegado el turno de los asuntos “espinosos” a los que se les anima, le tiran títulos: tabú 1, tabú 2, aborto... Pronunciada esta última palabra, el señor funcionario dice: “habría que despenalizarlo para evitar muertes”. Y durante dos días solamente el medio que levantó esa declaración hace mención al asunto. De tanto silencio, se escuchan los grillos aunque haya solcito. Cuando finalmente alguien recoge el guante, enseguida alguna vocecita tímida le añade a la consigna “despenalización del aborto” un “en casos extremos”. Otra recuerda vagamente que un Ministro Provincial (con mayúsculas, pero más chiquitas) acaba de decir algo parecido, y algunas jornadas después otro Ministro Provincial hace lo propio. Será asordinado, pero el ruido crece de manera más o menos sostenida, y de a poco se sabe que hasta hay mujeres dispuestas a contar cómo, cuándo, en qué circunstancias. De hecho, ellas lo cuentan. Y entonces empiezan, con pinzas primero, con cierto interés por el escándalo que se pueda desatar enseguida, las pesquisas para encontrar a esas mujeres. Cuanto más conocida, mayor su cotización en el mercado de los testimonios. Hay que ponerle una cara, un nombre, una que sepamos tod@s, porque si no parece que perdiera gracia. A fin de cuentas, el anonimato pesa por más que haya un nombre de pila y un apellido para certificar una existencia. Al minuto siguiente, que sea famosa no alcanza por sí solo el estatuto de la joyita encontrada en el barro: estaría bueno que, además de haber abortado, además de tratarse de alguien mínimamente reconocible para un público algo ávido pero poco adepto a las historias, que haya un detalle truculento porallá, una frasecita memorable por allá. Y así sigue su curso la sed voraz de notas descollantes.
La última escena imaginada al azar. Supongamos que, pocos días después de haberse pronunciado a favor de la despenalización, el señor Ministro declara –a miles de kilómetros del país, porque las obligaciones de los altos cargos son así– que bueno, en realidad, el gobierno de cuya gestión él forma parte no tiene ni un solo proyecto sobre la cuestión, porque no se trata de un tema de agenda. De hecho, agrega, lo declarado no era más que una opinión personal. Porque él estaba dando una entrevista en su carácter de ministro a un diario, pero las cosas que decía no necesariamente tenían que asumirse como pronunciadas por un Ministro de la Nación. En otras palabras: sus opiniones sobre asuntos de salud pública valen tanto como las que haga cualquiera en la mesa de un bar. Acabáramos.
¿Será por eso que, en estos escenarios posibles, ninguna de las mujeres políticas dijo ni mu?
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